El primer gran testimonio histórico de una dureza de cara de las que hacen sudar frío lo tenemos en la batalla de Qadesh, en 1274 a. C. Era aquella una ciudadela ubicada al norte de lo que hoy es el Líbano. Se enfrentaron allí unos 20.000 egipcios, dirigidos por el faraón Ramsés II (entonces era un chaval de 25 años bastante echao p’alante), con unos pocos más hititas, comandados por el rey Muwatalli. Cada uno de los dos grandes imperios pretendía asestar al otro un golpe definitivo. Ninguno lo consiguió. Después de una auténtica matanza, la cosa quedó en tablas. Qadesh permaneció en manos hititas, pero ambos ejércitos salieron tan debilitados que nunca más se les ocurrió incordiar al vecino.
Ah, pero los egipcios tenían una cosa de la que los hititas carecían: propaganda. Lo anotaban absolutamente todo, es verdad, pero como les convenía. Y dejaron grabado en piedra que lo de Qadesh había sido una clamorosa y resonante victoria del joven Ramsés, que se había portado como un héroe y que había puesto en fuga, él solo y a mandoble limpio, a miles y miles de enemigos.
Todo sigue más o menos como antes. Los que ya estaban fuertes lo están aún más, quienes gobernaban seguirán gobernando y los únicos que se desinflan como globos de goma son los populismos
Esa versión de la batalla, completamente falsa, es la que ha permanecido como auténtica desde entonces... y hasta hace relativamente poco. O al menos coló en los libros desde que Champollion acertó a descifrar la escritura egipcia y pudimos enterarnos de lo que nos contaba aquella gente. Qadesh es, por lo tanto, el primer caso constatado en la historia de una cara dura asombrosa; el primer precedente de Goebbels, quien tenía muy claro que lo importante no era lo que de verdad había ocurrido sino lo que la gente se creyese.
Las comparaciones son odiosas, pero en Galicia y en el País Vasco acaba de ocurrir (en términos electorales) algo parecido, en mi opinión, a lo de Qadesh: nada. Todo sigue más o menos como antes. Los que ya estaban fuertes lo están aún más, quienes gobernaban seguirán gobernando y los únicos que se desinflan como globos de goma son los populismos. Los podemísticos se han pegado una leche de las de tres aspirinas y, cosa excepcional, su rey hitita, Pablo Iglesias, lo ha admitido: una “derrota sin paliativos”.
¿Y los otros? Pues no, los otros no. La ultraderecha se ha quedado fuera del Parlamento gallego (soñaban con ser “la llave”; soñar es gratis) y ha logrado una única, solitaria y desguarnida diputada en el Parlamento de Vitoria, Amaia se llama, que debe de sentirse ahora mismo como La Traviata de Verdi: “Sola, abbandonata in questo popoloso deserto che appellano Eusko Legebiltzarra”.
Ah, pero los de Vox aprendieron mucho de los egipcios. Lo de Galicia ni lo mencionan, como si no se hubiesen presentado, como si allí no hubiese habido elecciones. Y la elección de su diputada en Vitoria la han celebrado nada menos que como un triunfo, que hay que tener valor; consiguen una silla de 75 y se proclaman vencedores, lo mismo que si Amaia Martínez fuese la reencarnación de doña Urraca encaramada a las murallas de Zamora, en tiempos del Cid.
Fuentes de información
Hay, sin embargo, un problema que no tenían los propagandistas egipcios: que hoy la gente tiene otras fuentes de información y sobre todo que sabe contar, así que lo de vender la elección de esa única diputada como si fuese la renovada liberación del alcázar de Toledo es un mensaje solo apto para consumo interno. Puede que se lo crean ellos. Y no todos. Vamos, ni tampoco muchos. Pero, como sin duda pensaba para sí el escriba que redactó la crónica de la batalla de Qadesh, “oye: si cuela, pues cuela”.
