Opinión

País Vasco: el riesgo de la catalanización

La verdadera preocupación es que algún día, y para esquivar las propias culpas, el PNV de Urkullu deje paso al de Egibar, como dejó paso la CiU de Artur Mas al PDeCAT de Puigdemont

Hace escasos días, cuando el Gobierno vasco todavía seguía mirando en dirección opuesta al humo que ubicaba el vertedero de Zaldibar, escuché por boca de un relevante personaje de la política de aquellas tierras una frase tan contundente como innegable: “El PNV no sabe mover el árbol; sabe coger las nueces. Antes el árbol lo movía ETA; hoy lo mueve el independentismo catalán”. Ya es mala suerte que en las proximidades de unas elecciones, convocadas anticipadamente para arrasar en las urnas, te condenen por corrupción -y nada menos que a trece años de cárcel- a un dirigente del partido (el caso De Miguel, también conocido como la “Gürtel del PNV”), y poco después, justo cuando has dado el banderazo de salida, se te venga abajo una montaña de basura y amianto enterrando a dos trabajadores que no eran en absoluto conscientes del peligro que corrían.

Al poco de conocerse la sentencia del caso De Miguel, Iñigo Urkullu pedía disculpas a la sociedad. Esta semana volvía a hacer lo propio por los errores en la gestión del derrumbe del vertedero de Zaldibar. Últimamente este hombre se pasa la vida pidiendo disculpas. Y con ese gesto de natural circunspecto, que no se le cae de la cara ni cuando gana el Athletic, hay que reconocer que se le da bastante bien. Obsérvese en todo caso el matiz: “Errores en la gestión del derrumbe”. El pasado no existe, y sin embargo ahí está, asomando las patitas cortas de la mentira o de la incompetencia o de la negligencia en forma de indignación ciudadana. El pasado, ese incómodo compañero de viaje que aparece justo cuando más perturba. Mala suerte.

Al igual que en Cataluña, podría ocurrir que la corrupción fuera algún día el factor que activara en Euskadi un proceso de secesión cuyo objetivo final fuera el aseguramiento de la impunidad

Vaya por delante que mi opinión global sobre la gestión del nacionalismo llamado moderado en Euskadi no es en absoluto negativa. Con el PNV como partido preeminente, la sociedad vasca ha alcanzado cotas de desarrollo desconocidas y superiores a las de otras zonas de España. Pero tal reconocimiento no puede ocultar que una de las claves de ese progreso se asienta en el trato preferente, y en parte discriminatorio, que los sucesivos gobiernos de la nación han dispensado al nacionalismo. La aportación del PNV a la estabilidad del Estado ha sido generosamente retribuida, y el que a finales de los 70 del siglo pasado era un territorio decadente y de futuro incierto, es hoy un ejemplo exportable de recuperación, bienestar y progreso.

Conviene, sin embargo, no llevarse a engaño: no vienen buenos tiempos, ni en Euskadi ni en ninguna parte. El bienestar actual no está consolidado, en gran medida porque el monocultivo partidario, favorecido por una oposición por lo común sometida, o escasamente eficaz, ha propiciado profundos niveles de clientelismo y endogamia que a su vez han mermado extraordinariamente los mecanismos de control y restringido las opciones de competitividad. El adelanto electoral no solo se explica por el interés explícito de evitar que el proceso se vea contaminado por las autonómicas catalanas; hay nubarrones económicos que pueden descargar con fuerza a la vuelta del verano, y la sociedad vasca no tiene por sí sola ni la potencia financiera ni la flexibilidad adecuada para afrontar situaciones de alta presión.

Y es precisamente en un eventual escenario de crisis abierta donde pueden emerger, como ha ocurrido en Cataluña, las deficiencias de la gestión nacionalista; el, en no pocos casos, descarado favoritismo que premia al adicto y castiga al no alineado; la cuota de fragilidad de un proyecto cuyo socio preferente es la debilidad del Gobierno de Madrid. Las diferencias entre Cataluña y Euskadi son indudables; pero también son evidentes las coincidencias: victimismo, clientelismo, endogamia, control de los medios de comunicación… Y más allá del diagnóstico, la verdadera preocupación de fondo: que en caso de necesidad, y para esquivar la propia responsabilidad, el PNV de Urkullu deje paso al de Egibar, como dejó paso la CiU de Artur Mas al PDeCAT de Puigdemont; que el PNV del pacto y del acuerdo se encamine, de la mano de Arnaldo Otegi, al del choque y la confrontación. Hipótesis que hoy nos puede parecer descabellada, pero que si fuera necesario, si la supuración fuera excesiva, el alma guipuzcoana del partido no dudaría en promover.

Las diferencias entre Cataluña y Euskadi son indudables; pero también son evidentes las coincidencias: clientelismo, endogamia, control de los medios de comunicación…

Al igual que en Cataluña, lo que Santiago Tarín llama en su libro el “quinto elemento” -la corrupción engendrada durante años de manejo del poder sin apenas control -, podría llegar a ser algún día en el País Vasco el factor que activara un proceso de secesión cuyo objetivo final no fuera tanto la independencia como el aseguramiento de la impunidad. Los casos De Miguel y Zaldibar son hoy la punta de un iceberg cuyas dimensiones reales se desconocen. Por lo que sabemos, o intuimos, no parece verosímil que los episodios de corrupción en Euskadi se aproximen ni de lejos a la escandalosa intensidad del latrocinio practicado por las élites políticas en Cataluña. Pero no podemos descartar nuevas revelaciones no compatibles con la imagen del nirvana euskaldún.

He dejado para el final la reflexión más delicada, pero a mi juicio imprescindible para que el análisis no sea del todo incompleto: los efectos del terrorismo en Euskadi no solo han sido trágicos y demoledores para las víctimas. En el País Vasco se ha sufrido tanto que, durante la existencia de ETA, el Estado no tenía otros ojos que no fueran los que servían para vigilar los movimientos de los comandos. Tras la disolución de la banda, esos ojos han desaparecido sin que hayan sido sustituidos. En muchas zonas de la Cataluña interior el Estado ha dejado de existir. En Euskadi, nadie parece interesado en poner fin a la política de cesión, sin contrapesos correctores, de cuotas de poder al nacionalismo; a una inercia que garantiza impunidades indeseables y augura nuevos desafíos al modelo de convivencia que nos hemos dado los españoles. El 5 de abril hay elecciones, pero no solo autonómicas.

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