De aquí al 4 de mayo nos vamos a hartar de hablar de Madrid, de elecciones, de manipulaciones varias, de barro y miserias, de que nos quieran tomar por idiotas; de micropolítica, en definitiva. Una vez más quedará fuera del debate casi todo lo que es esencial, lo que realmente puede cambiar, a mejor, o a peor, la vida de la gente. En el intercambio de golpes que se avecina -todavía no hemos visto nada-, apenas habrá sitio para la verdad, nadie tendrá el coraje de decirnos lo que no queremos pero debiéramos oír. De modo que, aprovechando el resquicio informativo por el que se cuelan cada mes, de forma fugaz, los dramáticos datos del paro, voy a desgranar en estas líneas algunas reflexiones sobre el que considero es uno de los más graves problemas de España, sino el que más, y sin duda el que en mayor medida puede lastrar nuestro futuro: la falta de una política con mayúscula que permita reconducir el negro porvenir que aguarda a millones de jóvenes; la insensata indiferencia con la que estamos asumiendo por la vía de los hechos el naufragio vital de sucesivas generaciones de españoles.
El sábado 1 de mayo es el día del trabajo. Recta final de la campaña electoral. Será difícil que alguno de los candidatos dedique al asunto poco más que las habituales obviedades. En el mejor de los casos, se tirarán encima las vergonzosas cifras de desempleo, que en un año, desde que nos cambió la vida la pandemia, marzo de 2020, se ha incrementado en un 23 por ciento entre la población general y en un 40,14 en el tramo de los menores de 25 años. Prácticamente, uno de cada dos jóvenes está en el paro. Si aumentamos el rango de edad hasta los 30, la estadística mejora algo, pero sigue siendo desoladora. España es el país de la OCDE con mayor paro juvenil, muy por delante de los demás. Y no sé si es más obsceno el dato en sí o la naturalidad con la que aquí sobrellevamos la catástrofe. Todos. Gobierno, Oposición, organizaciones empresariales y sindicatos.
No hay por qué preocuparse: el descomunal paro juvenil, uno de los más graves problemas de España, no será objeto de debate durante la inminente campaña electoral
Empezaré por estos últimos, porque las centrales sindicales son cómplices necesarios de esta vergüenza nacional. Convenientemente engrasadas, dedican sus energías a defender su espacio de poder y a garantizarse la correspondiente cuota de apoyo de los que tienen una nómina y derecho al voto en las elecciones sindicales; a incrementar la presión para promover una contrarreforma laboral que incremente su peso e influencia en las empresas; a obstaculizar la imprescindible actualización de un modelo de pensiones que de no modificarse a tiempo acabará siendo insostenible. A eso destinan los sindicatos lo mejor de sus esfuerzos, sin que se conozcan iniciativas de similar intensidad cuando de lo que se trata es de sacarle los colores al poder político y exigirle el diseño y ejecución de una estrategia global que sitúe como prioridad nacional el rescate de las nuevas generaciones.
¿Qué decir de las organizaciones empresariales (no confundir con los empresarios)? Pues más de lo mismo. Son, en esta materia, igualmente colaboradores necesarios, casi siempre por omisión, de la incomprensible pasividad de los poderes públicos, por cuanto hace tiempo que su objetivo se ciñe en lo fundamental al papel de contrapeso corrector de normas legales (de los gobiernos del PP y del PSOE) crecientemente intervencionistas. No mucho más. La CEOE ya no es aquella de la Transición que hacía propuestas para la modernización del país. La CEOE de hoy más bien parece un ministerio más cuya función es la limitación de daños y su integración en el engranaje del poder impide a sus responsables alzar demasiado la voz. Que Pepe Álvarez (absurdamente empeñado, por cierto, en el blanqueamiento de Otegi) y Unai Sordo no den un puñetazo en la mesa de Pedro Sánchez en defensa de los jóvenes, es lamentable pero hasta cierto punto explicable; que Antonio Garamendi y otros líderes empresariales no denuncien, día sí y día también, una situación que, además de injusta e injustificable es el germen de la descapitalización de muchas empresas, es además de incomprensible poco inteligente.
¿A qué está Yolanda Díaz, a parados o a espías?
El paro que afecta a los mayores de 50-55 años es un drama personal, familiar y social, pero sobre el que se puede actuar con medidas puntuales más o menos eficaces según sea el ciclo económico. El paro masivo de los jóvenes menores de 30 años, por sistémico, es un problema de país. Un problema inquietante que exige reformas de fondo y largo alcance en terrenos diversos pero vinculados, como la conexión empresa-sistema educativo, la legislación laboral o la política de vivienda; un grave problema que ya está derivando en bolsas de desafección política que en algunos lugares son oportunamente explotadas por los enemigos de la convivencia y la democracia (“Nos habéis enseñado que ser pacíficos es inútil”; leído en una pancarta durante una manifestación en Barcelona); un problema de enorme transcendencia sobre el que ya han alertado instituciones que aún conservan prestigio y márgenes de autonomía, como el Banco de España o el Consejo Económico y Social, pero al que los partidos no dedicarán apenas atención en la inminente campaña electoral.
Es imprescindible un proyecto consensuado de utilización de los fondos europeos en el que ocupe un lugar preeminente el rescate de las generaciones que están quedando descolgadas
Los ingentes recursos que consume la crisis sanitaria provocada por el Coronavirus amenazan con frenar la hasta ahora única herramienta paliativa conocida, de nombre efectista (como todo lo que sale de la fábrica de eslóganes monclovita), el Plan de Choque por el Empleo Joven, pero de resultados altamente inciertos y de dudosa eficacia frente a la mayor amenaza que se cierne sobre el futuro de las jóvenes generaciones: el gasto desbocado, la desmesurada deuda acumulada que opera como lastre inmanejable, como implacable certeza de futuras penurias. Porque no hay ni habrá plan de choque verosímil, ni para los jóvenes, ni para los jubilados presentes o futuros, ni para la sanidad pública, ni para ningún vector esencial del país, si no se aborda antes el verdadero problema, que no es otro que la ausencia de un pacto de Estado que confronte en serio nuestra realidad con un plan de reformas conectadas entre sí, de largo alcance, con un programa realista de viabilidad de nuestra economía, cuyo paso primero debiera haber sido la presentación de un proyecto consensuado de utilización de los fondos europeos en el que ocupara un lugar preeminente el rescate de las generaciones que están quedando descolgadas.
Hay serias dudas acerca de la capacidad de este Gobierno para gestionar los fondos de la UE. Y no es de extrañar. El año pasado, un estudio del Tribunal de Cuentas Europeo nos ponía en evidencia al desvelar que España apenas gasta el 39% de las ayudas a las que tiene derecho, el tercer peor resultado de la UE-27, solo por delante de Croacia e Italia. Que sepamos, la indecorosa revelación no provocó la menor respuesta en el seno del Ejecutivo, ni el menor movimiento que sugiera una modificación urgente de los mecanismos de gestión de los fondos europeos. De pena. Claro que, a partir de ahora, todo va a cambiar (paso al modo ironía). La integración de la ministra de Trabajo en la comisión que supervisa el CNI le va a dar la vuelta al calcetín. Yolanda Díaz es un caso único en Europa. Debe ser la única titular de Trabajo a la que le falta tiempo para arreglar el problema del paro pero le sobra para controlar a los espías. Pues eso, de pena; o de risa.