Cuenta la leyenda que cuando Harry S. Truman, presidente de los Estados Unidos, se enteró que su Dwight D. Eisenhower había ganado las elecciones para sucederle, comentó con sorna: “Se sentará aquí y dirá: ¡haced esto! ¡haced aquello! Y no sucederá nada. Pobre Ike. Esto no se parece nada al ejército. Le parecerá muy frustrante.”
El comentario es probablemente apócrifo, pero tiene bastante de cierto. Estos días en que el líder del mundo libre ha llegado a la Casa Blanca en no poca medida en base a su reputación como CEO y gestor, vale la pena recordar que aunque el presidente de los Estados Unidos tiene en sus manos un poder y responsabilidad gigantescas, para ejercerlo no basta con dar órdenes. El trabajo de un gobernante tanto en Estados Unidos como en cualquier democracia avanzada es completamente distinto al de un general o el jefe de una empresa. Su capacidad para conseguir que algo suceda depende más de su talento para construir consensos y calibrar rivalidades que de su decisión o su identidad como hombre de acción.
Un Estado moderno es una organización muchísimo más compleja que cualquier empresa multinacional, por grande que sea
Empecemos por lo obvio: un estado moderno (o una comunidad autónoma, o una ciudad grande) es una organización muchísimo más compleja que cualquier empresa multinacional, por grande que sea. La empresa más grande del mundo por volumen de ingresos, Walmart, facturó 482.000 millones de dólares el año pasado, con más de 2,3 millones de trabajadores en plantilla. Esta cifra es comparable al PIB de Cataluña y Madrid juntas, una cantidad de dinero absolutamente descomunal. La complejidad logística y organizativa de una compañía de este tamaño requiere una talento y competencia tremendos. El éxito de Walmart es, por encima de todo, el triunfo de la logística y organización.
Comparado con la tarea de un gobierno, sin embargo, lo que hace Walmart es relativamente sencillo. Es una empresa que compra productos a proveedores, negocia precios, los envía en flotas de barcos, trenes, aviones y camiones por todo el mundo y los vende a consumidores. En esencia, tienen un trabajo, comprar barato y vender caro, moviendo cajas de A hasta B. El volumen es excepcional, pero tienen un trabajo, y clientes que hacen una cosa, comprar productos.
Miremos, sin embargo, una administración como la Comunidad de Madrid. El gobierno regional tiene muchos menos clientes que Walmart, una empresa que si fuera un país estaría cerca de entrar en el G20 por volumen de negocio, pero sus responsabilidades son infinitamente más variadas. Cristina Cifuentes debe supervisar cosas tan variadas como el transporte de un área metropolitana de más de seis millones de personas, ejercer como empresa de seguros de salud para seis millones cuatrocientos mil potenciales pacientes, gestionar la educación de un millón trescientos mil niños y jóvenes, atender a las necesidades de más de dos millones de jubilados, proteger más de tres mil kilómetros cuadrados de espacios naturales, supervisar el suministro de agua potable a dos millones largos de hogares y mantener el orden público para que toda esta gente no se maten entre ellos.
La variedad de tareas de un gobierno regional, y la gigantesca complejidad de todas ellas, hacen que Walmart parezca un juguete sencillo
Todo esto debe hacerlo, además, a la vez que intenta conseguir que sus ciudadanos están contentos, tienen trabajo y prosperan aceptablemente, trabajando en cooperación (en un día bueno) con decenas de municipios, un gobierno central que hace lo que quiere y sujeto a los desvaríos de sus compañeros de partidos, socios de coalición, protestas ciudadanas y el resultado del Real Madrid del sábado. La variedad de tareas, y la gigantesca complejidad de todas ellas, hacen que Walmart parezca un juguete sencillo.
Un gobernante, además tiene el problema adicional que todo el mundo es cliente suyo. Walmart es gigantesca, pero puede permitirse el lujo de ignorar a dos tercios de la población de Estados Unidos que no entrarán en un Supercenter más que por motivos de extrema necesidad. Cifuentes o Puigdemont no pueden hacerlo. Todos los catalanes y madrileños son “clientes” (forzosos) del gobierno regional, y todos han pagado por servicios recibidos. El servicio de atención al cliente de Walmart no debe perder el tiempo intentando complacer a aquellos que les odian. Los votantes catalanes y madrileños están ahí siempre, y deben siempre recibir servicios.
