Juan Carlos I ya es un rey"desterrado”. Su inapropiada conducta en asuntos personales y financieros, aireada ahora en los medios de comunicación, lo han llevado al exilio. No hay condena judicial aún, pero sí mediática y social, lo cual es suficiente en los tiempos que corren. Sin pudor, el gobierno ha presionado para consumar la expulsión, allanando así el camino para el advenimiento de una futura república plurinacional (Iglesias dixit).
La hipocresía inunda las páginas de la prensa patria. Allá donde antes había silencio y complacencia, ahora hay bullicio y látigo inmisericorde contra el Borbón. Quienes ayer miraban hacia otro lado ante los “negocios” del monarca, ahora se lanzan en tropel sobre sus despojos.
El Rey fue clave en la Transición, pero el desarrollo del sistema que patrocinó y perpetuaba generó una corrupción que los gobiernos de turno no quisieron atajar. Poner freno a aquellos excesos del monarca hubiera supuesto iniciar la regeneración, en serio, de una democracia maltrecha cuyas vías de agua aún no se percibían, gracias a la prosperidad que caracterizó buena parte del reinado de don Juan Carlos. Aceptar tales desajustes resulta compatible con asumir que estos últimos cuarenta años han sido los de mayor y mejor desarrollo político, económico y social de nuestra Historia.
Pero las muchas ficciones que se mantuvieron durante estas décadas de “vino y rosas” se vinieron abajo tras el estallido de la crisis del 2008. Aquel terremoto económico, que pronto fue político e institucional, dejó al aire las vergüenzas de todos, incluso las de Zarzuela. La imparable descomposición del sistema, ahora intensificada por el coronavirus y sus secuelas económicas, ha reventado las alcantarillas que contenían cuarenta años de omertá. Sólo faltaba la izquierda más irresponsable, populista y radical en Moncloa, una izquierda con vínculos venezolanos e iraníes, para que la basura inundara todo.
Ya se ha ido el Rey para proteger, dicen, a su hijo y a la institución. Pero está muy lejos este mensaje de la auténtica operación en curso: el aislamiento de Felipe VI y su posterior asedio para profundizar en el descrédito de la Corona y justificar, así, el planteamiento de un futuro referéndum sobre la forma de nuestro Estado.
Y es que lo más descorazonador de este exilio radica en que la salida del Rey que posibilitó la transición a la democracia coincide con el creciente protagonismo político de las fuerzas que hoy impugnan aquella época
Una de las muchas contradicciones de la izquierda estriba en criticar que la monarquía es una institución impropia del siglo XXI, a la vez que impulsa y cobija la decimonónica fiebre nacionalista, inspiradora de esa república plurinacional por la que apuesta Iglesias. Y es que lo más descorazonador de este exilio radica en que la salida del Rey que posibilitó la transición a la democracia coincide con el creciente protagonismo político de las fuerzas que hoy impugnan aquella época y su sistema resultante. Que se vaya la monarquía por retrógrada, pero que se queden los modernos nacionalistas, presumiendo de golpes que volverán a repetir. Ese es el triste balance.
Todo ello contando con la necesaria colaboración de un Gobierno, apoyado en nacionalistas y populistas, que ha jugado con el destierro del monarca como moneda de cambio para la aprobación de unos presupuestos que son su salvoconducto de continuidad. Cuando más hace falta un pacto de Estado entre PSOE y PP para superar la sistémica crisis provocada por el coronavirus, más parece acercarse Sánchez a sus aliados de investidura, empeñados en “derribar el régimen del 78”. Se acercan los etarras a las cárceles vascas (algunos de ellos con delitos de sangre), mancillando así la memoria de un Miguel Ángel Blanco que nuestros jóvenes ni conocen; Otegi vuelve a ser investido por los tribunales como un inmaculado “hombre de paz”; Ternera obtiene la libertad en Francia y Puigdemont se atreve a confesar en un libro los entresijos de un golpe del que se vanagloria.
La irresponsable conducta del monarca en sus asuntos personales, esa preocupante sensación de impunidad que lo rodeó durante tantos años y la falta de valentía en unos actores políticos que deberían haber puesto coto al desafuero, anteponiendo los principios democráticos a cualquier otro cálculo cortoplacista para mantenerse en el poder, han dado munición a todas las fuerzas rupturistas que ahora cargan contra la monarquía parlamentaria, la clave de bóveda de nuestra actual democracia. En ello están, y quizá lo consigan. Independientemente del desenlace de la crisis, nunca deberíamos haber olvidado la enseñanza que el estudio de la Historia nos ofrece: los sistemas políticos caen, sobre todo, como consecuencia de sus propios errores y de sus contradicciones internas, aunque sus enemigos den el último empujón al desvencijado edificio.
Asistimos al declinar de una democracia que no quiso regenerarse a tiempo.