Opinión

Marzo 2020: cuando el mundo enloqueció

El confinamiento no reduce las muertes, solo las aplaza a un coste social astronómico. Pero puede que esto importe poco a autoridades y ciudadanos con visión estrecha y cortoplacista

Desde que estalló la pandemia de covid-19, los confinamientos, suspensión de actividades económicas, cierres de fronteras, toques de queda o restricciones a la movilidad son medidas contempladas como normales o naturales por la opinión pública. Sin embargo, esta vía emprendida en marzo de 2020 implica una ruptura radical con la visión que los gobiernos mantenían para combatir pandemias… tan solo un mes antes.

Algo extraño ocurrió. Súbitamente, las autoridades descartaron sus planes de previsión de pandemias y se lanzaron a los caminos. En cuestión de semanas, la improvisación se convertía en ortodoxia y el confinamiento en el nuevo epítome de la corrección política. Las sociedades emprendían un viaje hacia lo desconocido, sin brújula ni sextante, desviándose del rumbo marcado por unos planes estratégicos que no contemplaban medidas como las actuales.

¿Qué sucedió en marzo de 2020? ¿Se desató el pánico, la confusión, la locura colectiva? ¿Quizá los planes estaban diseñados para dirigentes con más temple, más preocupados por la eficacia que la imagen? ¿O previstos para sociedades menos miedosas, infantiles y cortoplacistas? ¿O acaso los sistemas políticos habían sufrido una silenciosa deriva autoritaria? La respuesta no es sencilla, posee muchas aristas y requiere retroceder algunos años.

Los planes estratégicos para pandemias

A raíz del Síndrome Respiratorio Agudo (SRAS) de 2003 muchos países comienzan a establecer planes para combatir futuras pandemias. Uno de los más completos fue el Interim Pre-pandemic Planning Guidance (2007) elaborado en los Estados Unidos por la agencia CDC (Centers for Disease Control and Prevention). Aunque complementado en 2017, el plan continuaba vigente en febrero de 2020.

La CDC diseñó una estrategia con mucho rigor y nítida visión de largo plazo. Introdujo las denominadas Intervenciones No Farmacéuticas (INF), actuaciones dirigidas a reducir los contagios, ralentizando así la expansión de la enfermedad. Eso sí, reconociendo que cada intervención tiene consecuencias no deseadas y, por ello, debe aplicarse con mesura y responsabilidad, respetando siempre un principio básico: solo se recomendará cuando sus beneficios previstos superen a los perjuicios sanitarios, sociales y económicos que la intervención pudiera ocasionar en el futuro. La mayoría de las medidas tiene carácter voluntario, raramente obligatorio, y la estrategia se adapta a la gravedad de la pandemia (Tabla 1).

Tabla 1. Clasificación de las posibles pandemias en los EEUU según el CDC (2007)

Tabla 1

La covid-19 ha causado unos 230.000 fallecidos en EEUU y, dada su evolución, es muy probable que permanezca en la categoría 2. Las intervenciones a) recomendadas, b) opcionales y c) no recomendadas por el documento del CDC se recogen en la Tabla 2. Opcional implica que debe estudiarse individualmente cada caso, sopesando beneficios con costes sociales futuros.

Tabla 2. Intervenciones no farmacéuticas según la severidad de la pandemia (CDC)

Tabla 2

Los diseñadores de la estrategia señalan la necesidad de ganarse la confianza de las comunidades, implicar a los ciudadanos explicando bien las razones y los objetivos de cada medida. Se deduce que las pandemias solo pueden superase con la comprensión y la colaboración de todos, evitando imposiciones, con medidas razonables, nunca extremas, forzadas, arbitrarias o caprichosas. Quizá por ello, el documento no contempla la posibilidad de confinamientos, toques de queda, suspensión de actividades económicas o cierre de fronteras. Tampoco lo hace el manual para la prevención de pandemias publicado por la Organización Mundial de la Salud (OMS) en 2019, ni siquiera para casos más graves que el actual.

Solo algunos países, como Suecia, mantuvieron esta línea. La mayoría se apartó, siguiendo por imitación la estela de lo que aplicaban los demás: un efecto dominó que se extendió por casi todo el mundo.

De Wuhan a Ferguson

Declarada la epidemia de covid-19 en Wuhan, las autoridades chinas imponen en enero un estricto confinamiento, o arresto domiciliario, con una severidad, incluso crueldad, completamente ajenas a los usos y costumbres de los países democráticos. Cosas del sistema totalitario chino, que jamás llegarían a Occidente. Pero una población miedosa, cortoplacista, unos medios de información sensacionalistas, unos dirigentes temerosos de ser culpados de las muertes y algunos intelectuales con agenda propia podían formar un cóctel explosivo con resultados insospechados.

