Opinión

Un país pobre e irrelevante

Las elites europeas llevan semanas enfrascadas en intensos juegos florales tratando de describir el mundo que viene después de la gran catástrofe. El mínimo común denominador de esa hojarasca otoñal

Las elites europeas llevan semanas enfrascadas en intensos juegos florales tratando de describir el mundo que viene después de la gran catástrofe. El mínimo común denominador de esa hojarasca otoñal es la conclusión de que “ya nada será igual”. Se habla del fin del monopolio de Occidente sobre la historia, la cultura y la economía del planeta. Y, dentro de ese monopolio, se apunta al fin del liderazgo que Estados Unidos ha ejercido a nivel global desde el final de la Segunda Guerra Mundial, con una tercera pata referida a las exequias de la globalización desregulada o salvaje. Hay, sin embargo, quien piensa que el mundo cambiará muy poco, si por poco se considera la consolidación de China como epicentro del mundo, suplantando un siglo de hegemonía norteamericana y reduciendo Europa a ese tópico lugar lleno de bellos museos y magníficos festivales de música veraniegos, al estilo de Salzburgo o Bayreuth. Nuestro mundo seguirá igual, pero peor. Cuánto peor dependerá de la capacidad de cada país para enfrentar la recuperación sobre la base de unas instituciones sólidas, una sociedad cohesionada y un Gobierno con probada capacidad de gestión. Sumida en una crisis de autocomplacencia desde hace tiempo, Europa afronta un futuro muy preocupante, probablemente con una UE a dos velocidades, los países del centro y del norte por un lado, y los países del sur, un poco dejados de la mano de Dios, por otro.

El cambio más notable que el coronavirus ha puesto en evidencia es el descuelgue de Francia del bloque de los países del norte, campeones del trabajo, el esfuerzo y la ortodoxia económica, y su inclusión de hoz y coz entre los países del área mediterránea, bloque del que había escapado a partir de 1945 gracias a la determinación de De Gaulle y Pompidou por meter en cintura a los franceses. Y si Francia ha bajado varios peldaños, qué decir de España. España saldrá de la gran depresión causada por la covid-19 convertida en un país pobre e irrelevante. Un país marginal en el concierto del mundo desarrollado. La pandemia se ha comportado como un cedazo capaz de filtrar la riqueza entre las naciones, fortaleciendo a los fuertes y debilitando a los débiles. España lleva muchos años sin proyecto de país. Vivió la borrachera de la burbuja inmobiliaria y el dinero barato pensando que esa fiesta, entreverada de corrupción galopante, iba a ser eterna. El estallido de la burbuja y la consiguiente crisis financiera mandó a millones al paro, recortó el patrimonio de muchos y nos hizo a todos más pobres. De la crisis se salió tras un ajuste doloroso, para enlazar después unos años de crecimiento que no fueron aprovechados para sanear de una vez las cuentas públicas. Sin proyecto de ninguna clase. Sin reformas, políticas o económicas. Sin una economía competitiva. Sin aparato industrial. Sin inversión en investigación. Sin un proyecto educativo centrado en la búsqueda del talento. Con los partidos convertidos en estructuras piramidales cerradas, mafias controladas por un jefe con poder omnímodo.

De la cúpula de esos partidos ha salido en los últimos tiempos un idiota peligroso como Zapatero, un vago pusilánime como Rajoy y un aventurero sin escrúpulos con tendencias autócratas como Sánchez. El peor Gobierno para hacer frente a la peor de las crisis. No es nada extraño que democracias consolidadas como las de Alemania, Suecia, Holanda, Corea del Sur o Taiwán, países con instituciones políticas respetadas, finanzas públicas saneadas, una industria poderosa, una notable inversión en nuevas tecnologías y una fuerte cohesión social, hayan respondido mucho mejor en la lucha contra la pandemia que países como España, Francia o Italia. El episodio de la negativa del Gobierno a permitir pasar de la fase 0 a la fase 1 a la Comunidad de Madrid, sin explicar quién ha tomado esa decisión y qué criterios científicos o sanitarios se han incumplido, demuestra el grado de desvarío por el que atraviesa un país con un Gobierno jaleado por la mitad de la sociedad y denostado por la otra.   

