Uno de los fenómenos más llamativos de esta pandemia ha sido el mayoritario apoyo de la población a las medidas adoptadas por los gobiernos. Allí donde se aplicaron estrictos confinamientos, prohibiciones radicales, flagrantes recortes de derechos y libertades, las encuestas reflejaron un respaldo popular masivo. Parece que la gente se decanta abrumadoramente por esas restricciones duras, extremas y, sin embargo, en países como Suecia, con medidas muy suaves, prácticamente recomendaciones… las encuestas también mostraron una aprobación similar. ¿Entonces, la masa aclama acríticamente cualquier estrategia frente a la pandemia, sin importar cuál sea? La respuesta es más compleja, pero mucho más interesante, que un mero sí o no.
En Limitations of polling data in understanding public support for COVID-19 lockdown policies, Colin Foad y sus coautores descubren una provocativa explicación: la intensidad de las restricciones constituye la referencia básica que utiliza la mayoría para evaluar el peligro de la enfermedad. Así, donde las medidas han sido extremas, la gente tiende a sobreestimar el riesgo personal y muchos acaban desarrollando comportamientos algo paranoicos: evitan salir de casa o acercarse a la gente, desinfectan de manera compulsiva o utilizan permanentemente mascarilla aun cuando la inmensa mayoría se encuentre vacunada.
Por el contrario, donde las medidas fueron laxas, focalizadas en los grupos vulnerables, la población tiende a percibir un riesgo mucho más moderado, sin mostrar semejantes paranoias. Al final, la mortalidad ha sido similar, con independencia de la intensidad de las restricciones, y la gravedad de la enfermedad la misma, pero el imaginario de la masa es muy distinto porque se encuentra anclado a la reacción de cada gobierno.
La gente apoya las medidas draconianas porque juzga la enfermedad extraordinariamente peligrosa pero, al mismo tiempo, esta percepción de riesgo extremo proviene de la propia radicalidad de las medidas
Donde se aplican medidas extremas, la neblina del confinamiento tiende a narcotizar el pensamiento racional, fomentando una extremada obsesión a eliminar los contagios a cualquier precio, aunque sean leves o asintomáticos, como si el consecuente aumento de la mortalidad por otras enfermedades, el deterioro de la salud mental, el menoscabo de la socialización, la creciente pobreza o la pérdida de empleo pertenecieran a un universo paralelo. La gente apoya las medidas draconianas porque juzga la enfermedad extraordinariamente peligrosa pero, al mismo tiempo, esta percepción de riesgo extremo proviene de la propia radicalidad de las medidas. Este círculo vicioso convierte las restricciones en la profecía que se cumple a sí misma.
Al concluir que “el peligro debe ser descomunal porque el gobierno nos ha encerrado”, muchos encuestados manifiestan implícitamente una excesiva confianza en los políticos y una carencia de criterio propio. Si supieran que los gobernantes rara vez toman las decisiones con un criterio firme, que para afrontar esta pandemia se limitaron a copiar lo que hacían otros gobiernos o se decantaron por aquellas medidas que mejor permitieran eludir la culpa, seguramente buscarían mejores puntos de referencia para valorar el riesgo.
Todavía peor, el miedo al covid muestra una marcada asimetría: se dispara con celeridad pero se reduce con mucha lentitud al levantarse las prohibiciones, un fenómeno conocido como histéresis o persistencia. Dado que no hay interruptor que apague instantáneamente el pánico, la retirada de las restricciones tiende a ser muy lenta y gradual, largamente diferida en el tiempo, en parte por la reticencia del público. Incluso se producen marchas atrás, que vuelven a avivar el miedo y a prolongar todavía más la percepción de excepcionalidad. Así, aunque la pandemia sanitaria finalice, la sensación pandémica resulta interminable.
