¡Dios mío, ya está aquí la pandemia!, exclamó Maurice Hilleman, jefe del servicio de enfermedades infecciosas del ejército de los Estados Unidos, el 17 de abril de 1957 al leer una noticia en el New York Times. Veinte mil personas esperaban delante de los dispensarios de Hong Kong para ser atendidas por una gripe especialmente virulenta. Tras recibir muestras del virus, Hilleman confirmó sus peores temores: no había inmunidad ante esa cepa. Nada podía frenar la Pandemia de Gripe Asiática, que acabaría causando cuatro millones de muertos en una población mundial que no llegaba al 40% de la actual.
Se recomendó a los enfermos permanecer en casa y solo acudir al hospital si los síntomas se agravaban. Escuelas y empresas permanecieron abiertas, descartándose medidas extremas como confinamientos o uso obligatorio de mascarillas por considerarse ineficaces y contraproducentes. No hubo fractura social, ni pánico generalizado, presiones o bandos enfrentados, ni insultos o acusaciones, ni dogmas o herejías. Nadie vigiló o denunció a sus vecinos. Y la pandemia no condujo a pérdida de libertades ni a grandes daños psicosociales.
Estados Unidos amplió a marchas forzadas la capacidad de los hospitales y, cuando llegó la enfermedad, el amigo Hilleman había desarrollado una vacuna razonablemente eficaz, que contribuyó a reducir la mortalidad. Se inoculó quien lo consideró oportuno, sin coacción, certificados, distinción o polémica entre vacunados y no vacunados. Tampoco surgió la ocurrencia de intentar eliminar el virus: sabían que adaptarse a él, minimizar los daños, atender bien a los enfermos, crear inmunidad por vacuna o exposición directa, era la única vía para superar la crisis.
La estrategia de 2020 iba a apartarse inesperadamente de la senda prevista, con medidas draconianas, extremas, nunca antes experimentadas, nada respetuosas con derechos y libertades
Aunque la pandemia de 2020 ha constituido una amenaza similar, la política, la conducta de la gente y la actitud de la opinión pública fueron diametralmente opuestas, como si contemplásemos dos civilizaciones de galaxias distintas. La estrategia de 2020 iba a apartarse inesperadamente de la senda prevista, con medidas draconianas, extremas, nunca antes experimentadas, nada respetuosas con derechos y libertades. Muy pocos países, como Suecia, siguieron la línea de siempre, con medidas básicamente voluntarias. Curiosamente, la opinión pública percibió lo contrario: que era Suecia la que se apartaba del guion. El mundo se había vuelto súbitamente del revés.
Finalmente, el virus no pareció entender de leyes o restricciones pues los contagios describieron olas similares con medidas laxas o draconianas, con mascarillas o sin ellas. Las novedosas restricciones se mostraron irrelevantes y contraproducentes, como ya advertía la sabiduría del pasado. Entonces, ¿por qué casi todos los gobiernos reaccionaron con tal exageración en 2020? En buena medida porque así evitaban ser culpados por la pandemia, transfiriendo la acusación a otros. Y aquí está la clave: en 1957 nadie hubiese culpado a los gobernantes por los fallecidos en una epidemia, hoy sí.
Una catástrofe natural, sin culpables
En Risk and Blame (1992), Mary Douglas explica que, para las sociedades tribales, premodernas, ninguna desgracia ocurría porque sí: siempre había culpables. Las muertes eran causadas por algún conjuro de brujería; los desastres por la ruptura de algún tabú. Pensaban que todas las calamidades eran evitables, fuera con un sortilegio o persiguiendo como chivos expiatorios a quienes violaron el tabú.
Al superar la magia y la brujería, la sociedad moderna comenzó a identificar ciertos fenómenos como imprevisibles e inevitables, donde no cabe ya buscar culpable. Surgen los conceptos de accidente, muerte natural o catástrofe natural, propios de la mentalidad moderna. Así, la gente identificó la pandemia de 1957 como una catástrofe natural, sin culpables.
Sin embargo, durante el último cuarto del siglo XX el pensamiento occidental sufriría una sorprendente regresión hacia concepciones premodernas, hacia una cultura de la culpa que erosionaría los conceptos de accidente o catástrofe natural. Comenzó a volver la idea de que todas las desgracias son evitables y, por tanto, culpa de quienes no hacen lo suficiente por impedirlas. Como señala Mary Douglas, "hoy consideramos cada accidente como un caso de negligencia criminal, cada enfermedad como una amenaza de enjuiciamiento. Preguntamos siempre ¿de quién es la culpa?, y después ¿cuál será la indemnización?".
