Me da el hambre por la noche y bajo al chigre de los turcos, que no cierra hasta el alba, a por un kebab. Mientras lo preparan me asomo a la calle y me pongo a enredar con el guasap. En esto se me acerca un tipo lastimero y me pide monedas:
–Señor, soy de Badajoz y acabo de llegar de allá en tren. Me muero de hambre. ¿Puede ayudarme?
Si hay algo que me revienta es la mentira sin talento o, al menos, sin esfuerzo. Con ese inocultable acento de Medellín (pero del de Colombia; no del de Badajoz) pretende hacerme creer que nació en Extremadura, no alcanzo a comprender por qué. A cien metros de donde estamos hay una iglesia que no cierra en toda la noche (la del padre Ángel) donde le darán bocadillos: no es hambre lo que tiene. Y díganme ustedes, si lo recuerdan, cuándo fue la última vez que llegó un tren de Badajoz a las cuatro de la mañana. Le digo, con toda claridad, que no voy a darle nada. Él insiste. Yo le pido que me deje tranquilo. Y entonces me suelta:
–Papito Dios te va a castigar por lo mala gente que eres. Te vas a enfermar.
Ahí yo dejo el guasap y le miro, maravillado:
–¿Quién dice usted que me va a castigar?
–Papito Dios. Diosito. Ya verás que te va a dar la gripa, ya verás.
Ensayo mi más abnegada sonrisa:
–¿Y puede usted explicarme quién es ese Papito que usted dice? Si lo hace, le invito a un kebab.
El tipo me mira como si fuese yo el que está loco. Balbucea unos segundos, resopla y luego huye a la carrera, en medio de una cellisca de amenazas celestiales.
Los mexicanos que quieren entrar en EE UU cruzando el Río Grande piden a Dios que les ayude. Trump le pide que le ayude a impedírselo. Al mismo dios
Como ustedes sin duda ya han adivinado, me he topado con un cristiano evangélico que, sin la menor duda, es colombiano. De ese o de otro país iberoamericano cualquiera, son numerosísimos. En Facebook han tomado las dimensiones de una epidemia. Brasil está prácticamente en sus manos. Las cifras más fiables dicen que son ahora mismo casi 800 millones en el mundo. Salvando las importantísimas diferencias que imponen la cultura y la geografía (no son iguales en unos sitios que en otros y no tienen una dirección internacional), la mayoría tiene dos cosas en común: son por completo incapaces de razonar sobre lo que ellos entienden por dios y manifiestan una alegría tan forzada como urticante. Es la gente que llega de visita a casa de los suegros, a una reunión de trabajo, a hacer una gestión al banco, al bar o al fútbol, y te suelta: “¡Hola, cómo están! ¡Alabemos al Señor!”, lo cual provoca que mucha gente los mire como se mira en la playa al niño de los vecinos, que te está tirando arena: con escasísima misericordia.
Al menos en el continente americano, la creencia en este tipo de dioses inmediatos, simples y personalizados se asocia frecuentemente con posiciones políticas para las cuales el término “conservador” es casi un eufemismo. Ese es el dios al que Donald Trump (que es, al menos en teoría, presbiteriano) agradece la “creación” del planeta en el Día Mundial de la Tierra, que se acaba de celebrar. Ese es el dios de quienes le apoyan: las dos terceras partes de las personas religiosas en EE UU, entre ellos los de la Asociación Nacional del Rifle, a quienes el presidente dijo hace unos días que llevar armas es uno de los derechos que el propio Dios concedió a los norteamericanos. Ese es el dios de los trumperos que pretenden convertir algunos estados de la Unión (Iowa, Kansas, Oklahoma) casi en teocracias no esencialmente diferentes de las islamistas: las leyes civiles tienen que estar de acuerdo con la voluntad de Dios.
¿Y cuál es la voluntad de Dios? Eso nadie lo sabe. Por él, sea el que sea, hablan los clérigos, que pretenden mantener el control de la sociedad y su propio poder. La idea de dios es, desde el Neolítico, la que más sangre y más cadáveres ha esparcido sobre la tierra, seguida a corta distancia por la idea de patria. Pero es, más que una idea, un sentimiento casi inevitable, porque el ser humano necesita consuelo y esperanza; sabe que va a morir y necesita vencer ese pánico esencial, necesita convencerse de que es posible neutralizar a la muerte, y todos los dioses (cerca de 5.000 a lo largo de la historia, según Christopher Hitchens) han prometido eso. Sobre esa piedra se han construido todas las teologías.
Muchos deportistas se santiguan: si dios tuviese algo que ver con el resultado, en el fútbol no habría más que empates y todos los corredores llegarían exactamente a la vez
Pero dios no dice nada. Menos mal. Los mexicanos que quieren entrar en EE UU cruzando el Río Grande piden a Dios que les ayude. Trump le pide que le ayude a impedírselo. Al mismo dios. Miles de ejércitos se han despedazado entre sí a lo largo de los tiempos rezando cada cual a su propia idea o nombre de dios, todos a la vez. Mi señorito Calígula, que era un completo gilipollas pero profundamente creyente, se convirtió a sí mismo en dios porque creía que, de otro modo, su espíritu padecería tormentos eternos, después de las que había liado. Suníes y chiíes llevan quince siglos sacándose las tripas en nombre de una sutileza teológica que tiene que ver con la sucesión de Mahoma y que nadie más que ellos parece capaz de entender. Incontables veces hemos visto cómo, antes de empezar el partido o la carrera, muchos deportistas saltan al campo santiguándose; es decir, pidiendo ayuda (o la victoria) a su dios, que es el mismo: está claro que, si ese dios tuviese algo que ver con el resultado, en el fútbol no habría más que empates y todos los corredores llegarían exactamente a la vez. Y yo tengo que aguantar que un golfo me amenace con el castigo de su papito dios porque no me creo sus mentiras.
Lo que me revienta es que el tipo acertó: el kebab me sentó mal. Así que, como suelen escribir los seguidores del diosito en Facebook, les envío vendisiones, por lo que pueda tronar.
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