Opinión

La generación más perdida de la Historia

Se han olvidado de los que llegan. De quienes encadenan crisis con crisis. Nunca el futuro fue tan sombrío para generaciones de jóvenes en tiempos de paz

Las cosas no van bien. Y no hablo solo de 2020. El año que casi acaba ha resultado ser una broma macabra. Aunque lo superaremos, nunca se nos olvidará. Permanecerá en el subconsciente y consciente colectivo para siempre. Haremos monumentos y recordaremos los que partieron por culpa del bicho. Todos los años tienen algo de especial para casi todos. Este, sin embargo, lo será singularmente.

Pero no es solo 2020. Este año apuntalará una tendencia que se viene construyendo desde hace mínimo dos décadas. La segunda recesión grave en poco más de 10 años, batiendo récords, uno detrás de otro, no puede pasar sin más. Las heridas que dejan las recesiones tardan en curar, mientras algunas no cicatrizan jamás. Y por mucho que de esta última salgamos en V, en K o sabe Dios con qué letra, dejará un rastro de perdedores, muchos de los cuales repetirán titularidad que ya tuvieron en el partido de la Gran Recesión. Y es que, como hemos comprobado en estos días, diferentes análisis y estudios que se han presentado muestran claramente que los efectos de las recesiones son permanentes si sabemos dónde mirar. De nuevo, una crisis vuelve a ensañarse con los mismos, aquellos que se hicieron adultos justo en el peor momento. Claramente no han tenido suerte.

El fin de la Historia pareció llegar en los noventa. Aquella década, apoyada en la anterior, parecía dejar atrás lo malo que la Segunda Guerra Mundial nos dejó en herencia

Yo crecí en un mundo dividido que vio el muro caer, y que se creyó las palabras de Clinton, para quien todos teníamos el derecho de ser libres (y felices). El fin de la historia pareció llegar en los noventa. Aquella década, apoyada en la anterior, parecía dejar atrás lo malo que la Segunda Guerra Mundial nos dejó en herencia. Fueron décadas de remiendo de las costuras de un modelo económico y social que reventaron en los años setenta. La economía se redirigía por nuevas vías liberales cuando el diseño económico y social de posguerra hacia tiempo que se había desmoronado.

Nuestro padres nacieron en un mundo de posguerra. En España, y a pesar de no participar en la europea y mundial, dicha posguerra fue doble. A nuestro modo, experimentamos ese resurgimiento algo más tarde que nuestros vecinos, pero al fin y al cabo hubo crecimiento. Hubo oportunidades en un mundo muy bien delineado. El sistema fundamentado en los acuerdos de 1944 en Bretton Woods funcionó, a pesar que lo hizo más de imagen que de veras. Como el decorado de una obra teatral solemne y bien planificada. Solo había que evitar mirar entre bambalinas. Mientras tanto, la economía y la sociedad avanzaban. Hasta que Vietnam lo cambió todo.

La crisis del crudo

El rígido modelo de acuerdos de posguerra exigía que cada uno cumpliera su papel: familias, hombres, mujeres, empresas y gobiernos. Y de estos últimos, el que más responsabilidad tenía objetó tácitamente al principio y explícitamente después. La política fiscal norteamericana, función directa de su intervención militar, dinamitó las bases de ese crecimiento. El sistema de Bretton Woods colapsó mucho antes de que se concretara la salida del mismo de EE.UU. aquel 15 de agosto de 1971. El abandono norteamericano fue solo un síntoma más de un paradigma económico que se erosionaba. La crisis del crudo no hizo más que acelerar su muerte. Mientras el sistema económico convulsionaba, la sociedad despertaba del rígido letargo de posguerra con el mayo del 68. Los setenta empezaban con una crisis, terminando con otra consecuencia de unos rehenes. La respuesta a esta década bisagra fue clara: un nuevo paradigma económico, que tuvo como objetivo reinstaurar el equilibrio económico y social.

El euro se hizo realidad y la Unión Europea se abre al Este. Nada hace temer ninguna crisis internacional mientras el mundo se llenaba de color

Desde la subida de tipos de Volker a caballo entre las décadas de los setenta y ochenta hasta la caída del muro, el mundo se relame las heridas y retorna al crecimiento (no todo él, pues miren Latinoamérica y África), entrando en una nueva década, la de los noventa, donde la revolución tecnológica y un nuevo orden mundial empujan el crecimiento -con permiso del ínterin de 1991- varios lustros más. El mundo estaba preparado para coger impulso con cada cambio, con cada shock. El euro se hizo realidad y la Unión Europea se abre al Este. Nada hace temer ninguna crisis internacional mientras el mundo se llenaba de color. Incluso la incorporación de China con sus fábricas y millones de consumidores, auguraba una tranquilidad política y económica que, desde luego, pronto supimos que no llegaría.

Sin embargo, las generaciones que vivieron estas etapas disfrutaron cada una de sus dos décadas de crecimiento y construcción. Muchos países dieron importantes saltos hacia adelante en esas dos ventanas de prosperidad divididas por una década donde incluso el mal gusto se trasladó a la moda. Sin embargo, todo cambia con la crisis asiática de 1998. Esta, y sus ondas sísmicas y réplicas se expanden hasta 2001 con Rusia, Argentina y las “puntocom”. Todo ello influirá de forma intensa en los determinantes del crecimiento hasta 2008. La Torres Gemelas condicionaron aún más dicho crecimiento durante el lustro siguiente. Desequilibrios comerciales, Chimérica y exceso de liquidez se traduce en una burbuja global que rompe la esperanza de millones de personas en 2008. Y desde entonces todo es diferente.

El individualismo y la reconstrucción

En realidad, no estamos ante dos crisis coyunturales. Es obvio que la causada por la covid es particular y exógena, pero otra causa podría haber asistido. Estamos ante un profundo cambio de paradigma económico, de crecimiento, motivado por el agotamiento de los factores que impulsaron la reconstrucción de posguerra y un cambio tecnológico heredero de una reconstrucción neoliberal del crecimiento con beneficios indudables pero de reparto asimétrico. El individualismo no parece solucionar el problema mientras los Estados se concentran en transferir rentas en pago al esfuerzo demostrado de aquella generación que lideró la reconstrucción. Pero mientras tanto, se olvidan de las que llegan. De la que encadenan crisis con crisis. Nunca el futuro fue tan sombrío para generaciones de jóvenes en tiempos de paz.

ESADE presentó hace unos días un trabajo de Ariane Aumaitre y Jorge Galindo donde señalan con datos lo que en esta columna se pone de relieve, las dificultades de una generación que ha vivido estas dos crisis justo cuando construían su capital. Una generación donde la precariedad laboral es mayor que nunca y donde los efectos a largo plazo que estas pueden infligirle pueden ser no solo intensos sino además traspasar todos los límites conocidos. Mientras tanto, en los corredores de la política, los debates andan en conceptos de identidad, en lo sustantivo de las palabras y en no dejar nunca a nadie atrás (si es mayor de 65 años, mejor), cuando una generación clama por ser atendida. Y mientras, no nos atrevemos a mirar entre bambalinas.

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