Opinión

La prohibición

Con la regulación adecuada, bares y restaurantes pueden ser sitios de orden, como lo son colegios u oficinas. Y, sobre todo, pueden disminuir las interacciones sociales de alto riesgo descontroladas

En enero de 1920 entró en vigor la Decimoctava Enmienda a la Constitución de los Estados Unidos, consistente en la prohibición de la venta, importación, exportación, fabricación y el transporte de bebidas alcohólicas en todo el territorio de Estados Unidos (se permitía en cambio su consumo). Tras varias décadas de presiones por parte de grupos conservadores y religiosos, y con un importante apoyo popular, especialmente tras la Primera Guerra Mundial, entraba en vigor la Ley Seca.

La teoría era que el consumo de alcohol incrementaba la violencia contra las mujeres, provocaba pobreza, pérdida de productividad laboral y decadencia moral, entre otros males. Se permitían ciertas excepciones, siempre bajo prescripción médica, de las que tuvo la suerte de beneficiarse entre otros Winston Churchill tras sufrir un atropello en Nueva York, al bajar de un taxi y cometer el error típicamente británico de mirar al lado equivocado al cruzar la calle. Como resultado, fue llevado al hospital, donde el médico que le asistió, el Dr. O. C. Pickhardt, le extendió un documento que rezaba lo siguiente:

“Por la presente, certifico que tras el accidente sufrido y para su convalecencia, el Honorable Winston Churchill necesita del consumo de bebidas alcohólicas, especialmente durante las comidas. La cantidad es por naturaleza indefinida, pero el mínimo requerido debe ser al menos 250 centímetros cúbicos”. El gran líder británico no pudo quejarse de falta de anestesia durante su recuperación…

Imagen del documento.

Durante la actual crisis del coronavirus, las autoridades están poniendo en práctica diversas recetas para intentar controlar la expansión de la pandemia. Sabemos que los contagios se producen mayoritariamente por contacto personal cercano con un infectado, y que el riesgo aumenta con el tiempo de dicho contacto, con que ese contacto se produzca en entorno cerrado, y con que se hable en voz muy alta, grite o cante. Y sabemos también que el uso correcto de mascarillas reduce el riesgo de infección. Quizá por ello, las restricciones más comunes incluyen:

  • Uso generalizado de mascarillas, en interior y exterior.

  • Reducción del tamaño máximo de las reuniones sociales, tanto en lugares públicos como en los hogares.

  • Restricciones para circular libremente o abandonar determinados territorios geográficos.

  • Cierre de negocios no esenciales.

  • Cierre de bares y restaurantes, en interior o incluso en exteriores.

  • Toques de queda (prohibición de circular por la vía pública sin causa justificada a determinadas horas nocturnas).

En mayor o menor medida, estas restricciones se han aplicado y se están aplicando, en diversas combinaciones, en muchos países y, dentro de España, en los distintos territorios autonómicos.

Pensando en lo anterior, es evidente que un bar o un restaurante puede suponer un entorno de alto riesgo, por varias razones. En primer lugar, especialmente si se trata de locales cerrados, es evidente que la reunión de decenas de personas en un espacio limitado, quizá no muy bien ventilado, sin mascarilla en el mejor de los casos cada vez que alguien come o bebe algo y, más probablemente, durante la práctica totalidad del tiempo que se pasa en su interior, es un ambiente propicio para que si alguno de los presentes es contagioso pueda transmitir la enfermedad. Además, son lugares en donde que se habla, a menudo en voz alta, y especialmente si los asistentes ingieren bebidas alcohólicas.