España lleva muchos años sin proyecto de país. Vivió la borrachera de la burbuja inmobiliaria y el dinero barato pensando que esa fiesta, entreverada de corrupción galopante, iba a ser eterna

Si Francia está llamada a convertirse en una réplica de Italia, un país reacio a cualquier tipo de reformas, aferrado a un Estado del bienestar cuyo mantenimiento se traga anualmente el 56% del PIB (41% en el caso de España), un país a merced de los mercados financieros a los que tendrá que pedir este año entre 700.000 y 800.000 millones, España, con la mitad del PIB francés, se dispone a afrontar la prueba con unos niveles de déficit y de deuda injustificables tras años de expansión, situación agravada por el aumento del gasto público realizado por el Ejecutivo en los últimos dos años. Nuestro país entra en la crisis sin margen de maniobra fiscal y con sus cuentas públicas abocadas a un creciente deterioro por culpa tanto de la caída de ingresos como por el incremento del gasto, discrecional y estructural, en buena parte generado por la necesidad de combatir las consecuencias sociales de la pandemia. La hipótesis de una quiebra financiera del Estado no es en absoluto descabellada. Con los mercados poco proclives a comprar bonos soberanos españoles dada la situación de nuestras variables macro, las únicas fuentes de financiación se reducen a dos: la compra de deuda pública por el BCE y los programas de ayuda que ponga en marcha Bruselas. Total dependencia del exterior. De la caridad ajena. Con la evidencia de que cualquier línea de financiación comunitaria que se arbitre llevará inapelablemente aparejada la condicionalidad de un plan de ajuste que supondrá recortes del gasto en todos los rubros del Presupuesto y pérdida generalizada del nivel de vida.

Una mente libre y un mercado libre

Un panorama que aún podría agravarse, y probablemente se agravará, si el Gobierno cayera en la tentación, que seguro caerá, de reducir el déficit mediante subidas de impuestos, lo que no haría sino deprimir aún más la demanda agregada y retrasar la salida del túnel. En definitiva, aumentar el número de pobres, que tal vez es lo que persiga el tándem Sánchez-Iglesias para apuntalar su poder en el horizonte de un país empobrecido y privado de libertades. Es la alegría que transmite una ministra de Trabajo, comunista ella, anunciando encantada que ya se ha alcanzado “un total de 5.197.451 prestaciones pagadas, cifra histórica que revela el incremento de la protección social articulada por este Gobierno”, orgullosa de tener a no sé cuántos millones de trabajadores, y los que vendrán, mamando de las ubres del Estado. Es la pasión de este Gobierno por regar con subvenciones al mayor número de colectivos, por convencer a las víctimas de los planes educativos de que se puede malvivir con una renta mínima que te abona el Estado sin dar palo al agua. Es la prisa por cambiar el censo para que los okupas puedan también cobrar su paguita. Es la ideología de un Gobierno que prohíbe los despidos, como si con ello fueran a evitar la escalada de las tasas de paro. Es la negación de la sentencia de Ayn Rand según la cual “una mente libre y un mercado libre son corolarios mutuos”.

Pero el dinero público no es infinito y tampoco pende de los árboles como las cerezas. España, que lleva perdiendo peso específico entre el mundo desarrollado desde los atentados del 11-M, saldrá de esta gran crisis como un país irrelevante, una nación de segundo nivel, con paro crónico, deuda pública impagable y dependiendo casi en exclusiva de un turismo cuya recuperación será más difícil tras el aumento del proteccionismo, la caída de los intercambios comerciales y los problemas de las líneas aéreas. Es el resumen de un tsunami en forma de pandemia que sorprendió a España con las defensas muy bajas: decenas de miles de muertos, centenares de miles de euros de desajuste presupuestario y el peligro de un estallido social en el momento en que las expectativas de quienes pretenden vivir sin trabajar se vean defraudadas. Un riesgo a la vuelta de la esquina.  

España saldrá de la pandemia con la herida emocional de sus miles de muertos a cuestas y terminará saliendo también de la recesión irrelevante y empobrecida

Hablar de que España necesitaría recuperar un cierto espíritu de la Transición, el estado de ánimo colectivo que hizo posible los Pactos de la Moncloa y un texto constitucional que ha permitido el mayor periodo de paz y progreso de toda nuestra historia, podría sonar a música celestial en el punto muerto en que nos encontramos y con el Gobierno que nos mal gobierna. Resulta imposible hallar ahora los mimbres necesarios con los que tejer un cesto siquiera parecido. Desolación. Al final, un Gobierno es reflejo de la sociedad que lo elije, de los 6,8 millones que votaron a Sánchez el 20 de noviembre pasado, y de los 3,1 que siguieron depositando su confianza en el marqués de los pobres instalado en las verdes praderas de Galapagar. El argumento vale también para los 7,94 millones que votaron Rajoy el 26 de junio de 2016, sabiendo desde noviembre de 2011 lo que había en esa cabeza.

España saldrá de la pandemia con la herida emocional de sus miles de muertos a cuestas y terminará saliendo también de la recesión, si bien irrelevante y empobrecida. Lo realmente difícil será ganar el futuro con la sociedad conformista y anestesiada que compartimos, sociedad devota del estatismo, que aspira al aprobado general sin estudiar y a la paga sin trabajar, y a la que importa un comino la libertad, su libertad, porque nunca ha pensado hacer uso de ella. Una sociedad así solo se levanta tras generaciones de gente educada en la libertad del pensamiento crítico. Y eso, como ya sabían nuestros regeneracionistas, no es tarea fácil.

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