Tendremos Pedro Sánchez para los próximos años. Preparémonos; unos para acicalarse y poner la mejor cara ante el arrollador efluvio que emana de gobernar. Otros observaremos con perplejidad los movimientos sobre el alambre de un tipo crecido para el onanismo del poder, a cualquier precio.
No cabe ninguna duda después de protagonizar el mayor espectáculo electoral que han visto mis ojos. Emulación del gran Shakespeare en su “Julio César” con el nunca apolillado discurso de Marco Antonio -“César era un hombre honrado…”-, que convierte un muerto en la bandera para aplastar a todos sus adversarios. El cadáver de Alfredo Pérez Rubalcaba ha servido de pieza maestra para achicar cualquier veleidad en la inquieta “familia socialista”. Ocurre a menudo con las familias, empiezan pareciéndose a la Familia Trapp, toda sonrisas y buenas intenciones, y terminan en “la familia” de Totò Riina, que vive del miedo a ser desposeída de sus privilegios cuando se pierde el respeto.
Como hay mucha alma cándida, revisemos el relato. Durante una reunión en Bucarest, crucial ante las próximas elecciones europeas, el presidente en funciones Pedro Sánchez se entera del ictus de su enemigo partidario, Pérez Rubalcaba. Ahí empieza a trabajar la factoría Pedro Sánchez-Iván Redondo. ¿Un achaque de la edad o la cosa pinta en definitivo? De seguro que es la pregunta que le tenía alerta. Confirmado clínicamente lo que queda para lo inevitable, no hay tiempo que perder, y en verdad que Sánchez no acostumbra a perderlo. Al carajo Bucarest y la sorprendente pregunta de sus iguales: ¿Quién es ese Rubalcaba? ¿Acaso su padre putativo, un hermano? Si los españoles tenemos la memoria floja de tanto adaptarla, cabe imaginarse la de los líderes europeos. Rubalcaba ni les suena. No entienden nada. Basta que lo entienda él.
Ni Rey Emérito ni Monarca en activo: Sánchez asume su papel de anfitrión de Estado, como lo demostró citando a los partidos de la Oposición, ja, ja, ja, en La Moncloa
Vuelve a casa con el tiempo justo para aterrizar en Torrejón, echarle una mirada al moribundo que solo necesita ya que los médicos certifiquen su muerte, eso sí, tras la llegada del presidente in pectore. Luego el beso de Judas a la ya inminente viuda, Pilar Goya, que aguanta el tirón de la desgracia. La máquina Sánchez-Redondo está en plena actividad, dirige el partido, el Estado y los medios de comunicación que aprovechan para alabar al muerto, al que cubrieron de ignominia hace un par de lunas, y felicitarse de la fraternidad y la hombría de bien del Gran Sánchez. Al tiempo, presión absoluta sobre Ana Pastor, presidenta en funciones del Parlamento, un verso suelto del PP que los descerebrados chicos de Casado, el pollo sin cabeza, y del chico de Murcia que escupe pepitas de aceituna, no saben dónde colocar; como un jarrón chino, pero en este caso cercano a la alfarería de Sargadelos.
Hecho inaudito. Sánchez ordena que el exvicepresidente del Gobierno sea velado en las Cortes de cuerpo presente, con honores poco menos que de jefe de Estado, para que quede claro que el Jefe de Estado vivo es él, Sánchez, ejerciente de tal desde que ganó “a los puntos” las elecciones, convertido ahora en protagonista único del funeral de campaña… electoral. Ni Rey Emérito ni Monarca en edad de merecer: Sánchez asume su papel de anfitrión de Estado, como lo demostró citando a los partidos de la Oposición, ja, ja, ja, en La Moncloa, unos por la mañana, otros por la tarde, y al final los cómplices, todos ellos con el tiempo pautado, minutado. De eso se ocupa Iván Redondo, el contable de adhesiones, y se encarga del eco avasallador en los medios de comunicación. ¡Qué papel, caballeros y damas, qué papel! Si parecía que el Padre de la Gran Comunión, el Viudo del finado, el anfitrión de todas las aflicciones caídas en su hombro fuera Pedro Sánchez y no la digna señora de Rubalcaba que algún día dirá lo que nadie querrá oír. Y la foto, siempre una foto que marca época: el Rey Emérito, Felipe González enjuagando su furtiva lágrima y Él acogiéndolos, en el centro.
Parecía que el Padre de la Gran Comunión, el Viudo del finado, el anfitrión de todas las aflicciones fuera Pedro Sánchez y no la digna señora de Rubalcaba
Cerrado el capítulo del reverenciado líder toca acompañarlo con las loas al eminente fallecido. Todos pagan el peaje de lo políticamente correcto. No es solo que “en España se entierra muy bien”, como dijo el propio Rubalcaba sin avizorar que él se convertiría un día en “la herida luminosa” de su detestado y despreciado Pedro Sánchez, sino que de pronto plumillas de columnas salomónicas sublimaron la pena mostrando con impudicia dolosa a los lectores su instante de gloria. “El día que Rubalcaba me dijo…”. Qué horror de mediocridad nos corroe cuando hasta en el ritual del féretro a hombros y las colas de llorosos y arrepentidos emanaba un cierto olor a fin de una época, como si nos obligaran a recordar aquellos días de noviembre de 1975 -¡felices quienes no los vivieron!- que para quien lo sufrió sabe que fue el retrato jamás vuelto a sacar del armario de la memoria, que evoca a un pueblo sumiso con el poder absoluto.
Para hacerlo pasar por las siempre amplias tragaderas sociales, no digamos la de los medios de expresión que no expresan más que los intereses de sus dueños, hubo necesidad de convertir a Alfredo Pérez Rubalcaba en estadista. En España hace falta morirse para adquirir el beneplácito del estadista, es algo parecido a la nobleza que concedían a título póstumo los reyes antiguos. Rubalcaba no entró en el PSOE hasta la muerte de Franco, como casi todos, pero estaba entre el magma de izquierda conformado por los entonces denominados PNN (Profesores No Numerarios) de Universidad y pronto fue cooptado por el ministro de Educación, José María Maravall, el ausente del sepelio de Estado, por más que haya quien dice haberlo visto oculto, desmejorado, con gafas negras y guedejas blancas, despidiéndose de la viuda. Le puso de jefe de gabinete de la secretaria de Universidades Carmina Virgili, hija de uno de los rectores franquistas más represores que se recuerda en la Universidad de Oviedo. Luego González le hizo ministro y apadrinó la denostada LOGSE, de funestas consecuencias, una ocurrencia de un eminente fantasma de la pedagogía, Álvaro Marchesi, oriundo de Bandera Roja. El final de ETA coincidió con la etapa de Rubalcaba, pero decir que él fue el principal actor político es una prueba de ignorancia manipuladora.
Yo le recordaré porque tenía una casa en Asturias, zona de Llanes-Celorio, cuya carretera secundaria asfaltaba con rigor el alcalde socialista Trevín, luego senador. Hacía tertulia con Lissavetzky y otros afines, donde no podía faltar un periodista, Carlos Elordi, padre de Carlos E. (Elordi) Cué, hoy cronista preferido de Pedro Sánchez. Él murió y ellos sobreviven. Es lo que hay, dicen.
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