No conocemos el origen real de prácticamente ningún brote, salvo aquellos que se producen en los hogares, y casi nunca conocemos dónde y cómo se contagió el primer miembro del hogar que transmitió la enfermedad a sus convivientes

El argumento frecuentemente utilizado de que hay muy pocos brotes conocidos que se hayan producido en bares y restaurantes me parece bastante endeble, pues la realidad es que no conocemos el origen real de prácticamente ningún brote, salvo aquellos que se producen en los hogares, y casi nunca conocemos dónde y cómo se contagió el primer miembro del hogar que transmitió la enfermedad a sus convivientes. Lo más probable es que dicho contagio inicial se haya producido en la oficina, en el colegio o universidad, en un bar o en un restaurante. Y de todos ellos, el menos “trazable” es aquel que se produce en bares o restaurantes, pues se desconoce con quién compartiste el espacio, más allá de los conocidos con los que estuviste. Por todo ello, la lógica inicial puede indicar que, al cerrar esos establecimientos, inmediatamente debería disminuir el número de contagios.

Por suerte o por desgracia, como casi todo en esta vida, cuando cambias algún elemento en la sociedad o en la economía, no solo modificas ese elemento, sino que se generan dinámicas que afectan a muchos otros de forma indirecta y a menudo imprevista por el que propuso las modificaciones iniciales. Muestras de que el “ceteris paribus” (que podríamos traducir como “todo lo demás permanecería igual”) rara vez sucede, existen muchas. Por ejemplo, si, como se ha intentado muchas veces a lo largo de la historia, bienintencionadamente se intenta fijar un precio máximo de ciertos bienes esenciales (como alquiler de viviendas o carburantes), lo más probable estadísticamente es que el tiro salga por la culata y, o bien aparezca un mercado negro en que el precio real del bien se incremente, o bien se produzca escasez del mismo por falta de incentivos para el propietario, o una combinación de ambos.

Lugares menos controlados

Este puede ser uno de esos casos. El ser humano es un ser social, y, salvo escasas excepciones, necesita del contacto de otros seres humanos, familiares y amigos, para su bienestar emocional. No es descartable que, en ausencia de un Estado dictatorial que controle todos nuestros movimientos (que afortunadamente no es aún el caso en Occidente), el hecho de cerrar bares y restaurantes provoque un incremento de reuniones de familiares y amigos en lugares menos controlados como pueden ser nuestros propios hogares, locales deshabitados o viviendas de alquiler. Si así sucediera, posiblemente el efecto neto pudiera no solo no ser una reducción de contagios, sino un incremento de los mismos, pues las reuniones serán mucho menos controlables y controladas, y no se podrán imponer fácilmente medidas de aforos máximos o ventilación, como sí se puede hacer en establecimientos abiertos de cara al público.

Lo mismo sucede en el caso de los toques de queda cada vez más tempranos, muy de moda especialmente tras su aplicación en Francia por parte de Macron. Sabemos que este virus se contagia en espacios cerrados concurridos, como decía más arriba. Un toque de queda demasiado temprano podría provocar un efecto perverso, al hacer que realicemos menos vida al aire libre, y pasemos más tiempo en habitaciones cerradas con nuestros convivientes.

Obligar a que los ciudadanos que puedan haberse contagiado en una clase, un bar o una oficina durante el día pasen más horas encerrados en pocos metros cuadrados con sus convivientes incrementa de manera más importante el riesgo de contagios

Tras 11 meses de convivir con él, conocemos ya algunos de los gustos de este “bicho”: le gusta el frío (como a casi todos los virus respiratorios), le gustan los espacios cerrados (se contagia mucho más difícilmente al aire libre), y odia la rutina y le encanta el desorden, como vimos durante el verano y durante la época prenavideña y navideña. Precisamente por eso creo que hay que romper una lanza por el sector de la restauración. No solo es la fuente de sustento económico de millones de españoles y un espacio fundamental para ayudar a mantener el equilibrio mental de los ciudadanos. También, con la regulación adecuada, bares y restaurantes pueden ser sitios de orden, como lo son colegios u oficinas. Y sobre todo, pueden disminuir las interacciones sociales de alto riesgo descontroladas ya mencionadas. Más que cerrar los establecimientos de restauración, lo que creo que deberían hacer las autoridades es regularlos con las medidas que consideren más eficaces, entre las que me atrevo a sugerir:

  • Favorecer al máximo el establecimiento de terrazas en la vía pública, con o sin calefacción. Me resulta increíble que con el clima que hay en gran parte de España, las terrazas al aire libre estén cerradas en algunas comunidades autónomas.

