Como era previsible, la expectativa de que las vacunas contra la covid-19 son inminentes no ha hecho más que… multiplicar el número y la variedad de restricciones que las autoridades deciden imponer a la población. Sin embargo, transcurridos casi diez meses desde el comienzo del pánico, la conclusión es que el confinamiento generalizado, los cierres de fronteras nacionales, provinciales o locales, las prohibiciones de todo tipo, han podido tranquilizar a ciertos segmentos dominados por el miedo, incluso convencer a parte de la opinión pública pero, según los estudios, su eficacia para reducir la mortalidad ha resultado prácticamente nula.
En “A country level analysis measuring the impact of government actions”, R. Chaudhry y sus colaboradores señalan que “los cierres rápidos de fronteras, confinamientos completos y pruebas generalizadas para detectar el Covid-19 no han afectado en absoluto a la tasa de mortalidad por millón de personas”. Por su parte, en “Covid-19 Mortality: A Matter of Vulnerability Among Nations”, Q. Larochelambert y sus coautores sostienen que “el rigor de las medidas establecidas para combatir la pandemia, incluido el confinamiento, no parece estar relacionado con la tasa de mortalidad”.
No cabe sorpresa. Los planes estratégicos para pandemias, esos que se convirtieron súbitamente en papel mojado y fueron barridos en marzo por el viento del pánico, ya anticipaban que las autoridades poseen opciones bastante limitadas para detener contagios y muertes en el medio plazo… mientras no se generalice el uso de una vacuna bien experimentada y eficaz. Aplicando indiscriminadas medidas restrictivas, los gobiernos pueden vulnerar derechos y libertades, agravar otras enfermedades, destrozar la economía, generar ruina, pobreza, desempleo, desigualdad… pero difícilmente salvar vidas en el transcurso de una pandemia.
Es fácil encontrar multitud de ejemplos y contraejemplos para comprender que la propagación de la enfermedad depende menos de decisiones gubernamentales que de factores como el ámbito geográfico
Así, países con confinamientos, totales o parciales, casi eternos, como Panamá o Argentina, no difieren sustancialmente en tasa de mortalidad de Brasil, que apenas los ha experimentado. Es fácil encontrar multitud de ejemplos y contraejemplos para comprender que la propagación de la enfermedad depende muchísimo menos de decisiones gubernamentales que de distintos factores como el ámbito geográfico (intensa en Europa y América, reducida en África, Asia y Oceanía), o de la estación del año pues las bajas temperaturas impulsan a la gente a permanecer en espacios cerrados, más propicios para la transmisión.
La expansión inicial de los contagios está marcada, en parte, por la suerte, ya que, según mostraron algunos estudios, la mayoría de los enfermos no llega a transmitir la enfermedad mientras que unos pocos, conocidos como supercontagiadores, pueden infectar a muchísimas personas. El azar que implica la aparición, o no, de un supercontagiador, puede determinar el distinto rumbo de una zona respecto a otra, al menos temporalmente. Y la tasa de mortalidad en cada país depende, en gran medida, del grado de penetración de la enfermedad en las residencias de ancianos, allí donde se concentra la población especialmente vulnerable. Proteger a los grupos de riesgo, mediante una política selectiva, es una vía capaz de reducir la mortalidad pero resulta poco llamativa en el escaparate de la opinión pública.
Ciertos gobiernos europeos, antaño señalados como modelos de gestión de la pandemia, han contemplado cómo la segunda ola arrasaba su imagen, cómo su tasa de contagios, y de fallecimientos, comenzaba a converger con aquellos antes tachados de fracasados, seguramente porque la enfermedad avanza más rápido allí donde no existe inmunidad previa. En general, los gobernantes no pueden ser culpados de las muertes por covid-19; tampoco alabados por su reducido número pues, salvo casos excepcionales, estos resultados dependen poco de sus políticas.
Las decisiones voluntarias son las que cuentan
Como bien sabían nuestros antepasados al enfrentarse a situaciones similares, incluso mucho peores, la ralentización de los contagios guarda más relación con esas medidas voluntarias que los ciudadanos toman libremente para protegerse y cuidar a los demás. En “Voluntary vs mandated social distancing and economic activity during COVID-19” William Maloney y Temel Taskin concluyen que, en los países desarrollados, las medidas coactivas han tenido menos influencia que las decisiones voluntarias consistentes en reducir libremente la movilidad y garantizar la distancia social.
