Opinión

Ospa Eguna, el derecho al odio

El pasado 28 de agosto se celebró un acto en Alsasua que ha sido calificado como una jornada de “odio a la Guardia Civil” bajo el grito de “¡Fuera de

El pasado 28 de agosto se celebró un acto en Alsasua que ha sido calificado como una jornada de “odio a la Guardia Civil” bajo el grito de “¡Fuera de aquí!”. El alcalde de la localidad, sin embargo, la ha considerado como simple ejercicio de la libertad de expresión. ¿Hubiera respaldado el mismo alcalde un acto contra el separatismo vasco bajo el lema ¡fuera de aquí!? ¿Sería menor el derecho a la libertad de expresión en este caso? ¿O sería calificado por el mismo alcalde de estrategia intolerable de fomento de la crispación?

En realidad, esta cuestión no sería sino manifestación de un problema más profundo. No hay libertad ni derechos sin límites. Se trata de determinar quién y cómo se fijan esos límites. Según nuestra Constitución (esa de la que algunos tanto se quejan) deberían ser leyes orgánicas con criterios objetivos iguales para todos, aplicadas por jueces independientes, pero ¿es esto lo que ocurre? Por ejemplo, la libertad de expresión no podría ir dirigida a difamar a otro o a sembrar el odio contra diversos colectivos. Sin embargo, cuáles sean los colectivos dignos de protección es objeto de controversia aplicando la doble vara de medir del tipo: buenos (los míos)/malos (los otros). Resulta paradójico que una sociedad que presume de luchar contra el delito del odio, observe crecientes casos de linchamiento social a ciertos colectivos según criterios subjetivos.    

De acuerdo con los registros del Ministerio del Interior, desde el año 2013, se consideran delitos de odio los motivados por orientación o identidad sexual, racismo o xenofobia, prácticas religiosas y agresiones contra personas con discapacidad. Sin embargo, no se incluyen en la lista los ataques a ciudadanos de Cataluña y País Vasco por adoptar posturas favorables a la Constitución española o por el terrible pecado de sentirse, no sólo vascos o catalanes, sino también españoles. Tampoco se persigue el odio a otros colectivos, como los amantes de los toros: un juzgado de lo penal de Segovia en noviembre de 2019 reconoció que un "voraz episodio de odio" podía quedar sin castigo si el afectado formaba parte de un colectivo al que el legislador discrecionalmente no había decidido proteger, como era el caso de los toreros y la tauromaquia.

Se trata de manera distinta el caso según sea la religión afectada: muy protectores contra los ataques al islam, muy compresivo contra los dirigidos a la Iglesia católica y sus símbolos

Por tanto, mientras por un lado se consagra el delito de odio para proteger a algunos colectivos, por otro se instaura el derecho (o la barra libre) al odio si se trata de otros, mirándolo con ojos comprensivos o directamente incentivándolo. Así, en materia de prácticas religiosas, se trata de manera distinta el caso según sea la religión afectada: muy protectores contra los ataques al islam, muy compresivo contra los dirigidos a la Iglesia católica y sus símbolos. Si un violador es marroquí se oculta y se le protege porque hay que evitar la xenofobia, pero si es guardia civil se destaca esta condición logrando su condena pública más allá de cualquier sentencia. En parecido sentido, cualquier cosa o persona que haya tocado, aunque sea mínimamente, al régimen franquista es digna de ser odiada (incluso para poder ser aceptado, u oído, en diversos círculos hay que comenzar haciendo profesión pública de odio al franquismo por encima de todas las cosas), como lo son los hombres heteropatriarcales (que deben ser reeducados, pero no los pobres inmigrantes aunque procedan de culturas más machistas pues caeríamos en xenofobia), los curas, la policía o los grandes empresarios (como Amancio Ortega).

Odiar a España

Sobre todo, como en el caso de Alsasua, al menos hay que mostrarse compresivos con todas las muestras de odio a España y a sus símbolos. Esta verdadera anomalía social desborda el fenómeno del separatismo, el cual podría incluso encontrar la causa de su éxito precisamente en esta dimensión más amplia. Uno de nuestros escritores más aclamados de la segunda mitad del siglo XX, Rafael Sánchez Ferlosio, declaraba públicamente en una de sus últimas entrevistas (2008): "Odio a España desde siempre. Me carga la patria". ¿Por qué lo hacía? No era separatista. Había nacido en Roma y era hijo de un célebre falangista Rafael Sánchez Mazas. Tampoco España, incluida la franquista, se había portado nada mal con él (le dieron varios premios). ¿Entonces? Probablemente era consciente de que vivía en la única nación del mundo donde presumir de odiar a tu país es percibido desde diversos ámbitos, especialmente el de la cultura, como ejemplo de (post) modernidad y “coraje intelectual”. Es decir, la carta de presentación para poder ser aceptado como “uno de los suyos”.

Datos falsos

Algo parecido ocurre cuando se fomenta o presume de “odiar” todo lo que hizo nuestro país en el pasado:  desde la terrible Reconquista contra los pacíficos y muy civilizados moros, hasta el increíble genocidio contra los caritativos imperios azteca e inca, pasando por la más odiada institución de todas, la Inquisición, símbolo de la intolerancia patria con el que piensa diferente. Poco importa que todas y cada una de esas acusaciones se basen en datos falsos y hechos sacados de contexto o constituyan simples exageraciones. Lo peor de todo son las razones que llevan a un español a sacar pecho de odiar lo que hicieron nuestros antepasados, los de todos. En primer lugar, porque en esa época no había todavía derechas o izquierdas y, en segundo lugar, porque en todas esas cuestiones participaron todos los territorios y sus ciudadanos: singularmente los vascos en América mientras el premio al Inquisidor del año se debate entre Torquedama y el 'catalán' (aunque entonces Cataluña no existía) Nicolás Aymerich.

Nos encontramos ante un problema psicológico de distorsión cognitiva, donde se hace pública profesión del odio a España como vía para librarse de la responsabilidad de ser parte de sus pecados, al tiempo que se contribuye a engrandecer estos más allá de toda medida. Ocurre algo parecido con el caso de los más fieros antifranquistas que suelen proceder de familias franquistas, como ocurría, de forma paralela, con gran parte de jóvenes falangistas que procedían de las familias del Frente Popular (cfr. Clara Campoamor, La revolución española vista por una republicana). Y sin embargo, cuando un español odia a otro español, un extranjero sonríe pues “divide et impera”. Ya en 1971 P.W. Powell escribió su libro El Árbol de Odio donde demostró que las relaciones de Estados Unidos con el mundo hispano se habían basado casi en su totalidad en prejuicios y propaganda totalmente falsos, mostrando como ejemplo que los programas de enseñanza norteamericanos estaban trufados de menosprecios injustificados hacia el mundo hispano. ¿Qué mejor para nuestros competidores que observar cómo nos despedazamos por nuestro pasado?

Por ello sorprende la fuerza con la que se empeñan algunos en imponer la doble vara de medir, atizando o permitiendo el odio de unos españoles contra otros. Y ello a pesar de los esfuerzos que hizo la generación de 1978 por lograr que de una vez aprendiéramos las lecciones que ofrece gratis la Historia, donde sobresale la de que el odio de un español (aunque sea vasco o catalán) a otro español, no acaba en nada bueno. Y es que, a fin de cuentas, aunque el sujeto activo de la ecuación no se percate, odiar a España y a lo español es odiarse a sí mismo.

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