Se ve que la epidemia del virus y sus graves secuelas de carácter económico y social estimulan la inventiva sobre recetas magistrales que, como nuevos bálsamos de Fierabrás, cubran las carencias de proyectos e iniciativas de algunos de los obligados a disponer de ellos por razón de las responsabilidades públicas asumidas libremente. Y ese es el caso de plantear una “resurrección” de lo que fueron los Pactos de la Moncloa de octubre de 1977, perfectamente justificados en aquella España preconstitucional, que nada o muy poco tienen que ver ni en el fondo ni en la forma con lo que procedería hacer en un país que dispone de Constitución desde diciembre de 1978, cuyo modelo es el del régimen parlamentario. En ese régimen el epicentro son las Cortes Generales donde los gobiernos de turno deben llevar sus propuestas para ser debatidas y, en su caso, aprobadas. Lo demás, me parece literatura arcaizante, escasamente democrática.
Conviene recordar que en España se celebraron unas elecciones generales en junio de 1977, al amparo de la denominada Ley de la Reforma Política que, inicialmente, entre sus objetivos no tenía el dotar a nuestro país de una Constitución. Sus propósitos eran hacer cambios graduales para establecer una democracia formal dentro del marco de aquella ley. Sin embargo, el resultado de dichas elecciones no fue el esperado: la Unión de Centro Democrático, que era el valedor principal de la reforma, no obtuvo la mayoría deseada, y, por tanto, se vio en la necesidad de trabajar en pro de una Constitución que era lo que defendían las restantes fuerzas políticas, con el PSOE a la cabeza de las mismas.
El jefe del Gobierno, Adolfo Suárez, consciente de ello, trabajó en esa dirección, sabiendo además que el PSOE prestaría su colaboración, pues no en vano contaban con el respaldo de las grandes potencias internacionales, singularmente los Estados Unidos, Alemania y Francia, preocupadas por la Revolución de Portugal en la que jugaban un papel importante el partido comunista y fuerzas afines. En plena Guerra Fría era muy arriesgado desde el punto de vista estratégico dejar que España se convirtiese, como poco, en un foco de inestabilidad económica y social en la Península Ibérica. Por tanto, había que poner los medios y la influencia necesarios para que eso no ocurriera.
El retraso en adoptar medidas no era debido a falta de capacidad e inteligencia que la había, y mucha, sino a la debilidad física del general Franco, lo que impedía decisiones enérgicas
La economía española era una de las pocas economías europeas que no había tomado medidas para enfrentar las consecuencias de la primera crisis del petróleo de 1973 y arrastraba desde entonces graves problemas en términos de inflación, con tasas de alrededor del 20% anual, y de competitividad. El retraso en adoptar medidas no era debido a falta de capacidad e inteligencia que la había, y mucha, sino a la debilidad física del general Franco, lo que impedía decisiones enérgicas como las adoptadas por otros países. De hecho, como se comprobó después, los grandes impulsores de los Pactos de la Moncloa formaban parte de la pléyade de economistas y monetaristas, desde Fuentes Quintana a Sardá Dexeus, que habían trabajado en el Plan de Estabilización de 1960 y en los Planes de Desarrollo indicativo que les siguieron.
En ese contexto, me parece que es fácil entender el que se recurriera a una fórmula singular que consistió en negociar fuera de unas Cortes bisoñas en la práctica democrática y parlamentaria los acuerdos imprescindibles para frenar la caída de la economía, aprovechando la circunstancia para incluir otros aspectos de carácter político y social que después serían trasladados a la Constitución. Salvando las distancias, se firmó en octubre de 1977 una especie de Pacto de San Sebastian, como el de agosto de 1930, para sentar las bases del nuevo régimen político. Esta vez el de la Transición.
El gran giro de Zapatero
Quiero decir con todo esto que ahora no es esa la situación. Formalmente, tenemos un Parlamento constituido recientemente y un Gobierno que acaba de llegar. También es cierto que la situación política española es bastante precaria e inestable, no lo vamos a repetir, y como consecuencia, las Cortes funcionan a medio gas, siendo benevolentes. De hecho, desde el aciago mes de mayo de 2010 en el que Rodríguez Zapatero se vio obligado a dar un giro copernicano a su política, España ha vivido bajo el imperio de los decretos leyes y parece que, de momento, no se vislumbran cambios en esa materia. Una anomalía importante que puede anticipar una crisis sistémica del régimen político, como le ocurrió a la República de Weimar con el abuso de los decretos por parte del canciller Brüning para obviar al parlamento y que, a la postre, abrieron el camino al nacional socialismo.
Probablemente, España, con esta crisis sobrevenida y con el cadáver de la que ya tenía a cuestas, tenga que plantearse ir a un nuevo orden constitucional para evitar que la crisis del Estado, que parece innegable, no arruine la democracia. Pero eso no obsta para recordar que es en los peores tiempos cuando los parlamentos deben recuperar su papel central y que son los gobiernos los obligados a presentar sus propuestas y que sean los grupos parlamentarios los que debatan sobre las mismas. Porque toda política que devalúe el Parlamento y que abuse de los decretos leyes o de fórmulas extraparlamentarias para diluir responsabilidades de los gobernantes es, a mi juicio, la negación del sistema político que se dice defender.
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