Esta España confinada cambia con gran celeridad. Estamos viendo cosas que nunca creímos que podríamos ver. Leticia Sabater se ha convertido en una escritora de éxito y Mariano Rajoy tiene tanta adicción al deporte que hasta se salta la reclusión para irse a correr. Esos son casos exagerados que atañen a personalidades extraordinarias sin duda acostumbradas a sucesos singulares en sus vidas, pero existen unos cambios forzados por el confinamiento que afectan al resto de los mortales, aunque seamos más insignificantes que las dos figuras citadas. Una de esas metamorfosis obligatorias es que los padres también tienen que ser profesores.
Todas las familias se parecen pero cada una lleva el enclaustre a su manera. Quienes tenemos hijos muy pequeños nos hemos convertido en una suerte de animadores sociales comprados en el mercadillo. No podemos suplir a las añoradas profes de las guarderías y hacemos lo que podemos. Básicamente, jugamos sin parar. Cuando los juegos se agotan, siempre nos queda hacer el tonto para provocar las risas del mocoso. Por suerte para mi pareja, a mí lo de hacer el payaso siempre me ha gustado y no se me da mal del todo. Además, tenemos unas cuantas actividades que nos socorren a través de las pantallas como los dibujos animados, los cuentacuentos, el Circo del Sol o los titiriteros, pero de eso hablaremos otro día.
Más crudo lo tienen esos padres de niños algo más mayores o adolescentes. Hijos en edad escolar, para ser precisos, a los que tienen que ayudar a estudiar. Esos progenitores tienen que convertirse en maestros o profesores. Tienen que serlo cuando realmente no lo son ni pueden lograrlo, así que como mucho aspiran a aparentarlo. Compaginar el papel de educador sustituto con el trabajo resulta harto complicado según me cuentan algunas parejas que viven al borde de la desesperación por diferentes motivos -falta de tiempo, falta de preparación, falta de espacio, falta de medios- .
Compaginar el papel de profesor sustituto con el trabajo resulta harto complicado según me cuentan algunas parejas que viven al borde de la desesperación por diferentes motivos
Los progenitores se están enfrentando a una toma de decisiones permanente sobre asuntos que jamás imaginaron. Lo primero fue elegir habitación para este simulacro de clases. Los que tienen varias criaturas tuvieron que escoger también si los juntaban o separaban para estudiar y decidir cómo repartían el ordenador (no todos los padres pueden permitirse que cada hijo tenga uno y en algunos hogares ni siquiera hay) para asistir a las clases virtuales. ¿Cómo los vigilamos para que sí estudien? ¿Les quitamos el móvil (porque eso sí tienen todos) durante las horas de clase? ¿Cómo nos repartimos el tiempo para ayudarles? Y así un interminable etcétera que ya se convierte en verdadera locura en las familias monoparentales.
Si la cosa es complicada teniendo en cuenta la perspectiva de los padres que de repente se tienen que ocupar de cosas de las que nada saben, imaginen cómo será la cosa desde el punto de vista de los hijos. Porque para ellos tampoco debe ser fácil adaptarse a que sus padres se conviertan de súbito en sus profesores, cuando es obvio que el respeto, la autoridad y la confianza varían sobremanera en ambos ámbitos. Los dos pilares básicos de su educación, escuela y hogar, fusionados por obligación en mitad de una reclusión sin precedentes. O, dicho claramente, esto supone un cacao mental importante para esos jóvenes que ahora celebrarán su aprobado general, sí, pero que puede que después tengan que lamentarlo.
Es evidente que los padres no pueden llenar el vacío que dejan maestros y profesores. Como ya comentábamos en el caso de las educadoras de las guarderías, estas profesiones están empezando a ser valoradas como merecen. La tópica y habitual crítica a los profesores por sus insultantes vacaciones o la también típica y absurda creencia de que "el que vale, vale, y el que no enseña" también se están transformando en admiración o hasta idolatría hacia los educadores por su trabajo, en general, y por su paciencia, en particular.
Muchos se tienen que adaptar a las clases virtuales que no se estilaban en sus centros educativos. Y la mayoría comprueba que la nueva forma de impartir la materia les lleva más tiempo que antes
La pesadilla para los padres no se traduce en placer para los profesores. Antes al contrario, porque la mayoría de profesionales de la educación está trabajando durante el confinamiento más que nunca. Muchos se tienen que adaptar a las clases virtuales que no se estilaban en sus centros educativos. Y la mayoría comprueba que la nueva forma de impartir la materia -grabar clases, conectarse con los alumnos, adaptar las actividades y corregirlas, trabajar de forma individualizada según las necesidades de cada estudiante- les lleva más tiempo que antes. Si no se lo tragan, pregunten. Para colmo del enredo, en no pocos institutos reciben quejas de los padres porque ellos o sus hijos no tienen tiempo para ocuparse de tantas tareas escolares.
Como a estas alturas ya parece complicado que los colegios e institutos vayan a reabrir sus puertas este curso, sólo queda armarse de paciencia. Les recomiendo pensar que si Leticia Sabater puede vender libros (escribirlos ya es otro cantar) y Mariano Rajoy puede ser runner, cualquier padre puede transformarse temporalmente en profesor y cualquier profesor puede impartir las clases virtualmente. Al menos, hasta que las aguas vuelvan a su cauce.
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