Seguro que ya han comentado la noticia caña en mano: el ayuntamiento de Valdemorillo comunicó la semana pasada a la compañía teatral Defondo que cancela una representación programada de su versión de Orlando (1928), de Virginia Woolf. No han dado motivos específicos, más allá de que ya no encaja en la programación, pero todo indica que tiene que tiene que ver con su condición de clásico homosexual, transexual o transgénero, ya que el protagonista es un aristócrata que cambia su condición de hombre a mujer durante una biografía de cuatro siglos. Orlando seguirá dando que hablar, ya que en octubre el intelectual trans de referencia Paul B. Preciado estrena una película inspirada en el texto, que ha recibido premios y elogios en el Festival de Berlín. ¿Sufrirá nuevos intentos de censura? Nunca es buena idea condenar un texto clásico porque quien lo haga tiene todas las de perder.
La noticia de esta no-representación ocupó -de manera justificada- un amplio espacio en los medios de comunicación, incluso en aquellos que prestan poca o ninguna atención cotidiana a la cultura. Menos ruido ha hecho, en cambio, una tribuna en El País donde la escritora progresista y feminista Lucía Lijtmaer hace un llamamiento a instaurar un macartismo cultural en todos aquellos municipios en los que gobierne la derecha tras las elecciones generales del 23 de julio. ¿Fragmento clave? “Ahora que tenemos gobiernos en coalición con Vox en los que se niegan la violencia de género y se pretende derogar leyes como las de la memoria histórica, ¿quiénes serían los intelectuales invitados por esos ayuntamientos y comunidades autónomas? A mí se me ocurren unos cuantos, generadores de discursos de odio, y amplificadores de voces que sí, traerán daños enormes, aún impensables, aún inimaginables para muchos. Para todos ellos, mi desprecio. Para los políticos de izquierda, ahora que aún estamos a tiempo: ocúpense de la amenaza del fascismo cuanto antes y no se confundan de rival. Nos va la vida en ello”, escribe en registro solemne y mitinero.
Censura reveladora
A bote pronto, se me ocurre una precisión: a Lijtmaer no le va en ello la vida, sino el estilo de vida. Desde hace al menos quince años, es uno de los nombres más repetidos en presentaciones, mesas de debates y festivales culturales, sea en el CCCB, La Casa Encendida, la Fundación Telefónica o cualquier otro sarao cultural remunerado. Curiosamente, y esto sí que es un fenómeno digno de estudio, las crecientes nuevas clerecías culturales ‘antifas’ se componen por columnistas, programadores y ensayistas de vida hípster y sensibilidad pop, con un éxito de rango medio-bajo (discursos woke como los de Gonzalo Torné, Begoña Gómez Urzaiz y Azahara Palomeque), que difícilmente podrían vivir de los ingresos de sus libros y necesitan limpiar de competencia cualquier espacio de debate para asegurar su estabilidad financiera. Parafraseando a Upton Sinclair, es complicado convencer a alguien de que la censura cultural es indeseable cuando su bienestar material depende de que esa censura funcione.
La tribuna de Lijtmaer confirma que la hoja de ruta de cierto progresismo es la fiscalización macartista de cada acto cultural para que solo hablen los suyos
Lijtamer tiene una agenda tan repleta de presentaciones que se olvida de que el pasado mes de enero habló en el Foro de la Cultura de Valladolid, donde uno de los patrocinadores es la Junta de Castilla-León, que gobierna una coalición de PP y Vox. Hubiera sido gracioso que su intervención o performance consistiera en un autoescraché donde un calcetín en su mano, con unos ojos y una boca pintados, reprochase a la propia novelista/activista su colaboración con el 'fascismo' mesetario. Me sale escribir con humor porque la propuesta de Lijtmaer tiene un punto delirante: obedece a una mutación occidental del antifascismo incubada en las páginas de Teen Vogue y recogida en España (con la típica sumisión colonial) por publicaciones fashion como Marie Claire, Playground y S Moda, donde firmas treintañeras y cuarentonas enganchadas al consumismo cultureta claman contra "la amenaza de la ultraderecha" para disimular que tanto ellas como los medios donde trabajan ocupan el bando de los privilegiados.
En la izquierda se intenta transmitir la idea de que quejarse de la cancelación es cosa de cuarenta señores con mucho poder
En ambas orillas, los censores sufren serios cortocircuitos. Vox ataca ferozmente, con toda la razón, la implantación en España de la cultura de la cancelación del movimiento woke estadounidense, pero le cuesta explicar episodios como la censura de Orlando o su papel en la supresión de la obra de Paco Bezerra donde Santa Teresa de Jesús es una prostituta yonqui (la decisión de suspenderla fue de Blanca Li, pero se le acusa de tomarla por presión del partido verde). Otros casos recientes de censura de derecha han sido el beso lésbico de película Lightyear en un pueblo de Cantabria, un pasaje subido de tono de Lope de Vega en Getafe y las tetas de la cantante Rocío Saiz en un escenario de Murcia. Mientras tanto, en la izquierda, se intenta transmitir la idea de que quejarse de la cancelación es cosa de cuarenta señores con mucho poder, incómodos ante el hecho de que ahora se puedan contestar sus textos desde las redes sociales. Es complicado tragar este camelo, más todavía cuando la tribuna de Lijtmaer (de una ingenuidad notable) confirma que la hoja de ruta de cierto progresismo es la fiscalización macartista de cada acto cultural para asegurarse de que solo hablen los suyos, como en los viejos buenos tiempos anteriores a la batalla cultural.
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