Opinión

Parábola de la catedral robada

Los jóvenes emigraron y allí, en las calles semienterradas por el polvo que traía el viento, quedaron nada más que los viejos, empeñados en echarse mutuamente la culpa

La catedral era el orgullo de la ciudad. Alta, airosa, hermosísima, llevaba allí toda la vida, nadie sabía desde cuándo, y era lo primero que corría a ver la muchísima gente que visitaba el lugar; así que, además de ser una hermosura que maravillaba a todos, era un negocio estupendo, lo mismo para los gobernantes de la ciudad que para el cabildo de canónigos que la administraba como si fuese de su propiedad; esto es algo bastante frecuente en las catedrales.

Pero pocos se daban cuenta de que su aspecto monumental e imponente era engañoso. En realidad, la catedral (que estaba dedicada a la madre de la Virgen María, Santa Ana; los italianos la llamaban Madonna Ana y, por acortar, Donna Ana) era el resultado de un frágil y prodigioso equilibrio de piedra y cristal, de un delicado y muy bien medido conjunto de fuerzas y pesos que podía romperse con cierta facilidad. Es verdad que aguantaba vientos y fríos y terremotos porque era elástica y era sólida, pero no tanto como parecía. Había sido construida con una piedra caliza muy hermosa, pero en realidad débil; el viento que llegaba desde los arenales, a veces muy violento y muy pertinaz, la desgastaba. Había que cuidar la catedral. Todos lo sabían.

O quizá no todos. Un día pasó algo extraño. Alguien que pasaba se dio cuenta de que en la torre norte faltaba una piedra. Un sillar de estimables proporciones. Nadie se lo tomó muy a pecho porque caramba, una piedra de más o de menos, en un templo tan grande, no tenía apenas importancia. Una grieta sería, o una gamberrada, o un chalado. O un accidente, por qué no. Un caso aislado. Quién sabe.

Bien mirado, ¿de quién es la catedral? ¿No es de todos? Pues entonces también es mía. Así que hago bien, tengo derecho a llevarme unas pocas piedras. Y viva la libertad

Pero al poco tiempo desapareció otra piedra, esta de la fachada meridional, donde había muchos nidos de cigüeñas. Y luego otra, y otra, y otra más. ¿Qué estaba sucediendo? Pues que la ciudad prosperaba, en buena medida gracias al reclamo que para los visitantes suponía la propia catedral, y algunos vecinos se dijeron: pues para construir mi casa nueva, ahora que tengo dinero, no me basta con el adobe o el ladrillo; es mejor la piedra. Y en la catedral lo que sobra son piedras. Así que, de madrugada, cuando todos duerman, con una palanca, unas piquetas y una carretilla… Total, nadie se va a dar cuenta. Y, bien mirado, ¿de quién es la catedral? ¿No es de todos? Pues entonces también es mía. Así que hago bien, tengo derecho a llevarme unas pocas piedras. Y viva la libertad.

Pero sí se dieron cuenta, eso era inevitable. En una ciudad pequeña se conoce todo el mundo. Y no tardó en saberse que la pila de la fuente nueva que adornaba el patio del herrero era, en realidad, una piedra de la catedral. Y los muros de la casa del zapatero tenían piedras de la catedral. Y la casa del carnicero, y la posada, y el figón de Blas.

Todos ellos eran buenísimos cristianos, eso sí. Iban a misa, comulgaban y se llevaban estupendamente con los canónigos; como les iban bien las cosas (repitámoslo; en parte gracias a la hermosa catedral), las limosnas aumentaban, las donaciones al clero crecían y, por decirlo de una vez, los sobornos estaban a la orden del día: algunos clérigos ni se molestaban en ocultar que en sus propias casas también se habían usado piedras de la catedral. Que si un pináculo. Que si unas jambas para la puerta. Que si una columnita de las que sujetaban los arbotantes. Esas cosas.

