Yo voté que no en el célebre referéndum sobre la entrada de España en la OTAN, veintiséis años hace ya, que se dice pronto. Nos sentíamos parte de una izquierda idealista, romántica y desde luego sentimental, aunque no militásemos –como ha sido siempre mi caso– en ningún partido. OTAN no, bases fuera, se repetía, casi se cantaba por todas partes. Era un puro alborozo. En aquella consulta el PSOE acabó pidiendo el sí, lo cual les costó un tremendo desgarro interno. Felipe González lanzó uno de sus escasos órdagos: o salía que sí, o él dimitía. Eso llevó a mucha gente al voto favorable. Pero enfrente tenía a todo el resto de la izquierda, singularmente al PCE… y a Antonio Gala, que había sido durante mucho tiempo el ojito derecho de los socialistas y que lideró una campaña brillantísima. Nunca se lo perdonaron.
La derecha, apacentada aún por Manuel Fraga, pidió increíblemente la abstención. Fue una cabezonada de don Manuel, que era un otanero convicto y confeso, pero ya entonces los conservadores tenían claro que no había que apoyar en ningún caso lo que dijese el gobierno, fuera lo que fuese; aunque coincidiese completamente con lo que ellos defendían. Esta peculiar manera de “hacer política de Estado” ha causado numerosas vergüenzas y las sigue causando hoy, porque no ha cambiado.
Lo curioso fue que los falangistas de la extrema derecha (los de entonces; Macarena Olona tenía doce años y Abascal debía de estar en expectativa de destino, como de costumbre), pidieron el no. El anciano Girón de Velasco acabó del lado de los comunistas, aunque por motivos distintos. Los paleofranquistas de entonces sabían bien que, después de la intentona del 23-F, si el ejército español terminaba de engarzarse en la OTAN, cambiaría completamente y ellos dejarían de controlarlo desde la sombra. Eso era lo que quería Leopoldo Calvo-Sotelo. Salió bien, eso fue lo que pasó.
Aquellas bases que Franco había regalado a Eisenhower a cambio de que le permitiera permanecer en el poder. Que también fue lo que pasó
Los americanos eran los malos. Esa era la percepción mayoritaria entonces y para comprobarlo no hay más que ver el cine estadounidense de aquellos años. Y la OTAN eran los americanos, caramba, que pretendían controlar Europa con sus bases y sus soldados y sus aviones y la cocacola. Participábamos entonces de un pacifismo lírico y pasional, más afectivo que otra cosa, un poco post-hippy, según el cual lo que había que hacer era acabar con todas las guerras, ¡con todas!, y para eso había que empezar por acabar con los ejércitos. Así que OTAN no, bases fuera. Aquellas bases que Franco había regalado a Eisenhower a cambio de que le permitiera permanecer en el poder. Que también fue lo que pasó.
Nadie parecía caer en la cuenta, al menos entre nosotros, de que rusos y chinos seguían armados hasta los dientes y se reían muchísimo con aquel pacifismo nuestro tan flower power y tan peace and love. Y nos lo agradecían, cómo no. Siempre pensé que nos consideraban un poquitín gilipollas.
Y tampoco nadie supo ver que, apenas tres años después de aquel referéndum, la URSS colapsaría, se desharía en una docena y media de repúblicas y republiquitas, el Pacto de Varsovia (enemigo natural de la OTAN) se disolvería como un carísimo azucarillo en un vaso de vodka y la Alianza Atlántica dejaba, por tanto, de tener sentido. Eso pensamos. Si se mantenía era por pura maldad de los americanos, que nos tenían invadidos con los tanques y las bases. Y la cocacola.