  • Reducir aforos en locales cerrados, establecer una normativa mínima de ventilación de los mismos (por ejemplo, obligación de mantener la concentración de CO2 por debajo de un cierto valor), fijar distancias mínimas entre mesas, y auditar aleatoria y frecuentemente el cumplimiento de dichas normas, con multas durísimas en caso de incumplimiento.

  • Estudiar la posibilidad legal de tener que aportar el número de teléfono y nombre por parte de los asistentes a dichos establecimientos cerrados, para poder ser localizados en caso de producirse algún positivo coincidente en el tiempo. En caso de ser imposible legalmente, al menos ofrecer e incentivar la posibilidad de que los asistentes aporten los datos de manera voluntaria.

  • Permitir al dueño del establecimiento la realización de test de antígenos debidamente aprobados antes de producirse la entrada a los locales cerrados. De esa manera se disminuiría la probabilidad de contagios en interiores.

Igualmente, es posible que sea un error (aparte de una durísima restricción de las libertades fundamentales de los ciudadanos) el establecimiento de toques de queda, especialmente si son muy tempranos. Creo que obligar a que los ciudadanos que puedan haberse contagiado en una clase, un bar o una oficina durante el día pasen más horas encerrados en pocos metros cuadrados con sus convivientes incrementa de manera más importante el riesgo de contagios que permitirles que interactúen con sus convivientes o incluso no convivientes al aire libre. Y desde luego incrementa el riesgo de que busquen tener las mismas interacciones, pero en entornos no controlados.

Enfermedades mentales

Llevo diciendo desde marzo que en esta pandemia no solo van a ser importantes los daños directos derivados de la acción del propio virus en nuestra salud. Pueden ser aún más importantes las consecuencias sociales, políticas, económicas y sanitarias (tanto en términos de diagnósticos retrasados o enfermedades crónicas mal tratadas, como sobre todo de enfermedades mentales). Cada día que pasamos con situaciones del todo excepcionales se agravan esos daños de manera exponencial. Es por eso, y por la escasa evidencia sobre la efectividad de las medidas de cierre de bares y restaurantes y toques de queda (no hay gran diferencia en la situación epidemiológica y asistencial entre comunidades como la de Madrid, que no ha cerrado en ningún momento la restauración desde junio, y otras que han permanecido meses con dichos establecimientos completamente cerrados), que insto a las autoridades a que repiensen su estrategia, siempre con el objetivo de mantener el máximo nivel de actividad social y económica compatibles con una situación asistencial aceptable. No siempre las medidas bienintencionadas obtienen los resultados deseados.

En 1932, uno de los mayores proponentes de la Ley Seca en sus inicios, John D. Rockefeller Jr., escribió en una carta que leyó ante las cámaras:

“Cuando se aprobó la Prohibición, tenía la esperanza de que fuera ampliamente apoyada por la opinión pública, y de que pronto llegaría el día en que se reconocieran los efectos malignos del alcohol. Lentamente y a regañadientes he llegado a la convicción de que en ningún caso este ha sido el resultado. Por el contrario, el consumo de alcohol generalmente se ha incrementado; los garitos clandestinos han reemplazado a los bares; ha aparecido un enorme ejército de delincuentes; muchos de nuestros mejores ciudadanos han ignorado abiertamente la Prohibición; ha disminuido enormemente el respeto por la ley; y el crimen se ha incrementado a un nivel jamás visto”.

La Prohibición terminó oficialmente en diciembre de 1933. La leyenda cuenta que el aquel entonces Presidente de los Estados Unidos, Franklin D. Roosevelt, dijo tras decretar el fin de la Decimoctava Enmienda: “Lo que América necesita ahora es un trago”.

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