Opinión

Ortega Smith, el cubo de basura gay y la encrucijada cultural de Vox

El partido verde necesita suavizar las formas para defender mejor las reformas radicales que propone

Fue un episodio triste, que habla mal de la templanza de Javier Ortega Smith. Debería dimitir de su puesto en el ayuntamiento, no tanto por perder el autocontrol dos minutos en el pleno, sino porque su carácter podría servir mejor al partido en algún puesto sin contacto con la oposición. El victimismo de Eduardo Rubiño resulta sonrojante, como de Neymar cuando se desploma el un soplido de un defensa central, además deseoso de contar los detalles esa misma tarde en el programa de Aymar Bretos en la cadena SER. El objetivo era machacar una consigna de argumentario: "este señor iba a ser ministro de Interior de España si no nos llega a salvar Pedro Sánchez" (una especulación como otra cualquiera). Bretos decidió no preguntar qué diferencias podría haber entre las políticas de un Ortega Smith ministro y las de un Grande-Marlaska a quien le hace la ola la ultraderecha de Alternativa por Alemania por su política migratoria. No era una entrevista periodística, que es capaz hacerlas, sino un espacio promocional de Sumar no identificado como tal.

Pero ya se ha escrito suficiente sobre esta escaramuza. Lo que me parece sustancial analizar es la encrucijada en la que se ha sumergido Vox desde el pasado verano. Voy a intentar explicarla con una anécdota personal: en el mes de julio, durante las vacaciones familiares en el pueblo, me vi rodeado por mi hija de doce años, su prima de trece y otra prima de ocho. Agitaban en el móvil el famoso cartel electoral de Vox donde se tiraba al cubo de la basura la bandera del arcoíris gay, el puño feminista y otros símbolos contraculturales. “¿Te parece bien esto, papá?”, me soltó a bocajarro. Les dije que estoy de acuerdo en que oponerse a las propuestas de los lobbys feministas y LGTBI+ no significa ser machista ni homófobo. Por supuesto no puede convencerlas, como tampoco podría convencer a casi ningún adulto que haya sido sometido al discurso dominante en España desde los años ochenta.

La encrucijada de Vox es seguir por el camino de la bronca o demostrar que un partido soberanista, conservador y defensor de las tradiciones conviene a toda España, incluso a quienes no les votan

Vinieron mi padre y mi madre a ponerse de su lado, aunque las niñas no necesitaban refuerzo ninguno. Durante todo su horario lectivo, les transmiten como naturales las ideologías que critica el cartel de Vox (igual que la televisión a sus abuelos, que ven La Sexta durante horas). Enseguida comprendí que había perdido esta batalla. Hay que encontrar una forma distinta de librarla. Seguramente la posición de Vox sobre la violencia de género quedaría mejor explicada si acudiesen a los minutos de silencio en los ayuntamientos por las mujeres víctimas de sus parejas pero organizasen esos mismos minutos de silencio también para cualquier otra persona fallecida por violencia intrafamiliar. La radicalidad simbólica que hace unos años jugaba a favor del partido hoy lo hace en contra.

Cuidar lo cercano

Lo sorprendente de este conflicto es que los responsables de comunicación de Vox fueron autores de una de las mejores campañas electorales de los últimos tiempos. Me refiero al vídeo "Cuida lo tuyo", una apología de lo cercano, los vínculos humanos fuertes y en general el tipo de conservadurismo antropológico que define a España fuera de tres o cuatro grandes urbes. Es como si el partido tuviese en la mano el mapa para llegar a las mayorías pero prefiriese guardarlo en la guantera para sacar una careta de goma destinada a asustarlas. En vez del cartel con el cubo de basura, bastaría con encargar a los diseñadores de "Cuida lo tuyo" que elaboren una campaña similar con mujeres, gays y lesbianas explicando por qué votan a Vox (y recordando, de paso, que en la vecina Francia el partido de Marine Le Pen es el preferido de la comunidad LGTBI+ porque perciben que es el que mejor va a defenderles de las agresiones del los islamistas radicales). Eso hubiera podido convencer a personas como mis padres, mi hija y sus primas.

Los movimientos populares antiprogresistas viven un momento de auge. Trump conserva su enorme base electoral, Milei ganó en Argentina contra todo pronóstico y Wilders dio la sorpresa en Países Bajos. Meloni manda en Italia, Le Pen lo tiene a punto de caramelo y la Unión Europea que viene puede tener más diputados euroescépticos que euroeufóricos. Son opciones políticas muy heterogéneas, contradictorias incluso, pero a las que se está escuchando con tal de salir de la decadencia progresista. La gran encrucijada de Vox es seguir por el camino de la bronca o demostrar que es un partido constructivo. El primer paso sería convencer a España de que su propuesta (soberanista, conservadora, tradicionalista...) puede ser positiva para todo el país, incluso para quienes no les votan. No es una tarea fácil.

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