Que se vaya a abrir el curso político en unos días es una broma de mal gusto. Nunca debió haberse cerrado. Más que en abrir curso, los partidos deberían estar pensando en cómo cerrar el año.
Los meses que le quedan a este nefasto 2020 van a ser los meses decisivos, aunque no definitivos. Por delante quedan una vuelta al cole, unos Presupuestos, un programa de reformas so exigencia de Europa, unas elecciones en Cataluña, una Casa Real en crisis, un Otegi que puede llegar a ser senador, un Poder Judicial en interinidad de la interinidad, unas fusiones bancarias obligadas por el BCE, unos medios de comunicación abrasados por la crisis y por encima de todo, un virus que pulula con más libertad de la debida, gracias a la incapacidad del Gobierno.
A esto deberá enfrentarse nuestra clase política, sin mayorías parlamentarias hábiles, sin ni siquiera el bosquejo de un horizonte común capaz de movilizar los restos de patriotismo que queden.
Porque lo que nos queda de año colorea lo que ya se venía dibujando: una crisis institucional y política; cambios sustanciales en la estructura de poder que alumbró la Constitución
Cada partido debería revisarse a sí mismo y decidir si está o no preparado para desembarcar en esta playa final de 2020, en la que ya no sirven los romanticismos, en la que seguramente sea más necesario el silencio que la berrea, la finura de cirujano que el trazo grueso de Twitter. Porque lo que nos queda de año colorea lo que ya se venía dibujando: una crisis institucional y política; cambios sustanciales en la estructura de poder que alumbró la Transición.
Muchos de esos cambios ya se han avanzado -el nombramiento de la Fiscalía General del Estado y de los órganos reguladores, el uso indiscriminado, previo a la pandemia, de figuras legislativas que evitaban el Congreso, el pacto impúdico con fuerzas políticas indecorosas, etcétera- pero el momento que se nos abre ahora que vuelve el curso, es el momento preciso y puede que nefasto, para llevarlos a término.
Necesidad de horizontes
Y como siempre que surge un vacío en política, en seguida aparecerán proyectos con los que ocuparlo -y okuparlo-. En esto se ve, y veremos, el poder de una idea bien trabada; de una idea justamente elaborada y dispuesta en la plaza pública.
Porque con esta situación sanitaria, social y económica, quedan ya aquilatadas varias generaciones cuyas vidas fueron truncadas por la crisis de 2008 y rematadas por esta. Y otros tantos españoles que sólo han conocido crisis. Miles de ciudadanos que quizá ni tan siquiera tengan el recuerdo de un pasado feliz al que agarrarse y del que sacar fuerzas de flaqueza; miles de españoles para los que el presente será tan parecido a su pasado, que perderán toda esperanza en el futuro. Y es a estos a quienes la política debería apelar, para ganárselos a la apatía y el desengaño.
Porque tras la pandemia, tiene que haber algo. Algo más que un gran vacío o, lo que es peor, una gran incógnita. Un país al que invocar, un futuro por el que movilizarse. Algo, algo más que esta sucesión de ideas peregrinas y políticas fungibles. Algo, algo más que esto que se intuye, ahora que se afronta el final del año.
Cuatro meses apenas. Cuatro meses en los que los partidos tendrán que asumir el peso del presente, del día a día trágico que se vislumbra, al tiempo que dibujar unos horizontes con los que presentarse a una sociedad sumida en la urgencia de salir adelante y la desazón de hacerlo a ciegas.
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