Surgieron los abogados 'cazadores de ambulancias', apostados en los servicios de urgencia para animar a los lesionados a litigar, aunque fuera contra quien fabricó el vehículo, construyó la carretera, puso las señales
Esta curiosa evolución se plasmó en la llamada revolución de los litigios, que afectó especialmente a Estados Unidos. Se dispararon las demandas judiciales por unos daños que, anteriormente, los jueces declaraban accidentales, no culposos. Surgieron los abogados "cazadores de ambulancias", apostados en los servicios de urgencia para animar a los lesionados a litigar, aunque fuera contra quien fabricó el vehículo, construyó la carretera, puso las señales, colocó carteles que distraían la atención o no advirtió del peligro de circular con nieve.
Arreciaron también las demandas por negligencia médica en muchos fallecimientos que antaño se consideraban naturales e inevitables, impulsando a muchos facultativos a adoptar la medicina defensiva, una estrategia para guardarse las espaldas ante un posible litigio. Consiste en prescribir muchas más pruebas de las necesarias, recetar medicamentos en exceso, hospitalizaciones prescindibles y, sobre todo, atenerse a protocolos muy rígidos, que permiten cubrir el expediente. El criterio del profesional acaba sustituido por meras formalidades, extremadamente costosas en tiempo y presupuesto, perjudiciales para el paciente, pero muy eficaces para una defensa legal.
Un proceso de infantilización
La novedosa cultura de la culpa forma parte de un proceso general de huida de la responsabilidad personal, de creciente infantilización de una sociedad que no acepta el infortunio, la enfermedad o la muerte. Donde abunda una personalidad que se desahoga con la queja, el pataleo o la transferencia de culpa a los demás, que ansía un mundo completamente previsible, sin incertidumbres, de riesgo cero, con muchos derechos y pocas responsabilidades.
La pandemia de 2020 golpeó a una sociedad dominada ya por estas actitudes premodernas, empujando a los gobernantes a responder con una sanidad defensiva, con medidas sobrepasadas, que no resistían un análisis coste-beneficio pero servían muy bien como coartada ante cualquier acusación. Una vez que un gobierno decreta el cierre generalizado, o la obligatoriedad de mascarillas, si los contagios aumentan, la culpa se endosa a los ciudadanos que no cumplen las normas. Si descienden, el mérito es del gobierno. Por el contrario, los pocos gobernantes que basan su estrategia en medidas voluntarias son culpados directamente de los fallecimientos aunque logren una tasa de mortalidad sensiblemente inferior.
Las medidas exageradas cumplen a la perfección el papel de conjuro de hechicero: ineficaces para resolver el problema, pero muy apropiadas para endosar la culpa a otros
En esta tesitura, casi todos los políticos apostaron por la estrategia más conveniente… para ellos mismos. Incluido Boris Johnson, que no resistió tamaña presión más que un par de semanas. Porque mantener una política sensata, que preserve libertades y derechos requiere hoy día unos niveles de convicción, responsabilidad y valentía tales que son prácticamente inexistentes en la clase política. Las exageradas medidas cumplen a la perfección el papel de conjuro de hechicero: ineficaces para resolver el problema, pero muy apropiadas para endosar la culpa a otros.
Escapar del presente oscurantismo implica aceptar que nadie es culpable de una enfermedad; ni las autoridades, ni la gente. Y que no es lícito perseguir o señalar a quienes deciden no vacunarse porque, aunque la vacuna resulte recomendable para los adultos, la presión y la descalificación generan una ruptura de la convivencia, una violación de derechos y una regresión hacia un asfixiante régimen de intolerancia tales, que los estragos causados a la sociedad acaban siendo muy superiores al beneficio que produciría la inoculación forzada de estas personas. Es una mera decisión personal; no la rotura de un tabú.
Este pensamiento premoderno es completamente disfuncional en una sociedad tecnológica pues la culpa acaba asignándose de manera absurda y arbitraria, diluyéndose la responsabilidad por actos conscientes y deliberados. Así, no se exigirá cuentas a los gobiernos por las graves consecuencias políticas, sociales, económicas y sanitarias que sus sobrepasadas restricciones han causado y van a causar. Al fin y al cabo, se trata de una cultura de la culpa; no de la responsabilidad.
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