Opinión

La pandemia y la caza de brujas

Esta es la primera pandemia que se afronta en la creencia genérica de que los desastres son evitables y que debe existir alguna mano culpable, por acción u omisión

Salem, Nueva Inglaterra, año 1692. Varias niñas comienzan a experimentar extraños síntomas, que no remiten con los remedios convencionales. Algunos consideran que la extraña dolencia sólo puede estar causada por brujería, desencadenando la sospecha, el pánico y la histeria en la comunidad. Al final, más de un centenar de personas fueron acusadas de hechicería y algunas condenadas a muerte. Es un pasaje histórico hoy conocido como los juicios por brujería de Salem.

La creencia de que algunas personas pueden ser responsables de una enfermedad nunca fue mayoritaria y, afortunadamente, desapareció tiempo después cuando, aceptando las causas naturales, la mayoría de la gente dejó de creer en la brujería. Sin embargo, aunque resulte sorprendente, este enfoque ha regresado sutilmente en los últimos tiempos.  

El surgimiento de una nueva visión colectiva de los desastres ha traído de vuelta la idea que sobrevolaba los juicios de Salem: que los seres humanos pueden ser los causantes, los culpables. Y es justamente este regreso uno de los factores explicativos de la insólita reacción actual ante la covid-19, con medidas completamente inéditas hasta la fecha. Ni siquiera quienes vivieron pandemias bastante más graves en el siglo XX contemplaron confinamientos generalizados de poblaciones, suspensión de actividades económicas y educativas o cierre generalizado de fronteras. Ni grados de pánico e histeria comparables al actual.

La cambiante visión de los desastres

En “Disaster planning, emergency management and civil protection” (2000) Enrico Quarantelli, señala que la percepción mayoritaria sobre los desastres ha evolucionado a lo largo de la historia, distinguiendo tres fases: fueron considerados primero actos de Dios, posteriormente actos de la naturaleza y finalmente actos de los seres humanos (o de la sociedad).

Las sociedades tradicionales pensaban que los desastres eran manifestación de la voluntad de Dios. Poco podía hacerse para evitarlos, generándose una actitud de aceptación resignada. O de propósito de la enmienda si consideraban que la catástrofe constituía un castigo divino por conductas mejorables. En determinadas ocasiones, no obstante, algunos grupos podían atribuir la responsabilidad a intervención diabólica por mediación sujetos que practicaban la brujería, tal como ocurrió en Salem en 1692.

Fenómenos evitables

La secularización del siglo XIX trajo consigo un cambio en la mentalidad mayoritaria. Los desastres, fueran terremotos, inundaciones, huracanes o enfermedades, estaban causados por la naturaleza. Así, la dinámica de placas tectónicas generaba los terremotos; la lluvia excesiva las inundaciones. Ni los fenómenos eran evitables ni cabía buscar culpables pero la sociedad podía ahora utilizar sus conocimientos, su capacidad y su ingenio para adaptarse, mitigar las consecuencias adversas, minimizar los daños.

Sin embargo, en la última parte del siglo XX comienza a extenderse una nueva creencia que dominará a partir de la década de 1980: los desastres estarían causados por los seres humanos. Pudo contribuir a esta evolución una renovada concepción idílica y benévola de la naturaleza, incapaz de causar mal. O ciertas corrientes de pensamiento que señalaban al avance tecnológico, a la modernización, como fuente principal de peligros (Ulrich Beck, La sociedad del riesgo). El origen de los miedos comienza a trasladarse: ya no asustan los terremotos, los volcanes, los huracanes sino aquellos peligros relacionados con la actividad humana como la energía nuclear, la lluvia ácida, el agujero de la capa de ozono o el cambio climático (antropogénico, por supuesto).

Ante una grave inundación, la responsabilidad no será ya de la naturaleza sino de quienes construyeron o se asentaron en cauces y barrancos. O de quienes otorgaron los permisos

El mundo académico comenzó a buscar una teoría general que explicara hechos tan dispares como la explosión de una planta química, un accidente de aviación, una inundación o un terremoto. Y la vía consistió en negar las causas naturales, afirmar que fenómenos como la lluvia excesiva o el movimiento de placas tectónicas pueden ser detonantes, pero nunca desastres por sí mismos. Porque solo lo son si coindicen con determinadas condiciones sociales.

