Paolo Vasile nació en Roma el 23 de junio de 1953, en el seno de una familia de la alta burguesía. Es hijo del productor cinematográfico Turi Vasile y de su esposa, Silvana Gualdi. Ambos fallecieron en 2009, con una semana de diferencia. El padre, Turi, dueño de la productora Ultra Films, está en la historia del cine italiano por haber producido obras esenciales de directores como Antonioni, Dino Risi, Luigi Comencini o Federico Fellini: la película más personal de este, Roma, fue producida por Turi Vasile. El resultado fue que la familia se arruinó (la cinta fue una catástrofe económica) y los Vasile tuvieron que dejar su amplia residencia en una zona de postín para mudarse a un piso pequeño en un barrio popular. Paolo Vasile era, por entonces, un adolescente. Aquello le afectó mucho. Y tardó décadas enteras en volver a ver Roma de Fellini.
Hoy quizá haya muchísimas personas a las que les cueste trabajo siquiera imaginar que, de chico, a Paolo Vasile no le interesaban ni el cine ni menos aún la televisión. Lo que le gustaba era la música. Eso fue lo que estudió. Música y luego, en la universidad, Antropología. De esto cabe inferir que el joven Paolo iba para intelectual tímido, comprometido, ceñudo y con gafas, algo así como Ennio Morricone. De hecho, un Vasile veinteañero compuso la banda sonora de películas como Il giorno del Cobra, Controrapina o La polizia interviene: ordine d’uccidere, todas de directores italianos, todas de los 70 y todas, pasadas cuatro décadas, bastante prescindibles. Escuchar esas bandas sonoras hoy es conmovedor. Es obvio que el joven Vasile no era Morricone, ni Nino Rota, ni John Williams, pero hay que reconocer que no le faltaba cierto talento. Todas esas músicas están hoy en Spotify con el nombre de su creador.
Empezó de recadero, meritorio o chico para todo: era el que llevaba agua a los actores. Luego le hicieron ayudante, lector de guiones y acabó de productor
Como antropólogo, carrera que eligió para huir del cine que había arruinado a su padre, no trabajó nunca. Pero cuando fue el padre, Turi Vasile, quien decidió dejar el cine y ponerse a escribir, el joven Paolo cambió completamente el sentido de la marcha de su vida y se dedicó a la producción, primero cinematográfica y más tarde televisiva. Empezó de recadero, meritorio o chico para todo: era el que llevaba agua a los actores. Luego le hicieron ayudante, lector de guiones y acabó de productor. En aquellos años conoció a la que hoy sigue siendo su esposa, Annalisa, sin duda la mujer más importante de su vida. Todas las grandes decisiones las ha tomado Paolo Vasile después de escuchar el consejo de su esposa.
Fue ella quien le convenció para que aceptase la oferta de trabajo en Canale 5, propiedad de Silvio Berlusconi. El llamado cavaliere, en aquellos años 80, todavía no tenía el rostro actual, tan parecido a las caretas que usan los atracadores (frase de Óscar Sainz de la Maza), pero ya era casi enteramente Berlusconi, con todo lo que eso quiere decir; lo único que aún no había hecho era meterse en política para proteger sus negocios, como sí había hecho ya, por ejemplo, Pablo Escobar, aunque los negocios de ambos fuesen distintos. El caso es que Berlusconi no tardó en darse cuenta de lo mucho que valía aquel muchacho ni muy alto ni muy bajo, ni guapo ni feo, culto, leído, con grandes dotes de organizador, de mirada de acero, extraordinariamente inteligente y extraordinariamente ambicioso. Le exigió lealtad absoluta. La ha tenido siempre, ocurriera lo que ocurriese.
Trabajó en el centro de producción de Roma de Mediaset y aprendió que la estrategia de su jefe era la de una tela de araña: extenderse lo más posible para atrapar a los espectadores. No importaba cómo. Vasile demostró una capacidad de trabajo sencillamente inhumana (la misma que exigía a sus subordinados, o casi) y un carácter expeditivo que no hacía más que afilarse con el paso del tiempo. Tomaba decisiones rápidas y contundentes. Y no es fácil saber si se equivocaba porque, sencillamente, nadie le discutía. Sobre todo cuando Berlusconi le hizo vice direttore.
En 1999, Berlusconi decidió conquistar España. Así de claro. Las televisiones privadas llevaban ya una década funcionando en nuestro país, lo cual quiere decir que estaban saliendo de la etapa de la adolescencia para entrar en los combates de la edad adulta. Y el nuevo capitán de Berlusconi para multiplicar a su primera criatura española, Telecinco, tenía que ser Vasile.
No fue Vasile quien sacó en pantalla a las incalificables “mamachicho”. Eso ya estaba cuando llegó él. Lo que hizo Vasile fue perfeccionar ese modelo y llevarlo al mayor de los éxitos.
