Carecemos de sociedad civil. Nos movemos al impulso de los partidos. Se sale a la calle, se protesta, nos irritamos, pero todo se hace a iniciativa de esos instrumentos políticos nacidos para conquistar el poder, porque nos incitan o nos convocan. Quizá fueron muy raros y breves los períodos de nuestra historia donde se manifestaba una conciencia civil. Hoy es inencontrable. Si a eso añadimos que las individualidades intelectuales que otrora mantenían un cierto nivel ético han desaparecido tragadas por sus intereses, nos queda un panorama desolador. Ha vuelto el intelectual militante de Estado, seguro y bien pagado, y los aspirantes voraces a la búsqueda del resquicio que los convierta en exégetas del mando. Me gustaría echar la culpa al mercado y a la globalización, pero lo nuestro es de mesa camilla: no llames la atención si no tienes quien te respalde y abone tus servicios.
No encuentro otra explicación de mayor enjundia para analizar ese silencio de los corderos ante el holocausto de viejos en nuestro país. ¡Quién no es lo suficientemente cool para aparecer ante el mundo, que se limita a su pueblo y su chabolo, para no inclinar la rodilla ante el asesinato de un negro en Minneápolis! Al fin y a la postre el reclinatorio solidario apenas dura diez minutos y no merece la pena ni apagar el móvil. Toda esta faramalla solidaria en Madrid y Barcelona me recuerda lo de aquel falangista que dirigía el semanario “Sábado Gráfico”, Eugenio Suárez por buen nombre, cuando, afectado por la negativa a una de sus triquiñuelas económicas, le espetó al reticente interlocutor: “¿Para esto hemos muerto un millón de españoles?”
La epidemia de coronavirus golpeó de manera brutal al ejército inmóvil de viejos encerrados en las residencias. Casi el 80 por ciento de los muertos, siete de cada diez. El Gobierno del Poder Absoluto trasfiere la responsabilidad a las autonomías, si son del PP mejor; Madrid y Castilla León llevan las de perder y sus muertos, por clara incompetencia cuando no irresponsabilidad, tapan lugares que no deben citarse, entre otros Cataluña, un desastre sin paliativos. Pero ya se sabe que cuando nuestros socios delinquen es sin mala intención, a diferencia del adversario que es por esencia un delincuente perverso. Entre todos lo mataron y él solo se murió, según el dicho popular.
Dentro del espanto, lo que más llama la atención es la falta de datos fidedignos; sólo en algún caso las familias gimen y protestan, pero las cubre el silencio
Dentro del espanto, lo que más llama la atención es la falta de datos fidedignos; sólo en algún caso las familias gimen y protestan, pero las cubre el silencio. Desde el 8 de marzo murieron en el abandono 19.400 ancianos, pero no hay rodillita que les homenajee. A estos solidarios de sudadera en el fondo les importa una higa que desaparezcan los viejos, incluso mejor que se retiren de los presupuestos; imagínense que algunos tuvieran memoria y además votaran: qué pintan ellos en la 'nueva normalidad'. Nuestra cultura social, especialmente la española, rompió con los abuelos en el tránsito de los dos siglos. Quedaron en un vago eco de tiempos que mejor no recordar. Cuando la precariedad fue convirtiendo la casa de abuelos en guarderías low cost, tuvieron un sentido solidario; unos aguantaban los reproches mientras otros salían corriendo tras dejar a los niños a buen recaudo. Yo no tuve abuelos y lo considero una carencia de imposible consuelo, pero nosotros pertenecemos no a otra generación, sino a otra época, como no me canso de repetir. Ahora no se pasa página, se abre otra pantalla y eso lo cambia todo, porque los libros de familia se conservaban, a menos de quemarlos, pero el ordenador te abre mundos a voluntad y lleva a la nube lo que no se mira nunca.
“El racismo es una pandemia” decía una pancarta en el Madrid del holocausto viejuno. Hay que ser simple y estúpida -la llevaba una adolescente- para confundir el culo con las témporas. Se creen que el racismo se corrige con vacunas y el BOE cuando en realidad resulta como la estupidez, la ignorancia y la xenofobia: están en el ADN de la sociedad y eso incluso explicaría por qué conmueven las imágenes de un negro asesinado por un policía y no provocan sino gestos de rechazo -¡que no, que no quiero verlo!- las camas de esa residencia donde en demoledor y valiente descripción de Cinta Pascual, presidenta de las Residencias de Ancianos de España, un médico con el juramento de Hipócrates en la entrepierna entraba en la sala y declamaba su sentencia: “¡Mórfico!” (dosis de morfina), adelanto del “éxitus” (fallecimiento inminente).
A los viejos no sólo les quitan el futuro, aciago y efímero, sino que ahora les arrancan el presente. Criterios científicos, dicen, como si se tratara de prácticas de tanto Dr. Mengele como anda suelto en esa comunidad humillada y militarizada que es el equipo médico, un ejército del que han desaparecido los mandos y que pelea con escasos medios. ¡Tenemos la mejor Sanidad de Europa!, decía el Gran Trilero antes de que la realidad le hiciera volver a remover los cubiletes. El 14-M fue una frivolidad y un Gobierno no cae por frívolo; de ser así no habría presidentes en España desde hace siglos. Los Gobiernos pueden caer, eso sí, por mentirosos, pero es tan amplio nuestro muestrario que estamos curados de espantos. Pasa todo.
Mis padres tuvieron una agonía cruel, pero nos los fuimos turnando entre los hermanos hasta que él se fue muriendo por un tumor cerebral y ella se desmochó como un árbol caído
¿Cuándo empezamos a llevar a nuestros viejos a las residencias? Yo diría ¡sin criterios científicos! que sería hacia los 90 del pasado siglo, al tiempo que la ancianidad se prolongaba y había cierta holgura económica. Mis padres tuvieron una agonía cruel, pero nos los fuimos turnando entre los hermanos hasta que él se fue muriendo por un tumor cerebral y ella, que le sobrevivió un tiempo, se desmochó como un árbol caído; un agravamiento cardiovascular obligó primero a la amputación de una pierna y luego de la otra; un sufrimiento que pasó entre hospitales y las casas de sus hijos. Nunca estuvieron en una residencia; ni ellos ni nosotros lo hubiéramos entendido. Murió en enero de 1988, mal, como había vivido.
Por aquellos años el director de cine japonés Shohei Imamura estrenó una emocionante desolación que tituló “La balada de Narayama”. La historia de los viejos de un pueblo, pobre hasta la hambruna, que a finales del siglo XIX se retiraban a la montaña a esperar la muerte, en soledad y abandono. Sus vecinos no podían acarrear más miseria para sostener a quien hubiera cumplido los 70. Entonces, recuerdo, que me dejó aventado esa historia antigua. ¿Quién podía imaginar que podía ser nuestro futuro?
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