Todavía más grave: estas medidas coactivas, punitivas, no refuerzan a las decisiones voluntarias, sino que tienden a desplazarlas. Cuando las personas actúan movidas por convicción, principios o responsabilidad, la introducción de normas que establecen la obligación de actuar tal como mucha gente ya hacía libre y voluntariamente… puede tener efectos contraproducentes, cambiar la conducta de los individuos en sentido contrario al deseado.
En 2000, se llevó a cabo un experimento en varias guarderías de Israel: introdujeron una multa de tres dólares por cada retraso en la recogida de los niños. Es el tipo de medida recomendada en Economía para desincentivar una conducta pues incrementa el coste del incumplimiento. Sin embargo, contra todo pronóstico, el número de impuntualidades... aumentó de manera muy notable. Todavía más, una vez retirada la multa, el nivel de incumplimiento horario no regresó a sus niveles iniciales sino que se mantuvo muy elevado.
Se trata de un fenómeno conocido como expulsión de la motivación intrínseca: la introducción de prohibiciones o sanciones puede impulsar a los individuos a dejar de actuar por principios, conciencia, generosidad o altruismo. Y las agresivas regulaciones relativas a la covid-19 no constituyen una excepción.
Desplazando la responsabilidad individual
Psicólogos y economistas han buscado explicaciones para este fenómeno. En Motivation Crowding Theory (2001), Bruno Frey y Reto Jegen señalan que la intervención coactiva transforma la manera en que los sujetos perciben el entorno. Las personas pueden sentirse virtuosas por comportarse de manera generosa y correcta, sea recogiendo puntualmente a los niños o manteniendo precauciones ante la covid-19 para cuidar de sus conciudadanos. Pero la percepción de virtud desaparece cuando ya no se trata de una acción voluntaria, sino obligada, cuando se castiga la transgresión.
Resultan más eficaces si se encuentran interiorizadas en los individuos, no simplemente plasmadas en un papel, en una ley que pretende inútilmente regular esos pequeños detalles que conforman el comportamiento cotidiano
La intervención invasiva también socava la autodeterminación individual, incluso la propia autoestima, pues el sujeto la interpreta como una manifiesta desconfianza de las autoridades en su buen juicio. Y puede generar enojo, irritación, ante medidas que la gente considera exageradas, injustas o arbitrarias, un impulso para quebrantar las normas mientras se simula su acatamiento. Naturalmente, en esos países con confinamientos domiciliarios eternos y abusivos, la gente se las ingenia para vulnerarlos, para saltárselos a la torera, algo que conduce a los dirigentes a endurecer todavía más las medidas. Al final, los gobernantes y los medios han acabado convenciendo a mucha gente de que los ciudadanos somos unos irresponsables, necesitados de la tutela, del paternalismo de nuestros dirigentes, cuando son ellos quienes impulsan semejantes círculos viciosos.
Las medidas de distancia social requieren voluntad, convicción personal. Resultan mucho más eficaces si se encuentran interiorizadas en los individuos, no simplemente plasmadas en un papel, en una ley que pretende inútilmente regular esos pequeños detalles que conforman el comportamiento cotidiano. Hecha la ley… hecha la trampa. Ni el regreso del Gran Hermano, de George Orwell, podría garantizar que las celebraciones de Nochebuena en domicilios privados queden limitadas a seis personas, tal como absurdamente han decretado algunas autoridades. Tan detalladas e invasivas regulaciones, tan draconianas prohibiciones, desplazan intensamente la responsabilidad individual, contribuyendo a la infantilización del público.
En definitiva, las imaginativas medidas que van tomando los gobiernos, como cuarentenas de todos los sanos, limitación de actividades económicas o cerramientos perimetrales, contribuyen muy poco a combatir una pandemia. Los políticos no las imponen en favor de los ciudadanos, de los vulnerables o los desfavorecidos. Muy al contrario: lo hacen en beneficio de su propia imagen.
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