No le costó decidirse porque al jefe no se le discute jamás, pero lo pasó mal porque su familia vivía en Roma. Vasile vivió un año entero, él solo, en Madrid. Luego se trajo a Annalisa y a los chicos durante casi cuatro años más. Pero los hijos crecieron y decidieron que querían volver a casa. Así, Paolo Vasile lleva muchos años trabajando en Madrid de lunes a viernes y pasando los fines de semana en Italia. Una vida de locos y de aviones que ha funcionado gracias a un acuerdo prodigioso. Si él, en su trabajo, recibe una llamada de su familia, deja inmediatamente lo que esté haciendo, así esté reunido con el presidente del Gobierno. Y al revés: si cuando está con los suyos le llaman del trabajo, atiende la llamada sin dudarlo. Eso llena la vida de estrés, pero funciona. O a ellos les ha funcionado.
Hay que dejar claro que Telecinco, en España, ya era Telecinco antes de la llegada de Vasile. No es a él a quien hay que responsabilizar de la invención de engendros como Las noches de tal y tal, cuando Jesús Gil aparecía en un jacuzzi diciendo lo que se le pasaba por la cabeza, que no solía ser gran cosa, y rodeado de “tías” en bikini (entonces a las mujeres se las solía llamar así, “tías”, con una evidente carga despectiva). No fue Vasile quien sacó en pantalla a las incalificables “mamachicho”. Eso ya estaba cuando llegó él. Lo que hizo Vasile fue perfeccionar ese modelo y llevarlo al mayor de los éxitos.
¿Y qué era el éxito? Una sola cosa: las cifras de audiencia. No la calidad, no la repercusión pública, no la importancia para la sociedad. Eso era secundario. Lo que importaba, o por mejor decir lo único que importaba, eran las cifras de audiencia y, consecuentemente, la cuenta de resultados. Para eso se hacía lo que fuese necesario. Sin excepciones.
Alguien dijo alguna vez que Paolo Vasile no hablaba: daba titulares. Es exactamente así. Uno de los más llamativos es este: “Si yo hiciese la televisión que me gusta, estaría arruinado”. Lo espeluznante es que seguramente tiene razón. El antiguo músico, el cinéfilo, el antropólogo, el hombre capaz de una conversación brillantísima, emitió en España el primer reality show, el ya difunto Gran Hermano, del que el escritor Alfonso Ussía dijo que había logrado lo impensable: que las imágenes oliesen, y desde luego no a jazmines. En los primeros años, aquel formato creado por el holandés John de Mol tuvo un éxito escalofriante. Las andanzas de aquellos gañanes (y gañanas) encerrados en un chalé eran el tema de conversación en todas partes, desde el consejo de ministros hasta los bares, las catequesis y las reuniones de temas en los periódicos. Y en las viviendas de todo el mundo. La idea salió extraordinariamente bien porque nadie pareció caer en la cuenta de que había guionistas: la vida de los vagos enclaustrados no era tan real como parecía, ni mucho menos; les decían lo que tenían que hacer y decir, aunque no siempre. Ni tampoco se fijó nadie en que lo que se emitía no era todo lo que pasaba: el hábil montaje de las grabaciones inclinaba aviesamente a la audiencia en favor de unos u otros concursantes. A los concursantes se les dirigía. Y al público también.
Aquí hay tomate, hubo que quitarlo, pero quienes estaban delante aseguran que fue el propio Vasile quien le suplicó al “presentador”: “Jorge Javier, sálvame”
Vasile fue el creador espiritual de personajes como Jorge Javier Vázquez, uno de los emblemas de la telebasura en España. Su primer programa, Aquí hay tomate, hubo que quitarlo, pero quienes estaban delante aseguran que fue el propio Vasile quien le suplicó al “presentador”: “Jorge Javier, sálvame”. Y el astuto catalán lo salvó, vaya si lo salvó, con una interminable serie de programas que se llamaron precisamente así, Sálvame, y que han mantenido durante años un tiempo medio de emisión de cuatro horas diarias. El formato era muy simple: un grupo de personajes que parecían sacados de la imaginación de Stephen King o de John Kennedy Toole (autor de La conjura de los necios), sentados en un plató y poniéndose verdes unos a otros, o poniendo verdes a otros que no estaban.
Otra de las frases de Vasile: “Hay que darle al público lo que quiere”. Pero quien dice eso sabe mejor que nadie que el público acaba queriendo lo que le das. Y si a eso se le añade otra frase del Gran Productor: “Y lo que quiere el público es meterse a fisgar en la vida de los demás”, y aun otra más: “Para hacer televisión hay que guardarse las ideas en el maletero del coche”, y todavía una cuarta: “La Constitución debería tener un artículo único, que dijese: ‘No me toques los co..nes’”, pues ya tenemos la receta perfecta para conseguir el público que busca (y que, sin la menor duda, crea) Berlusconi con Mediaset, y Telecinco a la cabeza: millones de personas que solo ven “entretenimiento”, que no necesitan hacer el menor esfuerzo mental ante la pantalla, a quienes nunca se les habla de política ni de nada “aburrido” y que se acostumbran a identificarse, o a hacerse partidarios, del personaje más estrambótico, del más gracioso, del más desvergonzado. Eso explica fenómenos mediáticos como el de Belén Esteban, una persona que piensa con faltas de ortografía pero que es (o ha sido) inmensamente popular sin saber hacer absolutamente nada. O Rocío Carrasco, que lleva exprimiendo su (supuestamente) desdichadísima vida desde hace meses y meses, y de quien hay quien dice que ha salido más tiempo en la tele que doña Carmen Polo de Franco durante toda su vida. O tantos ejemplos más.