Así, ante una grave inundación, la responsabilidad no será ya de la naturaleza sino de quienes construyeron o se asentaron en cauces y barrancos. O de quienes otorgaron los permisos. O de la sociedad en su conjunto, por su forma de vida. En un terremoto devastador, la causa del desastre será una edificación deficiente o una inadecuada previsión, etc. El foco se había trasladado nítidamente de los aspectos físicos a los sociales, de la naturaleza a las personas.

Poco a poco, sin que muchos se percaten del cambio, este nuevo enfoque acabó dominando la conciencia pública, trayendo consigo la creencia, consciente o inconsciente, de que todos los desastres son evitables: si el ser humano los causa… también podrá impedirlos. Y también, por propia lógica, una irresistible tendencia a buscar culpables.

Pandemias de ayer y de hoy

Las pandemias de hace 50 o 60 años se afrontaron desde el paradigma dominante de las causas naturales: ni eran evitables ni había culpables. Se trataba de aplicar todos los medios razonables para minimizar sus efectos: movilizar los recursos médicos disponibles, cuidar de los enfermos, proteger a los vulnerables, limitar prudentemente la propagación, buscar una vacuna segura, etc. Todo ello con voluntad, sin pánico y sin señalar a nadie con el dedo.

Esta es la primera pandemia que se afronta en la creencia genérica de que los desastres son evitables y que debe existir alguna mano culpable, por acción u omisión. Así, rumores de que el virus SAR-CoV-2 había escapado de un laboratorio resultan mucho más creíbles que antaño.

Devaluadas las causas naturales y en auge las humanas, una pandemia puede desencadenar una moderna caza de brujas, donde se recela de quienes se contagian, o contagian a otros, de los forasteros o de algunos gobernantes que no aplican medidas suficientemente enérgicas. Incluso de quienes disienten de la estrategia oficial. Un desafortunado sorteo que puede adjudicar la culpa a cualquiera.

En este nuevo entorno, los gobernantes tienen un especial incentivo a aplicar medidas muy radicales, incluso exageradas o directamente dañinas, pues flota en el ambiente la creencia de qe “pueden” evitar la epidemia y también que “deben” hacerlo… o serán culpados del desastre. Intentar suprimir la enfermedad, sin sopesar los enormes costes económicos y sociales, ni las opciones de éxito, ha sido invariablemente el objetivo de casi todos los gobiernos. Muy pocos se atrevieron a resistir semejante tentación.  

Para las autoridades, exagerar los riesgos, agitar los miedos, dramatizar los contagios, aplicar disposiciones draconianas, tomar medidas más espectaculares que eficaces, constituye una estratagema muy tentadora pues proporciona una buena coartada para evitar el dedo acusador. Y cuando la estrategia no funciona… se desvía la culpa hacia aquellos ciudadanos que, supuestamente, no cumplen las reglas.

Detener el pánico y la histeria

La moderna visión de los desastres sobreestima la capacidad de influencia humana sobre el medio. Cierto, no estamos tan a merced de la naturaleza como antaño pero, a pesar los avances científicos, la capacidad de controlar ciertos fenómenos sigue siendo limitada. Con excesiva confianza en nuestras propias capacidades, el choque con la cruda realidad conduce a la frustración, la irritación, el pánico, la desorientación, las recriminaciones o, incluso, a negar la existencia de la enfermedad.  

Pero el curso de esta pandemia parece seguir un trazado similar a aquellas que azotaron a la humanidad en el pasado. La enfermedad se habría ido frenando en algunos países, no tanto por la acción de los gobiernos sino por alcanzar la población grados de inmunidad suficientes para ralentizarla.

Quizá fuera más eficaz variar el rumbo, seguir un enfoque más sensato que acepte nuestras limitaciones. No actuar de manera impulsiva, emocional, sino racional, sopesando los posibles beneficios de cada medida con sus costes en desempleo, pobreza y destrucción del tejido social. No señalar ni perseguir culpables porque, al igual que en los juicios de Salem, la gente no tiene culpa de la enfermedad.  

Y atender a la información relevante que proporciona la naturaleza. Si el virus no afecta a todas las personas por igual, si solo es realmente peligroso para ciertos grupos, resultará mucho más eficaz proteger con especial celo a estos colectivos vulnerables; no encerrar a todos los sanos ni desencadenar una desmedida histeria cada vez que se contagia una persona sin especial riesgo, que en la inmensa mayoría de los casos ni siquiera desarrollará la enfermedad. Y es que también ha cambiado sustancialmente la forma en que la sociedad moderna valora los riesgos y afronta sus miedos. Un asunto apasionante pero... será otra historia.

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