Son curiosos los caminos del éxito. Antes de convertirse en una estrella académica internacional y autor de superventas, Yuval Noah Harari era un historiador especializado en historia militar e historia medieval. Afincado en la Universidad Hebrea de Jerusalén, tuvo que encargarse de un curso de historia universal que ninguno de sus colegas veteranos quería impartir; de ahí nació el manuscrito de Sapiens. Una breve historia de la humanidad, que fue rechazado inicialmente por las principales editoriales de Israel. Tras su publicación en inglés en 2014, el éxito internacional del libro ha sido fulminante: traducido a casi cincuenta lenguas, ha vendido unos diez millones de ejemplares y, para que no falte detalle, fue recomendado por luminarias como Mark Zuckerberg, Barack Obama o Bill Gates.
Su siguiente libro ha seguido la estela exitosa del anterior, a pesar de ser un ensayo más arriesgado. ‘Predecir es muy difícil, especialmente si se trata del futuro’, dijo Niels Bohr. En un ejercicio de prognosis acerca de las promesas y riesgos de nuestra civilización tecnológica, Homo Deus (2016) presenta una historia del mañana, nada menos. Su pregunta fundamental es cómo afectarán la biotecnología y las tecnologías de la información o la inteligencia artificial a la evolución del ser humano y cómo determinarán la agenda del tercer milenio. Como el lector imaginará, el libro mezcla riesgos previsibles con especulaciones desbocadas, dando por hecho que sustituiremos la selección natural por el diseño inteligente y seremos capaces de superar la muerte como ‘problema técnico’. El destino de la humanidad resulta, sin embargo, incierto: o nos convertimos en dioses o acabaremos por ser superfluos. Por adelantar hasta anticipa el triunfo de una nueva religión, el dataísmo, según la cual el universo es un gigantesco flujo de datos y el valor de cualquier entidad, incluidos los humanos, vendría dado por su contribución al flujo informativo. Se ve que el público tiene afición, pues el libro ha vendido cinco millones de copias en dos años.
En un artículo de hace unos días, “Los cerebros ‘hackeados’ votan”, Harari alerta sobre las nuevas amenazas que se ciernen sobre la democracia liberal. Según escribe, nuestras democracias se enfrentan hoy no sólo al reto que suponen los movimientos autoritarios y populistas, sino al peligro mayor que suponen los nuevos descubrimientos científicos y desarrollos tecnológicos. Si demagogos y dictadores atacaban la libertad desde fuera, hoy las nuevas tecnologías pueden socavarla eficazmente desde dentro. ¿En qué consiste esa amenaza?
Harari da por hecho que sustituiremos la selección natural por el diseño inteligente y seremos capaces de superar la muerte como ‘problema técnico’
El diagnóstico usa algunas tesis controvertidas, por decir lo menos, de su libro. Harari piensa, por ejemplo, que el liberalismo es una versión de la religión del humanismo, basada en la creencia de que los seres humanos tienen libre albedrío; por eso, explica, concedemos a los sentimientos y decisiones humanos ‘la máxima autoridad moral y política’. La mala noticia es que el libre albedrío no existe. Según el historiador israelí, es un mito cristiano o ilustrado que la ciencia ha venido a desmentir. Si nuestra conducta responde a algoritmos biológicamente programados, los seres humanos no pueden decidir libremente y el liberalismo se funda sobre una ilusión insostenible.
A partir de aquí su explicación se vuelve menos clara. Si la creencia en el libre albedrío pudo ser útil en el pasado para luchar contra la tiranía, hoy resulta peligrosa, pues nos impediría ver que los humanos somos ‘animales pirateables’. Equipados con sólidos conocimientos de biología, datos masivos y ordenadores, empresas y gobiernos pueden manipular nuestras elecciones de acuerdo con sus intereses. Si ahora pueden inducirnos a pinchar en determinados enlaces mientras navegamos por internet o diseñar mensajes y noticias a nuestra medida, con el acceso a nuevos datos, como los que proporcionan los sensores biométricos, los algoritmos llegarán a conocernos mejor que nosotros mismos y las posibilidades de manipulación serán insospechadas. ¡Qué no hubieran dado la Inquisición o el KGB por disponer de tales recursos! De ahí que dé la voz de alarma sobre el futuro de la democracia liberal.