En 2011, el entonces presidente de la Asociación de la Prensa de Madrid, Fernando González Urbaneja, dijo de Paolo Vasile: “Un tipo que dice que la medida de la ética la da la audiencia es un tipo al que habría que extrañar de España”.
Nadie lo extrañó. Todo lo contrario. Mediaset España, que empezó hace tres décadas con un solo canal de televisión (Telecinco), tiene hoy siete canales, además de varias empresas de publicidad y producción de contenidos. Lo que se dice una mina de oro. La telaraña de Berlusconi no ha hecho más que crecer. Y son numerosos los sociólogos y analistas que coinciden en lo mismo: eso no es inocente. Mediaset, en Italia lo mismo que en España, Francia y otros países, tiene un clarísimo efecto político y sociológico. La creación de un público amorfo y no pensante es una de las causas del crecimiento del populismo y de la extrema derecha. Berlusconi no habría llegado a la política sin los espectadores creados por Berlusconi. Es lo que se llama la “berlusconización” del tejido social.
Pero Vasile es también un personaje contradictorio. El impulsor de los realities televisivos y de Belén Esteban (llegaron a pensar en presentarla a las elecciones) es también el que echó a andar iniciativas como Doce meses, doce causas, una brillante acción solidaria y humanitaria. Este es el hombre que firmó todos los acuerdos que hubo que firmar para proteger a los menores en horas de máxima audiencia, y que luego incumplió minuciosamente todo lo firmado. Este es el hombre que se mostraba firme partidario de la “autorregulación” televisiva (traducción: en mis cadenas emito lo que me da la gana y nadie puede decirme nada). Pero también es el hombre que fulminó a la actriz Paz Padilla cuando esta se descolgó, en plena pandemia, con un discurso negacionista y antivacunas, fruto insuperable del cuñadismo y de la ignorancia. Nadie es él mismo durante todas las horas del día y todos los días del año.
Paolo Vasile ya no es, desde hace pocos días, el factótum de Mediaset España. No está claro si ha sido destituido porque los índices de audiencia han bajado mucho (quien a hierro mata, a hierro muere; Mt., 26, 51-52) o si él mismo dice la verdad cuando asegura que su relevo estaba previsto para dentro de muy pocos meses, con su pleno acuerdo. El caso es que se vuelve a Italia con su familia. Es imposible saber qué sucederá a partir de ahora con todos los personajes de la telebasura en España. Consta que muchos de ellos están nerviosos. Pero ya lo dice la célebre ley enunciada por Edward A. Murphy Jr.: “Si algo puede empeorar, empeorará”.
Quizá a partir de ahora pueda volver a componer música para el cine. No se le daba tan mal.
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La araña de la corteza de Darwin (Caerostris darwini) es un bicho asquer… (perdón) es un arácnido que vive en la isla de Madagascar y que fue descubierto y catalogado, increíblemente, hace poquísimo tiempo, en 2009. Bautizarla con el nombre de Darwin obedeció a que aquel año se cumplía el 150 aniversario de la publicación de El origen de las especies.
La araña de Darwin tiene una característica especialísima: sus telas. Vaya cosa, dirán ustedes, todas las arañas fabrican telas. Sí, pero no miden 28 metros, que es lo que llegan a medir las que elabora esta hacendosa y astutísima araña malgache. Han leído bien, 28 metros. Y el animalito no llega a los dos centímetros, en el caso de las hembras, o a los seis milímetros, en el de los machos. Ya es trabajo, ¿eh? Se habían documentados telas de arañas de un metro o de metro y medio. Pero no de 28 metros.
¿Para qué sirven las telas de araña? Esto sí lo sabemos todos: para atrapar a las moscas y a los espectadores. Estos van volando por ahí, de canal en canal, y de pronto quedan atrapados en la gigantesca tela, que para eso es tan grande: para que no escape casi nadie. Pero la araña de Darwin, como tantísimas más, no se los come inmediatamente: les inocula un líquido que los atonta, los mantiene vivos pero en estado casi catatónico, como bobitos. Y más tarde, cuando le apetece, los devora.
La araña de Darwin lo explicaría así: “Hay que dar a las moscas lo que quieren. Si están tan a gusto atrapadas en mi tela, ¿quién tiene que quejarse, y de qué? Mucha envidia es lo que hay, mucha envidia. Con lo bien que se lo pasan las moscas en mi tela, que no hay más que verlas ahí, tan tranquilas, tan felices y riéndose toto el rato de las otras moscas. ¿Qué más quieren?”.
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