Cuando apareció la primera grieta en el hastial de Poniente, por donde entraba todo el mundo, el gobierno de la ciudad dijo: estos cabrones se están pasando de la raya. Y ordenó una investigación

La catedral, que siempre había sido un prodigio de belleza, empezaba a parecerse a la dentadura mellada de un anciano. Cada vez faltaban más piedras. Su aspecto empezó a arruinarse y su fortaleza también. El viento seco de los arenales la hería con saña, sobre todo en los huecos que dejaban las piedras robadas. Algunos decían que aquel viento era muy peligroso porque permitía concluir que el clima estaba cambiando, pero otros decían que era un castigo de Dios y que al clima no le pasaba nada. Cuando apareció la primera grieta en el hastial de Poniente, por donde entraba todo el mundo, el gobierno de la ciudad dijo: estos cabrones se están pasando de la raya. Y ordenó una investigación para averiguar quién se había llevado y se seguía llevando las piedras de la catedral (eran ya cientos, quizá miles) y para poner término a aquellos robos. Porque eran robos. No tenían otro nombre.

Ah, pero entonces intervinieron los canónigos. Dijeron que la catedral la administraban ellos y nadie más; que era suya, de su exclusiva y autónoma competencia, y que, si había que hacer algo, ya se encargarían ellos. Y que la gente sospechosa del latrocinio, todos buenísimos cristianos (que tan buenos dineros les pasaban, casi siempre por debajo de la mesa), tenían derecho a vivir mejor, a tener casas más vigorosas y mejor construidas, y una vida más decente.

Si acaso, se impondría una penitencia más bien leve (un par de padrenuestros) a los más sañudos expoliadores de piedras, a condición de que no se llevasen ninguna más

Un día, los clérigos (muy sonrientes) convocaron una gran celebración litúrgica en la nave central de la catedral para, según dijeron, solucionar el problema. Todos se preguntaron cómo. Los saqueadores de piedras, que eran muchísimos, sonrieron muy ufanos cuando los canónigos anunciaron, entre inciensos y sonrisas, que lo que había que hacer era aplicar el Evangelio: perdonar a los pecadores (es decir, a los ladrones), pasar página en nombre de la caridad, de la armonía, de la misericordia y sobre todo de la libertad, y aquí no ha pasado nada. Si acaso, se impondría una penitencia más bien leve (un par de padrenuestros) a los más sañudos expoliadores de piedras, a condición de que no se llevasen ninguna más. O bueno, solo las que necesitasen.

Los gobernantes de la ciudad, que estaban allí presentes, pusieron el grito en el cielo. Los otros gritaron más. Nadie se dio cuenta de que el viento del arenal, fuera, soplaba con enorme fuerza. Los munícipes dijeron que los canónigos, por más canónigos que fuesen, no podían saltarse la ley ni bendecir un pillaje como el que estaban cometiendo aquellos cristianos ejemplares, tan amigos suyos. Los canónigos dijeron: uh, uh, con amenazas no se puede dialogar. Devuelvan las piedras, replicaron los de enfrente. Pero los otros les llamaron comunistas, electoralistas, filoetarras y Dios sabe cuántas cosas más. Cuando una embestida del viento tumbó una de las vidrieras de la nave norte, nadie se dio cuenta: estaban todos empecinados en sus propias querellas, en las que lo que menos importancia tenía era la catedral.

Lo primero fue el crucero. En lo más áspero de la discusión, con las caras de todos enrojecidas por la ira, la bóveda se desplomó sobre los contendientes. Luego el resto del templo se hundió, como el frágil castillo de naipes que en realidad era. Se salvaron pocos.

Un par de pastores que cuidaban sus ovejas en los campos cercanos vieron la catástrofe. El más viejo sonrió:

–Muy bien. Ya se acabó el problema –murmuró.

–Quizá sea mejor así –dijo el otro–; a fin de cuentas, la catedral no era más que motivo de discordias.

–¿Cuántas piedras te llevaste tú?

–Seis. Bueno, seis o diez, no me acuerdo ahora.

En poco tiempo, quizá un par de años, la ciudad languideció. Nadie la visitaba ya. Los jóvenes emigraron y allí, en las calles semienterradas por el polvo que traía el viento, quedaron nada más que los viejos, que gastaban las semanas, los meses y los años en reñir unos con otros y en echarse mutuamente la culpa de que se hubiese hundido la catedral de “Donna Ana”, como la llamaban los italianos.

Eso era lo único que les mantenía vivos.

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