“Lo primero en caer fue la palabra Dios”, cantaba en los ochenta La Romántica Banda Local, pop de minorías. “Lo segundo en caer fue la palabra amor/ le siguieron después pueblo y libertad/ y una larga caravana que le siguió detrás”. Pedro Sánchez está demostrando ser un perfecto estilista en el arte de lanzar palabras, mensajes, promesas que se lleva el viento.
Lo primera en caer fue la palabra ‘elecciones’. "Cuanto antes", dijo al llegar. Luego, ni rastro. Y así, una larga caravana engullida por las fauces de la realidad. Reforma laboral, financiación autonómica, lista de amnistiados fiscales, despolitización de RTVE, inmigración, impuestos a la Banca, Valle de los Caídos…” El más dilatado de mis planes no va más allá de un mes”, decía Montaigne. En el caso de Sánchez, algunos apenas se han mantenido en pie unos días. O unas horas. Como el impuesto al gasoil, anunciado en el desayuno por el propio presidente y desmentido por una ministra antes del vermú. “Es un globo sonda”, apuntó Reyes Maroto, titular de Industria, en certero e involuntario resumen de la filosofía de su Gobierno. Globos sonda, anuncios gaseosos, propuestas etéreas que aparecen y desaparecen sin dejar más rastro que un mapa de costurones en la credibilidad gubernamental.
Adentrarse en la procelosa senda de modificar el diseño del Estado para camuflar errores superlativos se antoja un gigantesco despropósito
Cada palabra fallida debe ser sustituida raudamente por otra con la que camuflar el estropicio. Franco fue sin duda la palabra más citada en los primeros cincuenta días de Gobierno. Funcionó de lujo durante el periodo estival y acompañó los primeros pasos de la rentrée. Se recurrió luego a la palabra ‘diálogo’, que nunca falla, en esta ocasión para camuflar la efervescencia del frente catalán y se adornó con un paseo con Torra por los jardines de Palacio.
Nueva baja en el Gobierno
Pero se acumulaban los estropicios. Segunda baja en el Gobierno. Cayó una ministra, víctima de su máster, y otra a punto está de seguir ese camino, herida por las bombas yemeníes. No fueron palabras entonces, sino un dibujo infantil colocado en la mesa del Consejo de Ministros lo que se esgrimió para taponar las heridas. El toque sentimental apenas logró su efecto ante la irrupción de una turbulencia aún mayor. El episodio de la chapucera y sospechosa tesis doctoral conoció horas de estrépito y colocó a Sánchez contra las cuerdas.
Fue entonces cuando hizo su aparición la última palabra: ‘aforados’. Un ingenioso artificio del márketing político que se improvisa diariamente en la Moncloa. Si las cosas van mal, reformemos la Constitución. Y además, en modo exprés, en sesenta días, sin negociar con los partidos ni consultar a los expertos. Aforados, esa peste bíblica que protege en nuestro país a 250.000 individuos, desde el Rey hasta el último cabo furriel. Una amenaza/trampa a Pablo Casado y un regate en corto a Albert Rivera, que ha propugnado esta medida que siempre enarboló Rosa Díez. Adentrarse en la procelosa senda de modificar el diseño del Estado, sin viso alguno de salir adelante, para camuflar errores superlativos se antoja un gigantesco despropósito.
Las palabras de Sánchez suben de tono conforme se agiganta el volumen de sus desastres. ¿Cuál será la próxima? ¿Quizás ‘indulto’? Dos ministros, Batet y Borrell, ya han mostrado su desacuerdo personal con que los cabecillas del ‘procés’ permanezcan entre rejas, sin compartir los criterios del magistrado Llarena. Sánchez evitó este domingo pronunciarse sobre la cuestión, sin amagar siquiera un respaldo sin fisuras a la labor de la Justicia. “Es que yo soy presidente”. Estricta apariencia de neutralidad y punto.
De aprobarse el desaforamiento, los promotores de la rebelión pasarían al Tribunal Superior de Justicia de Cataluña y en ese ámbito casi todo es posible
Miquel Iceta, jefe de filas de los socialistas catalanes, fue el primero en poner sobre el tapete esa palabra, que empieza a sobrevolar en el imaginario de los deseos del separatismo. Dado que el Supremo parece decidido a adoptar una sentencia condenatoria, cabría explorar ese camino para ‘apaciguar’ a los golpistas. Ya se les ha entregado el espacio público, ya han restaurado la honorabilidad de los Mossos, ya dirige esa institución armada, compuesta por 17.000 hombres, un consejero de histriónico radicalismo. Ya se negocia bajo la mesa con la Generalitat, ya se producen ‘pasos en la buena dirección’ (Torra dixit). ¿Qué será lo próximo? ¿’Indulto’? Quizás incluso por la puerta de atrás del desaforamiento. De aprobarse, los promotores de la rebelión pasarían al Tribunal Superior de Justicia de Cataluña y en ese ámbito, casi todo es posible.
El más certero de los comentarios vertidos sobre este uso bastardo de la palabrería espuria, de la política del señuelo para ‘tirar palante’, lo ha clavado el actor Jesús Bonilla, nada sospechoso de nada, en el diario ‘El Mundo’. Dijo así: “No entiendo ese afán de resucitar a Franco. Yo conozco a gente que tiene 43 años, que no tiene trabajo fijo ni puede pedir una hipoteca ni formar una familia porque le da miedo. Gente que no tiene acceso a una vivienda digna porque no tiene seguridad en el trabajo ¿Porqué no arreglamos este problema de los que nacieron cuando murió Franco?”.
De eso no habla Sánchez, por más que se llene la boca con el ‘contenido social’ de sus políticas. Es de ese tipo de gente que “cree siempre que dice la verdad, incluso cuando miente”, como apuntaría Richard Ford.
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