El nacionalismo catalán y su corolario lógico, el separatismo, se caracterizan por su proverbial victimismo y su autoproclamada irresponsabilidad ante el mundo. Todo lo malo que ocurre en Cataluña -en la Cataluña que los nacionalistas llevan más de cuatro décadas gobernando- es culpa de los demás, sobre todo de Madrid, ese ente abstracto y maléfico causante de todos los males de Cataluña.
Ni que decir tiene que ese discurso pueril que trata a la sociedad catalana como si fuera un párvulo está en la base de la decadencia de Cataluña, que desde 1980 ha pasado de ser la indiscutible locomotora económica y cultural de España -con un PIB muy por encima del de la Comunidad de Madrid- a verse ampliamente superada por Madrid en términos absolutos y, también, por el País Vasco y Navarra en PIB per cápita.
Cataluña, mi tierra, acumula en los últimos años récords negativos en ámbitos tan importantes para el progreso de una sociedad como la educación -véase el desastre del informe PISA- o las listas de espera en Sanidad, por no hablar de la calamitosa gestión del agua que recrudece sobremanera los efectos de la ya de por sí severa sequía.
Cataluña se haya convertido, bajo la férula del separatismo, en un lugar cada vez más inhóspito para el ciudadano que aspira a algo tan básico como vivir en libertad
El relato fatalista
Sin embargo, semejante declive parece no tener fondo, porque la omnímoda hegemonía del nacionalismo en Cataluña ha resultado, en general, en una opinión pública anestesiada que blinda frente a la crítica a los responsables del destrozo. Y no solo eso, sino que además atrofia la iniciativa individual de quienes se acomodan al relato fatalista del nacionalismo y, a menudo, empuja a quienes se resisten a asumirlo a abandonar Cataluña en pos de un entorno políticamente estable y jurídicamente seguro. Madrid está lleno de catalanes exitosos que, sin renegar en absoluto de su catalanidad, lamentan que Cataluña se haya convertido, bajo la férula del separatismo, en un lugar cada vez más inhóspito para el ciudadano que aspira a algo tan básico como vivir en libertad y en pie de igualdad con el resto de los españoles.
Con todo, siempre he creído que el futuro no está escrito y que Cataluña no está fatalmente destinada a fundirse al calor de la propaganda hispanófoba del nacionalismo, sino que es posible revertir la decadencia y recuperar el prestigio de Cataluña en el conjunto de España y en el mundo. Cataluña puede volver a ser locomotora de España si los catalanes somos capaces de renovar la idea orteguiana de España como proyecto sugestivo de vida en común.
La España caciquil
Pero, para ello, lo primero que hay que hacer es dejar de tratar a los políticos nacionalistas como a niños consentidos a los que, en última instancia, siempre se les acaba dando la razón para que no se enfaden y rompan la baraja. Así solo se prolonga la caída. Cataluña no recuperará su esplendor con el Gobierno de España sometiéndose al chantaje de quienes nos han traído hasta aquí, sino precisamente pasando definitivamente la página de Puigdemont, la más negra -por decirlo en palabras preelectorales de Sánchez- de la historia reciente de Cataluña, tanto más ominosa cuanto más sabemos de sus relaciones con la Rusia de Putin.
Yo reivindico el derecho de todos los españoles a gritar ¡Viva Cataluña! en favor de una Cataluña diferente de la Cataluña decadente del separatismo
Con ese objetivo trabajamos los diputados catalanes del PP en el Congreso, codo a codo con nuestros compañeros en el Parlament y en el Parlamento Europeo. Así, igual que Joan Maragall reivindicaba su derecho a gritar con entusiasmo Visca Espanya! en aras de una España diferente a la España caciquil de principios del siglo XX, yo reivindico el derecho de todos los españoles a gritar ¡Viva Cataluña! en favor de una Cataluña diferente de la Cataluña decadente del separatismo. Lo dicho: Visca Espanya! y ¡Viva Cataluña!, que, mal que le pese a Sánchez, es mucho más que Puigdemont, Junqueras y compañía.
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