Opinión

El Papa Luna sigue en Berlín

Cuando el medallón presidencial se queda sobre una mesa, lo que se está queriendo decir es: tú no eres el presidente de verdad, ‘Quimet’. El presidente de verdad es el papa Luna, que está en Berlín. Tú eres un ‘mandao’ y no pintas nada. Pobre Generalitat…

Pedro Martínez de Luna y Pérez de Gotor, aragonés de Illueca, era, en el siglo XIV, cardenal de la Iglesia católica. Corrían los borrascosos tiempos del papado en Aviñón. Luna, un hombre orgulloso y un tanto iluminado que en un principio no contaba demasiado en los tejemanejes de la curia, fue muy fiel a Bartolomeo Prignano, papa Urbano VII, pero acabó volviéndose contra él. En medio de una gran crisis entre las diversas facciones de la Iglesia (había varias), Luna logró ser elegido papa en 1394, tras la muerte de Clemente VII, y tomó el nombre de Benedicto XIII.

No le fue bien. Luna defendía a la facción apoyada por la corona de Aragón y estaba enfrentado a la facción francesa. Pero la sede papal no estaba en Roma sino en Aviñón y, antes de que lo capturasen los soldados del rey de Francia, decidió escapar. Huyó primero a Nápoles y luego a Peñíscola.

Las diversas facciones enfrentadas nombraron otros pontífices y convocaron algunos concilios para tratar de resolver el asunto, porque llegó a haber tres papas a la vez. Todo se habría resuelto con mucha más facilidad si Luna hubiese cedido, como otros. Pero no lo hizo. Estaba airadamente convencido de que él era el único papa legítimo (él, que había traicionado a Urbano VII) y que nadie podía tomar ninguna decisión sin su consentimiento. Unos antes y otros después, todos, hasta los más fieles, empezaron a darle la espalda. Sencillamente, dejaron de hacerle caso. Permaneció casi completamente solo, hasta los 94 años, agarrado a las almenas picudas del castillo de Peñíscola, gritando día sí y día también que él era el verdadero papa y que todos los demás eran unos traidores.

Si Quim Torra no es Sancho Panza, símbolo de la lealtad absoluta, se revolverá contra Puigdemont como este se revolvió contra Artur Mas y como el papa Luna se revolvió contra Urbano VII"

Varios años antes, el concilio de Constanza lo había depuesto, había elegido a un papa reconocido por todos (Martín V), el cisma había terminado y por fin se había restablecido la normalidad, pero Luna no quiso saber nada de todo aquello: proclamaba bulas que nadie leía, convocaba comisiones fantasmales, atizaba disputas teológicas que acababan mal y escribía cosas muy amargas. Cuando murió lo rodeaban, por misericordia o por dinero, algunos clérigos a los que él nombraba cardenales y reunía en consistorios de pacotilla.

Ay del que está solo, decía el Eclesiastés. Recuerdo al enloquecido papa Luna mientras veo cómo ha tomado posesión Quim Torra, presidente de la Generalitat catalana. Lo peor que puede decirse de aquel Luna no es que se hubiese vuelto loco, o que no tuviese razón, cosa que en realidad le daba igual a todo el mundo menos a él. Lo peor fue lo que hizo con los símbolos de su ilusorio poder. Se paseaba por el castillo de Peñíscola revestido con la codiciada tiara de San Silvestre, la no menos pesada capa pluvial, el báculo y las demás insignias papales, que le pagaba el perverso rey Alfonso de Aragón. Debía de dar pena verlo subir así disfrazado a la torre para excomulgar a las gaviotas.

Lo peor de los símbolos es que pueden cambiar. Incluso pueden volverse del revés, como pasó con la suástica o esvástica, un antiquísimo símbolo solar y de buen augurio que, después de que la adoptaran los nazis, ha acabado en dibujo de la muerte. Todo depende de cómo se usen y de qué haga con ellos quien los maneja.

Cuando hay tres papas corriendo por el mundo, enemigos entre sí, y los tres usan los mismos atavíos, joyas y cruces recamadas, la que sufre es la institución a la que esos símbolos representan. Cuando el 131º presidente de la Generalitat (institución que nació muy pocos años después que el papa Luna) toma posesión de su puesto casi a solas, en una ceremonia de tres minutos que no se celebra en el salón de Sant Jordi sino en otro próximo, la gente, que es muy sensible a los símbolos (los indepes los han manejado hasta ahora como nadie), se queda sin saber qué decir, porque seis siglos y medio de historia no se merecen eso.

Torra se está metamorfoseando en Norman Bates, el protagonista de Psicosis, que mantenía intacta la habitación de su madre muerta y que se creía poseído por ella"

El medallón del presidente es su emblema propio desde hace ochenta años. Se diseñó y labró para Francesc Macià y se recuperó gracias a Adolfo Suárez, que ordenó una búsqueda que parecía el argumento de una novela de Dan Brown. Cuando, en la triste ceremonia de investidura, ese medallón se queda sobre una mesa y no termina en el cuello del nuevo presidente, que es donde debe estar, lo que se está queriendo decir es: tú no eres el presidente de verdad, Quimet. El presidente de verdad es el papa Luna, que está en Berlín. Tú eres un mandao y no pintas nada. Estás guardando el sitio. ¿Y quién sufre con eso? ¿Rajoy? ¿España? En absoluto. Quien se deteriora ante todos es la figura del presidente de la Generalitat. Sea quien sea, desde Berengario de Cruces en el siglo XIV hasta ahora mismo, o mañana, o pasado mañana.

Cuando el papa Luna, que está en Berlín, prohíbe a su sucesor que utilice su despacho oficial, no está sacralizando el lugar ni enalteciéndose él: está dando muestras de una vanidad enfermiza y está convirtiendo ese despacho en algo parecido al del general Moscardó en el Alcázar de Toledo, que se conserva teatralmente arruinado en prueba de lealtades inquebrantables más allá de la muerte. Y Torra se está metamorfoseando en Norman Bates, el protagonista de Psicosis, que mantenía intacta la habitación de su madre muerta y que se creía poseído por ella.

Y cuando lo primero que hace el 131º presidente de la Generalitat, después de su lastimosa investidura, es hablar por teléfono con el papa Luna para recibir su bendición apostólica, está sentando un precedente muy arriesgado. Porque hay dos posibilidades: que Quim Torra sea Sancho Panza o que no lo sea. Sanchos (el símbolo de la lealtad absoluta) hay muy pocos. Si lo es, Torra pasará como una sombra destinada al olvido y Cataluña volverá a hocicarse en la incertidumbre. Pero si no lo es, si se comporta como un ser humano de tamaño medio, se revolverá antes o después contra Puigdemont como este se revolvió contra Artur Mas y como Pedro de Luna se revolvió contra Urbano VII. No se puede vivir poseído por otro, como bien sabía Norman Bates.

Es muy peligroso jugar con los símbolos, porque duran más que la vida de los hombres. Es verdad que el papa Luna no fue olvidado, porque la historia suele guardar memoria de la gente desatinada. Pero nadie sabe dónde está su tumba, si es que la tiene. Dicen que los franceses tiraron su huesa al río y solo se conserva su calavera. Quim Torra, tan católico él, seguramente conocerá la frase de San Vicente Ferrer, uno de los que acabó más que harto del vanidoso pontífice: “Para castigo de su orgullo, con su cabeza jugarán los niños a modo de pelota”.

Y así fue.

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