Opinión

Paradojas del multipartidismo

El fin del bipartidismo no ha traído, como se presumía, el debilitamiento de los partidos nacionalistas. Véase si no el PNV, que hoy disfruta del mayor nivel de influencia política que se le recuerda

El reparto invasivo de las instituciones, el desapego de los votantes, la pérdida de la pasión política, la muerte de cualquier estímulo regenerador y hasta el aburrimiento informativo eran algunos de los graves defectos que se achacaban a la sólida España bipartidista que la transición nos legó.

Desde que, en 2008, una incisiva UPyD se aplicó a la labor de horadar la solidez de aquel reparto PSOE-PP, hasta 2015, año en que la irrupción de Podemos y Ciudadanos dibujó definitivamente un panorama parlamentario completamente nuevo, el mensaje que se nos repetía por doquier era que acabar con el bipartidismo era una condición imprescindible para renovar nuestra vida política e impulsar una agenda nueva que mirase más a las necesidades del país y menos a las de los grandes partidos que gobernaban.

Por supuesto que entre los muchos bienes colaterales que aquella transformación nos traería sin ninguna duda, estaba el de terminar con el que se calificaba como desmesurado poder parlamentario de los grupos nacionalistas. Sobra decir que, al menos esta vez, no solo no ha sido así, sino que, todo lo contrario, el PNV ha obtenido el mayor nivel de influencia política que se recuerda en muchas décadas y lo ha utilizado con inteligencia pese a las dificultades para sortear la obligada pero muy incómoda solidaridad que les debía a los independentistas catalanes.

No se pasa de un equilibrio político a otro de la noche a la mañana, ni de forma apacible, y la política española no es una excepción

Haber desmontado de un plumazo la reforma de las pensiones de 2013 no es moco de pavo para un partido con cinco diputados que, de paso, puede haber consolidado su hegemonía en el territorio donde opera, de la mano de los pensionistas que allí le votan de forma muy significativa. Para ser justos, habría que decir que la carambola parlamentaria ha sido eso, una carambola con los votos exactos, y que no es fácil que se repita, pero el hecho es que, al menos esta vez, ha pasado, corregido y aumentado, lo que se suponía que no iba a volver a pasar nunca más. En adelante ya se verá.

Cualquier cambio requiere movimiento, tensión, crisis. No se pasa de un equilibrio político a otro de la noche a la mañana, ni de forma apacible, y la política española no es una excepción. De momento, hemos entrado en un pluripartidismo de siglas, pero manteniendo un bipartidismo de bloques izquierda/derecha: Cs y PP pelean por el espacio de la derecha, mientras PSOE y Podemos lo hacen en el de la izquierda, y lo que es peor, mientras siga esa pelea, no habrá incentivo alguno para la transversalidad entre ambos bloques, puesto que cada uno de los cuatro partidos trata de ser hegemónico en su campo base, en el que sabe que hay muchos votantes cercanos en disputa.

El resultado ha sido otra paradoja; que lo que nos ha llegado no son los acuerdos renovadores y modernizadores que el multipartidismo prometía sino las líneas rojas marcadas por la fidelidad interna de siempre en la izquierda y en la derecha.

Mientras la marejada continúe, y no parece que vaya a remitir, lo normal en que los acuerdos de país queden para más adelante. Esperemos que las citas electorales del año 2019 empiecen a dibujar poco a poco un panorama político más sólido y previsible, en el que remita la alarma constante en que vive nuestra clase política, y una vez aclarados los nuevos equilibrios, con sus inevitables ganadores y perdedores en cada bando, podamos empezar a vislumbrar una nueva normalidad que no es nada fácil por ahora de pronosticar.

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