Una de las consecuencias políticas de calado que puede acabar provocando la sucesión encadenada de anomalías que viene sufriendo nuestro país -crisis económica-ausencia de reformas-rebelión nacionalista-debilidad institucional-fragmentación partidaria-, es la desaparición de formaciones de izquierda nítidamente constitucionalistas. De producirse algo así, estaríamos ante la definitiva ruptura del modelo de convivencia que, con grandes dosis de generosidad, este país puso en marcha en 1978. Dicho de otro modo: enfrentaríamos una realidad desconocida que declinaría el pacto generacional y pondría en riesgo la viabilidad del Estado tal y como lo hemos entendido hasta ahora, esto es, como proyecto común y solidario de todos y cada uno de los territorios que lo componen.
¿Estamos en un escenario remotamente parecido a este? Formalmente, la respuesta más desapasionada sería que no, pero en este preciso minuto, y a la vista de una negociación de llamativa opacidad y sobre la que recaen sospechas de cesiones incompatibles con los conceptos de igualdad interterritorial y lealtad institucional, lo alarmante es que tal hipótesis haya dejado de pertenecer al terreno exclusivo de lo absurdo para convertirse en algo no descartable. Y es que ya no se trata únicamente de que el Partido Socialista, arrastrado por su homónimo catalán, haya flexibilizado sus posiciones federalistas para acercarse a la más delicada frontera de lo confederal; es que Esquerra Republicana no se puede permitir un acuerdo que no transgreda en algún aspecto esencial no ya el espíritu, sino la letra de la Constitución.
Lo alarmante es que la hipótesis de una negación táctica de la legalidad constitucional haya dejado de pertenecer al terreno exclusivo de lo absurdo
"No aceptaré debate alguno sobre la autodeterminación, los indultos y la soberanía nacional". Esto afirmaba no hace mucho Emiliano García Page, no sé si fruto de un arrebato de ingenuidad o afectado por un sorpresivo ataque de raro cinismo, algo aparentemente incompatible con la rectilínea conducta del presidente castellano-manchego. ¿De qué se supone que según García Page están hablando Rufián, Vilalta, Ábalos y Lastra? ¿De la mejora del menú en la cárcel de Lledoners? ¿Qué hará García Page si al final su secretario general accede a abrir el melón de la autodeterminación? ¿Qué harán Lambán, el diluido Fernández Vara o la alicaída Susana Díaz si se acuerda la creación de una mesa negociadora que aborde la posible convocatoria de un referéndum siguiendo el modelo escocés? ¿Serán capaces de mantener lo dicho hasta ahora o plegarán sus principios a las necesidades del general secretario?
No son estas cuestiones menores, ya que de su desenlace no solo depende la formación de un Gobierno, sino muy probablemente el futuro de un proyecto que arrancó en 1979 y que ha sabido adaptarse al paisaje mejor que ningún otro (hasta el punto de llegar a afirmarse, con bastante fundamento, que el PSOE era el partido que más se parecía a España). Más aún, puede que no exageren quienes aseguran que, en esta delicada coyuntura, lo que se está jugando Pedro Sánchez es el futuro de la nación. En todo caso, lo que Sánchez está poniendo en riesgo en esta negociación es, cuando menos, la identificación de unas siglas -y la credibilidad de las mismas- con un sector hasta ahora central de la ciudadanía española. Y el riesgo es elevado, tanto como la tentación de aceptar lo inaceptable.
Sánchez no puede permitirse una nueva repetición electoral. Sería, esta vez sí, su tumba política. Junqueras, con la vista puesta en Cataluña, lo sabe y aprieta
Al ceder a Oriol Junqueras el papel de guardagujas, Sánchez se ha situado en una posición subalterna en absoluto conciliable ni con el interés de su partido ni con el general del país. De ahí los silencios, la opacidad y los comunicados indescifrables. Junqueras no tiene prisa; más aún, la prisa es hoy el peor de sus aliados. Su objetivo es ganar las elecciones en Cataluña y no hará nada que pueda poner tal cosa en riesgo. Arrebatar a Puigdemont y a Torra el control de la Generalitat es su prioridad, y lo del Gobierno de Madrid es más cuestión de marketing que de necesidad real. Tiene, eso sí, un valor instrumental, en tanto que puede coadyuvar a alcanzar la finalidad principal.
Pedro Sánchez no puede permitirse una nueva repetición electoral. Sería, esta vez sí, su tumba política. Junqueras lo sabe y aprieta (y no le hace ascos a un Ejecutivo del PP que, según su estrategia de medio-largo, podría acelerar las adhesiones a la causa independentista). Casado lo sabe y no se mueve. Los barones del PSOE lo saben y en su mayoría callan. Confían (¿confían?) en el plan B. Pero, ¿y si no hay plan B? ¿Y si a estas alturas el único plan posible para devolver al partido a la senda de la centralidad es cambiar de caballo? Page, Lambán, Díaz, Vara: ¿hay de verdad alguien ahí?
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