Dentro de un mes dará comienzo el esperado otoño político. Se ha especulado mucho a propósito de las mil y una conmemoraciones anunciadas por el separatismo, con las que buscará movilizar a los suyos e insuflar de moral a esa parte de la sociedad catalana que en algún momento confió en que sus representantes, hoy los más destacados están procesados por graves delitos, conseguirían la ruptura con el resto de España. El empeño en copar el calendario de jornadas históricas de las que valerse para caldear el los ánimos forma parte del talante de los impulsores del procés -véase cómo las últimas Diadas han sido utilizadas como pistoletazo de salida a una campaña electoral (2015) o como jornada lúdico-festiva (2017) para vestir de respaldo popular el golpe institucional de septiembre del año pasado-. Y, aunque los sectores independentistas todavía menos convencidos de volver a arremeter contra el Estado -el separatismo pragmático es un oxímoron- exijan no poner más fechas, lo cierto es que pronto volverán a establecer un horizonte concreto para la soñada independencia. Lo necesitan para ganar seguidores. Nadie se apunta, al cabo, a una carrera si no sabe dónde está la meta.
La huida hacia adelante, hace un año, de Puigdemont y compañía ha supuesto una crisis de convivencia de costes sociales -también económicos- incalculables y de difícil reparación
Fechas, en efecto, siempre han tenido para sus celebraciones. Este año tan sólo disponen de alguna más de notable importancia para ellos, como el 1-O. Pero no por ello deberíamos llamarnos a engaño: después de la embestida contra el Estado del año pasado, los otoños ya no son esa suerte de período de gracia en el que se decía “toca hablar de Cataluña” para hablar exclusivamente de los nacionalistas catalanes y de sus demandas. Ya no. El procés comenzó apropiándose del 11-S y utilizando esa fecha para convocar manifestaciones por la independencia. La reacción en la otra parte de la sociedad catalana podía ser de indiferencia por entender que aquello no iba con ellos, de disgusto por comprobar cómo se hablaba en nombre de Cataluña, o incluso de enfado por las consignas que se coreaban contra España. Hoy, lo que ha cambiado es que aquel rechazo a España se lee como lo que es: un rechazo a la mitad del demos catalán.
La huida hacia adelante, hace un año, de Puigdemont y compañía ha supuesto una crisis de convivencia de costes sociales -también económicos- incalculables y de difícil reparación, además del principal desafío para la democracia española. Pero también para el nacionalismo catalán ha sido un mal negocio, porque difícilmente va a encontrar en la mitad de los catalanes a quienes despreciaron, ignoraron y cuyos derechos pisotearon, una indiferencia cómplice ni una disculpa por apropiarse de su voz. Es probable que muchos catalanes no separatistas vieran en las demandas de independencia la expresión ideológica de sus conciudadanos y no las cosideraran una amenaza a la que contestar con contundencia. Como aquel ‘un sol poble’ que, se nos decía, buscaba una sociedad cohesionada. Los hechos de otoño, los de verdad, quebraron ese consentimiento implícito cuando el separatismo decidió sustituir su reivindicación por la negación de millones de catalanes.
La ciudadanía ha entendido que ni las instituciones catalanas, ni el espacio público, ni Cataluña son patrimonio exclusivo del nacionalismo
La lección está clara. La ciudadanía ha entendido que ni las instituciones catalanas, ni el espacio público, ni Cataluña son patrimonio exclusivo del nacionalismo. Y esa hegemonía en peligro es la que tratan de recuperar. De ahí el infame artículo de Joaquim Torra, Presidente de la Generalitat, aludiendo de nuevo a ese “como un solo pueblo contra el fascismo”, que dejó preparado antes de empezar el período estival. Hay que registrar ese texto, porque pone negro sobre blanco unos planes del todo antidemocráticos: hacer pasar por violento a todo aquel que se oponga a la presencia de simbología separatista es las instituciones para legitimar esa invasión partidista y, de paso, instar a la policía a actuar, incluso preventivamente, contra los catalanes que intenten retirarla. La persecución ideológica es una forma tan eficaz como totalitaria para conseguir, sí, un solo pueblo.
La identificación de 14 individuos que retiraban lazos el pasado sábado acredita las intenciones de Torra. Esa amenaza debería ser la principal preocupación del Gobierno de España si no quiere dejar en una nota al pie los hechos de otoño. De momento no cabe ser demasiado optimista. A las palabras del presidente catalán, que consideró oportuno lanzar la amenaza de “atacar al Estado” en pleno aniversario del 17-A, Carmen Calvo salió apresurada a quitar hierro y a acusar a los partidos de la oposición de tener un discurso radical (el de Torra, en cambio, solo es inaceptable). Teniendo en cuenta que para la vicepresidenta, según ha dicho, tanto el 9-N como el 1-O se los “hicieron” al anterior Gobierno y no al conjunto de las instituciones democráticas del Estado, es demasiado suponer que este Ejecutivo sabrá detectar cuándo es adecuado actuar para frenar al separatismo. Que hayan dejado pasar las actuaciones de la policía catalana sin siquiera toser es un error gravísimo.
Es demasiado suponer que este Ejecutivo sabrá detectar cuándo es adecuado actuar para frenar al separatismo
Y quizás no sea el primero. Porque da la sensación que a este Gobierno bonito le estorba que una parte de la sociedad catalana ya no tolere las apropiaciones de Torra como parece que sí están dispuestos a hacer los de Sánchez.
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