¿Cara dura de estilo egipcio? Hay para dar y tomar. Alberto Núñez Feijóo, que es un hombre comedido, moderado, nada aficionado al aspaviento ni a la vocinglería, ha ganado en Galicia por cuarta vez consecutiva, algo que solo consiguió Manuel Fraga en los tiempos en que todos (menos él) éramos mucho más jóvenes. Pues tiempo le ha faltado al presidente de su partido, Pablo Casado, para soltar por esa boca su particular versión de la batalla de Qadesh: “A nosotros nadie nos tiene que llevar a la moderación, porque siempre hemos estado en ella”.
Iglesias, polvos verdes y Venezuela
Menos mal que esto lo dijo delante del Comité Ejecutivo Nacional de su partido, que son gente de confianza, porque lo llega a decir ante un público normal y la carcajada habría sobrepasado los 8 grados en la escala de Richter. Pero hijo: después de las cosas que hemos tenido que oírte en el Congreso durante el estado de alarma, que solo te faltó decir que el virus lo diseñó Sánchez en la cocina de la Moncloa con unos polvos verdes que le trajo Pablo desde Venezuela, ¿ahora sales con esas? ¿Tres pasitos palante, Casado, y un pasito patrás, aun a riesgo de que Cayetana entre en erupción, como el Etna? ¿A qué viene ahora esta pobre imitación de Gundisalvo, el célebre personaje de Mingote, que se presentaba a las elecciones y decía ante cada auditorio lo que suponía que este quería oír? Pero oye: si cuela, pues cuela. Alguno habrá que se lo crea…
Es lo que pasa cuando se confunde –deliberadamente; esto siempre es a propio intento– la estrategia política con la publicitaria, que consiste en hablar o actuar pensando no en todo el mundo, que sería lo esperable, sino solo en tus potenciales clientes; en aquellos a los que sabes que puedes convencer, que no son todos; o incluso que te pueden perdonar cualquier barrabasada que hagas, porque anteponen “la causa” (sea la que sea) a todo lo demás, incluso a su propia capacidad de razonar con cierta lógica.
Lo vimos ayer en la emocionante ceremonia de la Plaza de la Armería, en memoria de las víctimas de la pandemia y en homenaje a quienes nos han cuidado y nos siguen cuidando. El espectáculo era insólito: estaban allí, alrededor del Rey, todos los poderes del Estado y, cosa rarísima, todos los presidentes autonómicos, incluidos los dos que no van nunca: Urkullu y Torra, El Amortizado. Había representantes de la sociedad civil, de las más altas instituciones europeas, de la seguridad ciudadana y de todos los partidos.
¿Todos? No. Un par de aldeas que conocemos bien resistieron, ahora como siempre, a la invasión de la lógica y de la sensatez. ¿Quiénes fueron? Pues los de siempre: ni los de Vox ni los de Esquerra Republicana quisieron ir al homenaje de todos. ¿Y por qué no? Excusas aparte, porque ambos mantienen una estrategia (que no táctica) muy parecida: la de hacer ver que ellos no son todos. Es decir, meter ruido para contentar a su propia hueste. Y una de las formas más eficaces de meter ruido es llevar la contraria, siempre. ¿Y a quién? Pues a lo que se ponga por delante, empezando por el sentido común, la solidaridad con los familiares de los fallecidos, la compasión (que no significa otra cosa sino “compartir el dolor”; qué hermosísimas palabras las de Hernando Calleja, con la voz quebrada) y desde luego el sentido del Estado, de comunidad de ciudadanos, de seres humanos. Estaban allí, entre otros, el secretario general de la OTAN y la presidenta de la Comisión Europea, pero el Rufián y Abascal no se dignaron asistir: sería poco para ellos. Y pensar que de uno de los dos depende la estabilidad del Gobierno de la nación… ¿Cómo se puede entender eso?
Pero quizá tenían otras cosas que hacer. Estarían, digo yo, redactando su propia versión de la batalla de Qadesh para cuando alguien les pregunte por qué no acudieron. Va a ser interesante oírla. A ver qué se les ocurre esta vez. Agárrense.