Nadie pareció percatarse de que aquel sujeto impenetrable pretendía recuperar el “área de influencia” en Europa de la antigua URSS, los que durante décadas llamamos “países satélites”
Nadie se dio cuenta de que aquel tipo gélido y seco como un sarmiento que se había alzado con el poder en Rusia, Vladímir Putin, no pensaba en términos del siglo XXI sino del siglo XX. Que seguía encerrado mentalmente en la guerra fría, en sus sueños de la grandeza de Rusia, en enseñar los dientes a sus enemigos (¿qué enemigos? ¿Por qué seguían siendo enemigos?) y en el mapamundi partido en bloques inconciliables que se dibujó en Bretton Woods en 1944, cuando aún no había terminado la guerra mundial. Nadie pareció percatarse de que aquel sujeto impenetrable pretendía recuperar el “área de influencia” en Europa de la antigua URSS, los que durante décadas llamamos “países satélites”: un colchón territorial protector de su propio país. Eran ideas de los tiempos de Stalin, pero aquel individuo, el mayor benefactor de las mafias que ha existido en la historia, se las creía. Y eso nos convertía a todos los demás en sus enemigos. Con nuestro bienintencionado pacifismo a cuestas.
El avance de la OTAN hacia las fronteras de Rusia es una provocación intolerable y agresiva, dice Putin y dicen también algunas personas a las que quiero mucho. Perdone usted: no es así. La OTAN no avanza hacia ningún sitio. La OTAN no ha invadido ningún país. Son las naciones antiguamente vasallas de la URSS las que han decidido salirse de la órbita rusa e ingresar en la alianza occidental. Así lo han decidido libremente y Putin haría bien en preguntarse por qué. Cuando algunos de esos países intentaron “cambiar de lado” antes de tiempo (Hungría, 1956; Checoslovaquia, 1968), los soviéticos lo impidieron a cañonazo limpio. Algo que jamás ha hecho la OTAN, quizá porque aún falta el primer país europeo que decida abandonar el mundo occidental para ponerse al servicio de los rusos. Eso no se le ha ocurrido a nadie todavía.
Ha acordado reforzarse. Estaría bueno que no lo hiciese, con ese malnacido por ahí suelto destrozando a cañonazos a todo aquel que se niega a sometérsele porque el pobrecito “se siente amenazado”
Putin es el matón que exige países siervos, obedientes y sumisos, para no sentirse amenazado y no sacar los tanques. Lo hizo en Chechenia, lo hizo en Georgia, lo hizo en Crimea y ahora en Ucrania. Y eso con la OTAN ahí. Es preferible no pensar lo que habría sido de los búlgaros, rumanos, polacos, húngaros, checos o eslovacos, estonios-letones-lituanos, si la OTAN hubiese desaparecido, como tanto pedíamos aquí, peace and love. Putin es como el cínico maltratador que, mientras golpea a su mujer, le dice: “Miras a otros. ¿Por qué me haces esto? Me obligas a que te pegue, yo no quiero pero tú me obligas”. Es el argumento más asqueroso del mundo. En las relaciones personales y en las internacionales.
La OTAN acaba de celebrar en Madrid su reunión más importante en lo que va de siglo. Ha acordado reforzarse. Estaría bueno que no lo hiciese, con ese malnacido por ahí suelto destrozando a cañonazos a todo aquel que se niega a sometérsele porque el pobrecito “se siente amenazado”.
Nadie vivo para contarlo
¿Lo está? Yo creo que no, que nunca lo estuvo (militarmente, al menos) desde que llegó al poder, pero qué importa eso. Los que sí se sienten amenazados, y con todos los motivos, son sus antiguos países vasallos, los del Este europeo. Y también Suecia, que llevaba siendo neutral desde los tiempos de Napoleón.Y Finlandia, neutral desde que se libró de los rusos en 1940. Los dos países han pedido integrarse en la Alianza Atlántica. ¿Por qué? ¿Por jorobar a Putin? Obviamente, no. Se quieren integrar en la OTAN porque los que se sienten amenazados son ellos.
Y yo también, qué narices. Nada nos asegura que no estemos todos viviendo ahora mismo un prólogo de algo terrible, un drôle de guerre como el que vivió Francia desde septiembre de 1939 hasta el 10 de mayo de 1940, cuando Hitler desató el apocalipsis y abatió a la república francesa en seis semanas. Si eso llegase a suceder ahora –algo perfectamente posible–, la agresión duraría mucho menos tiempo y no quedaría nadie vivo para contarlo.
Así que ¿“OTAN no”, como hace treinta años? Pues ustedes sabrán disculpar, pero he cambiado de opinión. A la fuerza ahorcan, como decía mi abuela Delfina.
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