El grupo de intelectuales tenía una cabeza visible, Neil Ferguson, un físico teórico que decidió aplicar sus conocimientos matemáticos a modelizar enfermedades infecciosas. Ferguson y su equipo del Imperial College (Londres) comenzaron a proponer el uso intensivo de las intervenciones no farmacéuticas, no ya para mitigar las enfermedades como establecían los planes estratégicos, sino para suprimirlas, para eliminarlas. Esta opción era posible, teóricamente, pero nadie la había planteado seriamente pues suprimir una enfermedad muy contagiosa ya iniciada requería medidas tan radicales, tan draconianas, que los costes sociales superarían ampliamente a los beneficios. Pero la supresión encajaba bastante bien en una sociedad infantilizada, donde la expansión de los derechos había transcurrido paralela a la contracción de los deberes. ¿Por qué no el “derecho” a no sufrir una pandemia?

El estudio reconocía que la supresión no sería definitiva, pues la enfermedad regresaría meses después por la ausencia de inmunidad y que esta estrategia lleva consigo enormes costes económicos y sociales

El surgimiento de la covid-19 y la radical intervención China eran la oportunidad de oro para Ferguson y su equipo. En un polémico estudio calcularon que, sin aplicar intervenciones coercitivas, la enfermedad causaría 510.000 muertos en Reino Unido y 2,2 millones en los Estados Unidos. Sostenían que las medidas convencionales para mitigar la enfermedad, incluso aplicadas de forma intensiva y obligatoria, no evitarían un desbordamiento del sistema sanitario de proporciones descomunales. Sólo resultaba viable una opción: la supresión, enclaustrar a la gente al estilo chino. Eso sí, el estudio reconocía que la supresión no sería definitiva pues la enfermedad regresaría meses después por la ausencia de inmunidad y también que esta estrategia “lleva consigo enormes costes económicos y sociales que pueden tener un impacto significativo sobre la salud y el bienestar a corto y largo plazo”.

Ferguson se reunió con el presidente francés Emmanuel Macron el 12 de marzo y con el Primer Ministro británico, Boris Johnson, el 16. Ambos debieron asustarse con las apocalípticas previsiones porque se decantaron por el confinamiento. Es probable que Ferguson contactase (y asustase) a más líderes europeos.

Naturalmente, el estudio sobreestimaba ampliamente la mortalidad de la covid-19, un error explicable al principio de una epidemia cuando no se conocen con certeza los parámetros correctos que deben introducirse en el modelo. Pero ya era mala suerte estimar para Estados Unidos 2,2 millones de muertos, justo para encajar la pandemia en su grado máximo: la categoría 5. No, la pandemia actual no reviste, ni de lejos, la gravedad que tuvo la gripe de 1918, como sostenía Ferguson. Tampoco es insignificante: se asemejaría más a la de 1957. Pero esta enfermedad ofrece una ventaja que no concedieron otras: los colectivos vulnerables están muy bien identificados, algo que permitiría aplicar una estrategia selectiva de protección especial, con sustancial reducción de la mortalidad, la demanda hospitalaria y el deterioro social.

El remedio peor que la enfermedad

Los costes a largo plazo de las actuales políticas restrictivas, indiscriminadas, son espeluznantes. Y no solo en términos económicos (enorme desempleo, profunda pobreza, quiebra de pequeñas empresas), también en salud física y mental, cohesión social, derechos fundamentales y, finalmente, vidas. El cierre de la actividad escolar presencial no sólo priva a los niños de formación, también de disciplina, de hábito de aprendizaje. Y crea dificultades para que los padres acudan al trabajo. El encierro agrava muchas otras enfermedades físicas (mucho más letales que la covid) y mentales al dificultar el ejercicio, los controles y la asistencia sanitaria. El confinamiento no reduce las muertes, solo las aplaza a un coste social astronómico. Pero puede que esto importe poco a autoridades y ciudadanos con visión estrecha y cortoplacista.

Los expertos que propusieron la novedosa estrategia mantenían una confianza ciega, excesiva, en sus modernas técnicas y un soberano desprecio por la sabiduría del pasado. Probablemente pensaban que los antiguos eran ignorantes por carecer de sus sofisticados conocimientos. Grave error. Quienes afrontaron la pandemia de 1957 disponían de menos adelantos pero no eran ignorantes en absoluto. Podían haber confinado a la población, reduciendo los contagios, pero poseían visión y sentido común suficientes como para saber que ese remedio resultaría muchísimo más grave que la enfermedad.

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