No me extenderé sobre esa comprensión simplista hasta la caricatura del liberalismo, que vuelve irreconocible una tradición de pensamiento político sobre el gobierno limitado tan rica como diversa en sus fundamentos filosóficos. El libro de Harari no nos ahorra simplezas como cuando dice que ‘la ética liberal nos aconseja que si nos gusta, debemos hacerlo’; una máxima así quizá cabría en algún libro de autoayuda, pero no la encontraremos en la obra de ningún autor liberal serio. Reducir de un brochazo el liberalismo a la fe del carbonero en el libre albedrío no lo hace mejor. Con ello ignora distinciones elementales en los debates sobre la libertad. En la más celebrada defensa de la libertad individual hecha por un liberal, Mill comienza por distinguir la vieja cuestión filosófica del libre albedrío del problema de la libertad civil y la correspondiente limitación del poder, que es de lo que trata su ensayo. De un historiador académico se podría esperar algo mejor, sobre todo si pretende ‘poner en tela de juicio las hipótesis tradicionales del liberalismo’.
Si los conceptos de libertad o de individuo carecen de sentido, según afirma, ¿por qué debería preocuparnos que la libertad individual sea corroída por los nuevos medios tecnológicos?
Ciertamente hay motivos de preocupación en lo que señala, como la manipulación de las preferencias o la protección de la privacidad. Pero el análisis se desbarata por desorbitado y acaba por resultar incongruente. Dicho brevemente, si los conceptos de libertad o de individuo carecen de sentido, según afirma, ¿por qué debería preocuparnos que la libertad individual sea corroída por los nuevos medios tecnológicos? ¿Acaso no es pura superchería? Más aún, ¿qué importa la suerte de la democracia liberal si descansa sobre una superchería?
Observemos que la libertad de acción, si por ella entendemos hacer lo que queremos sin impedimentos, no es afectada porque manipulen nuestras preferencias. Así sucede en Un mundo feliz de Huxley. Para Harari como para Schopenhauer, el problema radica en si podemos querer lo que queremos, a falta de lo cual nuestra voluntad no sería libre. Pero la cuestión sería si disponemos de algún grado de control sobre las creencias y deseos que nos llevan a actuar.
Harari sostiene que nos identificamos completamente con nuestros deseos y que cuando surge una idea en nuestra cabeza ‘nos apresuramos a obedecerla’. Pero eso no es así, como bien sabemos. Reprimimos nuestros deseos cuando hace falta, elegimos entre deseos contradictorios, o a veces abandonamos un deseo al descubrir que respondía a razones equivocadas, del mismo modo que somos capaces de revisar nuestras creencias a la luz de la evidencia disponible. Si podemos cuestionar la verdad de nuestras creencias o examinar el valor de nuestros deseos, no están simplemente dados y cabe cambiar nuestra conducta de acuerdo con razones. Nos va en ello la condición de agentes racionales. Por eso importa si nos manipulan. Y porque podemos equivocarnos acerca de lo que pensamos o los fines que perseguimos, o somos susceptibles al engaño y la presión, decía Mill que necesitamos libertad para examinarlos y discutirlos. Al contrario de lo que parece pensar el israelí, el liberalismo responde a la conciencia de que somos vulnerables y falibles.
Harari en realidad da por supuesto lo anterior, a pesar de lo que diga. Nos invita a cuestionar nuestros prejuicios y concluye que ‘debemos defender la democracia liberal’. De hecho, valora ésta porque permite el debate. Su argumentación ofrece razones, lo que implica obviamente que el lector es capaz de examinar esas razones y cambiar su manera de pensar y de actuar si le convencen. De ahí la paradoja. De hacerle caso, tal ejercicio de persuasión sería inútil y no deberíamos hacerle caso. De atender a sus razones sólo cabe concluir que se equivoca.
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