Desgraciadamente, todos estos mecanismos perversos comienzan a operar también en las políticas para combatir el cambio climático. Cuanto más radicales, costosas y perjudiciales van siendo las políticas, cuanto más onerosos los acuerdos internacionales, más monstruosas se vislumbran las consecuencias del calentamiento en la fantasía del público. Y más unidimensional se vuelve su percepción. Así, la crisis energética, las tarifas eléctricas desmedidas o el estancamiento económico parecen pertenecer, de nuevo, a otro universo distinto, desconectado, completamente eclipsado por la amenaza del apocalipsis climático, una profecía que también posee su propia pasarela de santos y videntes.
Siempre existe más de una opción
Ni la pandemia ni el cambio climático han sido afrontados de manera racional sino impulsiva, sin debate, censurando al discrepante. Ha predominado una visión parcial y dogmática, que solo acepta un único camino, desdeñando los daños colaterales que las medidas pudieran causar. Proclamar que solo existe mi solución… o el Apocalipsis, refleja una mentalidad fanática, mesiánica y autoritaria, que favorece la fijación obsesiva en un único propósito, sea la eliminación de los contagios a cualquier precio o la cancelación absoluta de las emisiones de carbono. Sin abrir la mente a otras alternativas que podrían ser más adecuadas para la sociedad, resulta muy probable que el remedio sea peor que la enfermedad.
Por suerte, la realidad siempre permite varias opciones, varios cursos de acción. Elegir la mejor, o la menos mala, tras sopesar todas las ventajas e inconvenientes constituye la vía racional para afrontar los problemas. Muy alejada de este enfoque se encontraba la decisión de confinar a la población basándose únicamente en los consejos de famosos epidemiólogos. Porque las consecuencias sociales de las restricciones rebasan ampliamente los conocimientos de estos expertos, abarcando muchos y muy variados campos del saber.
Esos epidemiólogos quizá comprendieran la dinámica de los contagios pero seguramente desconocían la magnitud de los daños y sufrimientos que causan los confinamientos: notable incremento de la mortalidad por otras enfermedades, aumento de los trastornos mentales, deficiente aprendizaje de los niños, retroceso de las libertades, deterioro de la convivencia o incremento de la pobreza y del desempleo. Alguno, como Neil Ferguson, emprendió una campaña activa a favor del encierro, ejemplificando que “a quién solo tiene un martillo… todo le parecen clavos”.
Sólo un equipo multidisciplinar de profesionales, sin conflictos de intereses, podría superar esta visión parcial, dilucidando el conjunto de costes y beneficios sociales de cada estrategia para el covid. Un cálculo que también compararía las vidas salvadas en cada una de las opciones. Pero un experto solo en contagios no está capacitado para decidir alegremente la paralización del pulso de toda la sociedad.
Del cero covid al cero emisiones
Este mismo planteamiento se aplica al cambio climático. Con unos postulados más cercanos a una religión laica que a la ciencia, las medidas solo contemplan una vía para la salvación: cambiar completamente, no solo las fuentes de energía, sino también la conducta ciudadana, dirigirla hacia un nuevo puritanismo donde no caben viajes aéreos o consumo de carne.
Todo ello con el objetivo único de eliminar la emisión de carbono a marchas forzadas, sin considerar que los enormes recursos utilizados podrían aportar mayor bienestar si se dedicaran a paliar las posibles consecuencias del cambio de temperatura. Es imperativo, de nuevo, abrir la mente a opciones alternativas y compararlas rigurosamente entre sí. Porque un experto solo en clima no puede decidir alegremente el rumbo que debe tomar la humanidad, por muy apocalípticas que sean las predicciones de sus modelos matemáticos.
Pero hay un fuerte obstáculo para el triunfo del enfoque racional: esta pandemia ha mostrado que es demasiado fácil manipular las emociones. Los políticos han descubierto que no es necesaria la discusión, el debate, el contraste de alternativas. Ahora saben que pueden avivar el miedo al cambio climático simplemente aplicando medidas muy radicales… y obtener de paso el aplauso mayoritario. Este es el precedente envenenado que nos deja la gestión de la pandemia.
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