Por muy bien que un hipotético hombre de negocios entienda como funciona la economía, los instrumentos que tiene en sus manos son mucho menos ágiles o funcionales que los que tendría como CEO
La dificultad del trabajo de un gobernante en un Estado moderno va más allá de su enorme rango. En muchas de sus actuaciones, un gobierno tiene un control más o menos indirecto sobre los resultados de sus políticas públicas. Cifuentes o Puigdemont pueden trabajar muy duro para generar crecimiento económico, pero no pueden ordenar a nadie que cree más empleo. El control que tiene un gobierno sobre la economía no es trivial, pero a corto plazo la capacidad de un primer ministro o presidente es muy limitado. Por muy bien que un hipotético hombre de negocios entienda como funciona la economía, la realidad es que los instrumentos que tiene en sus manos son mucho menos ágiles o funcionales que los que tendría como CEO.
Todas estas complejidades palidecen con el componente político en el trabajo de un gobernante. En Estados Unidos, el presidente realmente tiene poco poder institucional directo. Cualquier cambio institucional o política económica medio seria requiere de la aprobación de nuevas leyes, y eso pasa necesariamente por conseguir mayorías en el congreso. Por desgracia para el presidente, el procedimiento legislativo en un legislativo bicameral con partidos políticos poco disciplinados como es el que tiene Estados Unidos es complicado, farragoso y bizantino en un día bueno, y poco menos que kafkiano a poco que el presidente esté en minoría, sea impopular o los legisladores tengan ganas de marcha. Cualquier acción de gobierno requerirá a partes iguales ideas claras, flexibilidad mental, capacidad de encontrar ideas de consenso que puedan satisfacer a todas las partes implicadas en el proceso y voluntad de entender procesos legislativos complicados y reglamentos confusos llenos de requerimientos extraños. En esta clase de batallas, ser un tipo decisivo que da órdenes claras y directas no sirve absolutamente de nada; el congreso no funciona a base de pegarle gritos.
Los primeros ministros, además, deben ser capaces de mantener a su partido contento; históricamente la mitad de ellos pierden el cargo a manos de rivales de su propia formación, no en las urnas
Incluso en sistemas políticos con legislativos menos obtusos como es el caso de los gobiernos europeos, un primer ministro pocas veces llega demasiado lejos gracias a su capacidad de tomar decisiones y dar órdenes a subalternos. El estado natural de los sistemas parlamentarios son los gobiernos de coalición o gobiernos en minoría, así que cualquier decisión exigirá negociaciones con presuntos socios de gobierno para sacarlas adelante. Los primeros ministros europeos, además, deben ser capaces de mantener a su partido contento; históricamente la mitad de ellos pierden el cargo a manos de rivales de su propia formación, no en las urnas. Las negociaciones serán más discretas, pero también deberán buscar consensos.
Queda, además, la burocracia. Un Estado moderno necesita burocracia; sus responsabilidades son inmensamente complicadas, y una burocracia profesional, permanente, con procedimientos y reglas estandarizadas y codificadas es la mejor manera de llevarlas a cabo. Por muy necesaria que sea, los políticos se enfrentan a dos problemas serios. Primero, ellos están de paso, mientras que los funcionarios permanecen. Un estado moderno es un ente poco menos que inmortal que no depende de su capacidad para ganar dinero para sobrevivir; los burócratas están ahí desde el amanecer de los tiempos, y conocen mucho más sobre cómo funcionan las cosas que el político o ministro de turno.
El trabajo de un político requiere una combinación de amor por el papeleo, paciencia, persuasión, tozudez y capacidad de construir consensos que un CEO raramente va a necesitar en su empresa
Segundo, como toda institución que lleva unas cuantas décadas (o siglos) funcionando, la burocracia a menudo tiene pocas ganas de cambiar cómo trabaja, y tienen mucha más práctica que cualquier político en el juego de poner trabas, pegas e informes por triplicado a cualquier intento de reforma. El CEO de una empresa puede despedir empleados rebeldes y fichar a otros con experiencia en un competidor que le ayuden a hacer las cosas. Un político no puede recurrir a la burocracia francesa para que le ayuden a convencer a los funcionarios de fomento a que se porten bien. De nuevo, el trabajo de un político requiere una combinación de amor por el papeleo, paciencia, persuasión, tozudez y capacidad de construir consensos que un CEO raramente va a necesitar en su empresa.
¿Son los políticos mejores organizadores entonces que un CEO brillante? No, en absoluto. Es muy posible que un primer ministro brillante fuera incapaz de vender iPhones o juguetes fabricados en China de forma medio decente. El motivo no es que los políticos sean tontos, sino que simplemente las habilidades, virtudes y talento que hacen de alguien un buen político no son absoluto comparables a las que hacen de alguien un buen empresario. Es posible que alguien sea bueno haciendo ambas cosas, pero es poco probable.
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