La atención del mundo está puesta en la interminable lucha contra la pandemia, en la creciente tensión entre Estados Unidos y China, en la preocupante presión militar rusa sobre las fronteras de Ucrania, en el inmanejable problema de la inmigración ilegal descontrolada y en la arrasadora ola de populismo colectivista, indigenista y autoritario que extiende su fétido lodo sobre Iberoamérica. Todas estas amenazas a la estabilidad, la paz y la economía globales son sin duda muy perturbadoras y reales, pero ninguna de ellas parece que vaya a provocar una catástrofe de dimensión planetaria a corto plazo y, aunque profundamente inquietantes, los mecanismos habituales de gestión de conflictos las mantienen embalsadas sin que se prevea un desbordamiento inminente.
Sin embargo, hay una bomba de relojería que hace tic-tac en Oriente Medio y que, a diferencia de las potenciales desgracias ya citadas, sí puede desencadenar un cataclismo bélico de consecuencias imprevisibles en los próximos meses. Se trata del empeño de los ayatolás iraníes de culminar su largamente acariciado propósito de disponer de cabezas nucleares y de vectores de alcance medio así equipados que conviertan a la República Islámica de Irán en una potencia atómica. Los intentos de los Estados Unidos, de la Unión Europea y del Reino Unido para detener la aparentemente imparable marcha de los clérigos de Teherán hacia la obtención de dispositivos de destrucción masiva mediante el denominado Plan de Acción Comprensivo Conjunto (el JCPOA en sus siglas en inglés), no están dando resultado y, por el contrario, permiten a sus fanáticos interlocutores ganar tiempo y avanzar peligrosamente hacia la consecución de su objetivo. Tras la retirada americana de este acuerdo, decidida por un Donald Trump consciente de su inoperancia, la Administración Biden ha vuelto a la mesa de negociaciones junto con sus socios europeos para tratar de reflotarlo. Pese a sus buenos deseos, se han tropezado en Viena con la intransigencia de la parte iraní, que exige la completa retirada de las sanciones norteamericanas reactivadas por Trump antes de comenzar a hablar. Dado que durante los cinco meses en los que las conversaciones han estado suspendidas, la dictadura chiita ha obstaculizado las inspecciones de la Agencia Internacional de Energía Atómica en sus instalaciones bajo sospecha y ha acelerado el enriquecimiento de uranio hasta disponer de más de la mitad del necesario para alcanzar la cantidad requerida para usos militares, es lógico suponer que la dureza de sus posiciones pretende prolongar el diálogo hasta disponer del arma nuclear.
Como le dijo el primer ministro israelí, Naftalí Bennet, a Joe Biden en su reciente entrevista en agosto pasado en Washington. “Nunca externalizaremos nuestra seguridad”
Esta estrategia iraní es contemplada desde hace años con justificada alarma por la principal potencia militar de la zona y enemiga acérrima de la agresiva teocracia, el Estado de Israel. Sucesivos gobiernos israelíes a lo largo de seis décadas han dejado meridianamente claro que bajo ningún concepto iban a permitir que un país musulmán de la región dispusiese de armas nucleares. Tanto en el caso del reactor de Al Kibar en Siria en 2007 como del de Osirak en Iraq en 1981, ante las vacilaciones y titubeos de su principal aliado, Estados Unidos, la fuerza aérea israelí destruyó en ambas ocasiones estas estructuras de posibles usos militares sin esperar permiso de nadie. Como le dijo el primer ministro israelí, Naftalí Bennet, a Joe Biden en su reciente entrevista en agosto pasado en Washington. “Nunca externalizaremos nuestra seguridad”. También fueron muy explícitas sus palabras en su discurso ante la Asamblea General de Naciones Unidas en septiembre: “El programa nuclear iraní ha llegado a un punto de no retorno, al igual que nuestra tolerancia. Las palabras no detienen el giro de las centrifugadoras”. Esta exhibición de firmeza nos produce envidia a muchos europeos cuando la comparamos con los contoneos pusilánimes del Alto Representante para la Política de Seguridad Común y su equipo de inanes pacificadores.
Ahora bien, la situación presente no es equivalente a aquellas que en el pasado desataron una acción militar israelí de definitiva contundencia. Israel no está en condiciones de ganar una guerra convencional con botas sobre el terreno a un país bien armado de ochenta millones de habitantes a mil seiscientos kilómetros de distancia. Tampoco una incursión aérea se realizaría como sucedió en Siria e Iraq contra instalaciones en superficie con escasa protección. Los centros de centrifugación de uranio y las fábricas de componentes de misiles se hallan en Irán en localizaciones subterráneas rodeadas de sofisticados dispositivos antiaéreos. Si bien las bombas israelís podrían dañarlas considerablemente, sus pérdidas de aviones y pilotos serían previsiblemente onerosas. Por otra parte, el régimen iraní ya se ha cuidado de repartir sus reservas de uranio enriquecido y sus salas de montaje de centrifugadoras por todo su territorio en edificios camuflados.
La conclusión no puede ser otra que la necesidad de un cambio drástico de la política occidental respecto a la tiranía genocida que rige hoy en Irán
En este contexto difícil para una acción rápida y directa o imposible para una ocupación, Israel puede jugar una carta muy convincente: su propia capacidad nuclear. Hasta la fecha los israelís siempre han respetado el compromiso que adquirió en su día Golda Meir con Richard Nixon, es decir, guardar su fuerza atómica bajo un velo de discreción absoluta. Ni siquiera en momentos de apuro en sus varias guerras con sus vecinos, Egipto, Siria, Iraq o Líbano, Israel ha hecho amago de recurrir a sus armas nucleares o las ha mostrado como elemento disuasorio. Esta actitud podría cambiar en las circunstancias actuales si un régimen político netamente hostil, como es el de los ayatolás iranís, deviene a su vez un miembro del club atómico.
Israel se ha valido de medidas muy incisivas para evitar un Irán nuclearizado, entre ellas, la eliminación de destacados científicos iraníes con responsabilidades clave en su programa nuclear o ciberataques de gran efectividad. Han frenado temporalmente los progresos de Irán hacia la meta buscada, pero no los han detenido. A partir de aquí, las opciones de Israel son la disuasión nuclear clásica -devastación del adversario asegurada-, la escalada de actuaciones preparatorias que demuestren la posibilidad real de lanzar un ataque de este tipo y, finalmente, el ataque mismo. En este camino, una chispa puede saltar en cualquier momento que desencadene un desastre incontrolable. La conclusión no puede ser otra que la necesidad de un cambio drástico de la política occidental respecto a la tiranía genocida que rige hoy en Irán pasando del apaciguamiento estéril a sanciones económicas demoledoras, presión diplomática irresistible y apoyo sin fisuras a la oposición democrática en el exilio. La persistencia en el ridículo vals vienés mientras las centrifugadoras giran incansables dibuja la senda segura hacia el fracaso y la eventualidad del consiguiente Armagedón.
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