No recuerdo la fecha exacta. Debió ser algún jueves de la primavera de 2014. En el ‘Grupo Larra’ teníamos como invitado a Alfredo Pérez Rubalcaba, en ese momento, aunque ya por poco tiempo, secretario general del PSOE. No habíamos terminado el primer plato cuando sonó su teléfono. Masculló algo parecido a “perdón, pero esta la tengo que coger”, se levantó y mantuvo una breve conversación con su interlocutor. No habían pasado ni diez minutos y el teléfono del líder de la oposición volvió a reclamar su atención. Repetición de la jugada. Misma voz. Luego supimos que quien le llamaba era el presidente del Gobierno, Mariano Rajoy. Tiempo después también llegamos a conocer el motivo de aquellas inaplazables y breves conversaciones: ambos preparaban el terreno para la abdicación del rey Juan Carlos. De móvil a móvil, sin intermediarios.
Transcurridos cuarenta y dos años desde que se refrendara la Constitución, los momentos más fructíferos, los que en mayor medida han contribuido al progreso de España, han sido aquellos, más bien escasos, en los que el consenso y la lealtad institucional eran activos incuestionables, en los que por encima de la legítima e imprescindible confrontación política existía un territorio en el que se custodiaban los fundamentos esenciales de la democracia y el Estado de derecho, un territorio que, aunque hoy nos parezca increíble, llegaron a convivir el nacionalismo vasco y el catalán, la derecha y el Partido Comunista, sindicatos y empresarios. Un territorio hoy irreconocible por desatendido y cuya empalizada protectora amenaza ruina. Un terreno al que la falta de riego convierte cada nuevo día de sequía en más inhóspito e impracticable.
Es precisamente la actual situación de bloqueo institucional la culpable de que el objetivo de ocupación partidaria de las instituciones no sea en absoluto descartable
El creciente déficit de la, en otros tiempos, leal y ordinaria comunicación entre el presidente del Gobierno y el líder de la oposición es el factor determinante del lento pero persistente deterioro de los contrapesos institucionales que debieran garantizar el correcto reparto del poder en una democracia. Y como en política las casualidades son la excepción, para no equivocar el diagnóstico habrá que empezar por convenir que el agravamiento de la crisis de diálogo coincide con el acceso al poder de quienes sistemáticamente cuestionan el actual modelo de Estado y, con la silente complicidad del partido mayoritario, promueven desde posiciones ideológicas extremas la revisión de los equilibrios democráticos y el incremento de la representación partidista en todos los poderes del Estado. Y es precisamente la actual situación de bloqueo institucional la culpable de que el objetivo de ocupación partidaria de las instituciones no sea en absoluto descartable.
La no renovación de un Consejo General del Poder Judicial (CGPJ) con el mandato caducado hace dos años es la mejor noticia para los partidarios de cercenar la independencia del tercer poder del Estado mediante el nombramiento por mayoría simple, y sin necesidad de pacto transversal alguno, del gobierno de los jueces. Y es ese mismo argumento de fondo el que Pablo Casado debiera situar por delante de otros, meramente tácticos, a la hora de sopesar los pros y los contras de una decisión que permita desbloquear la renovación pendiente del Consejo. El presidente del PP tiene motivos sobrados para desconfiar, pero también debe preguntarse qué actitud perjudica más a sus intereses, si el desgaste del bloqueo o el derivado de que te tiren a la cara el obstruccionismo que fomenta la degradación de las instituciones afectadas.
Un precio asumible
Condicionar el acuerdo de renovación del CGPJ a la no intervención de Unidas Podemos en el proceso de selección, además de una premeditada ingenuidad sin apenas opciones de materialización, expone a Casado al justificado reproche de quienes ponen en duda la sinceridad de su giro al centro. Porque convertir en principio irrenunciable la previa exclusión de una formación política que forma parte del Gobierno, y está sostenida por una nada despreciable representación parlamentaria, no parece a simple vista posición compatible con una teórica vocación de partido abierto y liberal, y de paso alimenta el argumentario de los interesados en que un sector de la sociedad siga identificando al PP con los herederos de la derecha más retrógrada.
Se me dirá, y no sin razón, que abrir las puertas del Poder Judicial al partido de Pablo Iglesias, a quienes tienen la desfachatez de cuestionar desde el Ejecutivo la legitimidad de la monarquía parlamentaria que prometieron defender, a los mismos que han organizado con el independentismo una brigada de demolición del Estado, no es la mejor de las ideas. Y yo pregunto: ¿cuál es la alternativa? ¿Seguir asistiendo sin mover un dedo al proceso de descomposición de las instituciones? ¿Asumir un método de elección que convierta al Poder Judicial en brazo armado del poder político de turno? ¿Insistir en una estrategia que debilita lo que pretende fortalecer?
Casado tiene la oportunidad de convertir una aparente concesión en una pésima noticia para los detractores del actual modelo de Estado, basado en la separación de poderes
Casado no lo tiene fácil -su principal secante se llama Vox-, pero el camino que debe elegir no es el de la autodefensa táctica y cortoplacista, sino el del fortalecimiento de las instituciones. Que Podemos consiga colocar en el CGPJ a un representante, de un total de veinte vocales, es un precio perfectamente asumible si la contraprestación es un Consejo revitalizado, razonablemente distanciado de la pelea política y con el peso técnico y el sentido del deber necesarios para ejercer el esencial papel que la Constitución le tiene asignado. Casado no lo tiene fácil, y sin embargo es ahora, en este inquietante trance, cuando le ha sido otorgada la oportunidad de convertir una aparente concesión en la peor de las noticias para los detractores del actual modelo de convivencia; cuando se juega buena parte de su credibilidad como líder con trazas de hombre de Estado.
El camino no es vetar a Podemos sino blindar la autonomía de las instituciones y devolver a las que funcionan con respiración asistida todas sus capacidades. El camino de largo recorrido no es enredarse en una discusión sobre el indulto que exigen los secesionistas condenados, sino reforzar el papel de quienes van a cuestionar desde su recuperada influencia cualquier decisión contraria a los principios legales de prudencia y proporcionalidad. El camino no es alebrarse en la cuneta a la espera de que los electores catalanes no sean demasiado esquivos, sino poner ya encima de la mesa un puñado de nombres de prestigio e independencia de criterio, reconocidos y reconocibles, que desde el Consejo del Poder Judicial, el Constitucional (que tiene pendiente la renovación de un tercio de sus vocales y abordará la de otro tercio más en junio de 2022) y el resto de instituciones, recuperen la confianza en el funcionamiento del Estado de derecho y contribuyan a ahuyentar cualquier aventura rupturista.
Pablo Iglesias es un tipo tenaz. Ha frustrado cualquier intento de acercamiento del Gobierno a las fuerzas de la oposición; ha logrado que Ciudadanos diera la espalda a los Presupuestos del Estado. Su próximo objetivo es evitar que haya un acuerdo PSOE-PP que aborde la renovación institucional. Y, paradójicamente, Pablo Casado puede acabar siendo su mejor aliado.
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