Andamos todos efervescentes haciendo chistes sobre la apertura del Garibaldi, la taberna de Pablo Iglesias en Lavapiés. Unos están felices de que el político se haya reciclado en empresario y esperan que todo esto desemboque pronto en un amargo conflicto laboral como el que hizo famosa a La Bardemcilla. Otros, entre los que me cuento, venimos diciendo que hace ya tiempo su discurso solo tenía sentido en ese barrio-burbuja madrileño, del que surgió una generación de políticos que pensaban que podían gobernar un país sin necesidad de quererlo (destripe: no funcionó ni va a funcionar nunca, los votantes lo notamos enseguida). Iglesias no entendió España igual que no comprende los bares: el suyo lo anuncia como “solo para rojos” cuando lo mejor de ir de cañas y de copas radica en relacionarse con gente distinta, que te sorprende que exista. Por desgracia, Garibaldi no parece tanto un bar como una zona VIP para el progrerío premium (también trae a la cabeza el garito de Dinio en Puerto Banús).
El exvicepresidente, que soñaba con el sorpasso al PSOE, ha terminado acercando su estatus al del “chino facha”, hostelero de Usera que tiene el bar decorado con cabezas de toro, bustos de bronce de Franco y primeros planos de José Antonio Primo de Rivera. Ya hay quien fantasea con Chicote, rodeado por las cámaras, yendo a inspeccionar ambas cocinas para dictar sentencia sobre quién limpia mejor, como una guerra civil de la vitriocerámica. Solo queda montar un bar rojipardo, digamos el Pasolini, donde los parroquianos de Iglesias y del chino posfranquista puedan socializar con calma en busca de intereses comunes. Pero las guerras culturales nunca son tan literales, ni pueden quedar representadas por tabernas con vocación de parque temático. La verdadera trinchera está en los bares comunes y corrientes de cada uno de nuestros barrios.
Pablo Iglesias contra Ayuso
Al final la ganadora de esta batalla, hace ya dos o tres años, fue Isabel Díaz Ayuso con sus defensa rampante de la libertad en la apertura de bares y restaurantes durante la pandemia. Gran parte de su carisma se debe a que es la figura política que mejor ha comprendido un lema de Walter Benjamin: “ganar las fuerzas de la ebriedad para la revolución”. En este caso, para la revolución castizo-thatcherista que se inició en los años ochenta con la movida y culmina con su última mayoría absoluta. Chesterton defendía que la felicidad era una conversación sin límite entre jarras de cerveza y surtidos de queso, algo con lo que la mayoría de los madrileños estaremos de acuerdo, sin necesidad de leer al autor británico. Basta darse un paseo por cualquiera de nuestros barrios y pillar una terraza donde suenen Leiva, Los Rodríguez y Gabinete Caligari.
Los bares son más importantes de lo que parece, tanto para Ayuso como para sus enemigos
La batalla de los bares nunca se limita al eje izquierda/derecha. Las claves pueden buscarlas en los textos de Fernando Broncano, gran pensador de los espacios cotidianos. El izquierdista Broncano defiende que dejar que sustituyan los bares de barrio por franquicias es una derrota cultural en toda regla, ya que desaparecen los encargados que nos conocen desde adolescentes, sustituidos por un carrusel de jóvenes precarias que solo aguantan en la barra medio año, hasta que encuentran novio o un puesto fijo. Perdemos cada vez que la carta añade un plato chic subiendo el precio y perdemos también cada noche cuando suben el volumen del musicón para boicotear la conversación y que roten más las mesas. Broncano explica también que “la cultura obrera no es cantar a la revolución, sino irse de vinos juntos”, que en el fondo es lo que crea lazo social y construye un “nosotros” frente a un “ellos”. Los bares son más importantes de lo que parece, tanto para Ayuso como para sus enemigos, aunque Pablo Iglesias siga sin enterarse de nada.
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