Hace muchos años tuve que negociar la programación religiosa de Radio Nacional de España con el entonces cardenal primado y arzobispo de Toledo Marcelo González Martín. Don Marcelo, que así le llamaba todo el mundo, estaba muy cerca de su jubilación, pero eso se notaba poco o nada en su frenética actividad. Había sido considerado durante la dictadura como un cura rojo, especialmente es su estancia en Valladolid, y como un cura franquista en plena Transición, y de forma muy puntual cuando prohibió a un ministro de Justicia socialista, Fernando Ledesma, toledano para más señas, desfilar -procesionar se dice ahora-, en el Corpus, por haber sido el impulsor desde el Gobierno de la despenalización del aborto. Antes, el primado la tuvo con Francisco Fernández Ordoñez por la Ley del Divorcio. Me rio yo cuando escucho eso de que la Transición fue un continuo echar tierra sobre la tumba del franquismo. Atrevida y mal intencionada que es la memoria. Y la ignorancia, claro.
Don Marcelo recibió a un jovencísimo periodista en su palacio arzobispal, frente a la catedral toledana. Yo iba advertido por amigos comunes acerca de cómo tratarlo, cómo comportarme, qué temas podía abordar, qué silencios guardar y hasta qué podía tomar si se me ofrecía un aperitivo. Recuerdo que la Coca-cola se quedó entera en el vaso. No fui capaz de adivinar qué había en el suyo, pero una piedra de hielo con una sustancia amarilla daba pistas ciertas.
Don Marcelo me contó lo que él creía que debería ser en Castilla La Mancha una radio con una programación católica protegida por los acuerdos Iglesia-Estado, y no recuerdo desacuerdo alguno en los planteamientos que le hice
Aquel señor era un cardenal con todas las letras. Y además lo parecía. En esto, como por ejemplo pasa con las últimas hornadas de ministros, ya nada parece ser lo que dice que es. Recuerdo que el invitado tenía que subir una enorme escalera en solitario, y que a la mitad de su recorrido empezaba a vislumbrar en lo más alto un bulto con forma de gran humanidad -al tamaño, me refiero-, que poco a poco iba tomando la forma exacta de un poderoso príncipe de la iglesia. Si no era una intencionada escena en contrapicado copiada del mejor Hitchcock lo parecía. Aquella puesta en escena era, sin tener que esforzarse, la primera batalla ganada por el anfitrión. Por lo que sé, todo lo demás sucedía según su entender e interés. Al menos conmigo.
Don Marcelo me contó lo que él creía que debería ser en Castilla La Mancha una radio con una programación católica protegida por los acuerdos Iglesia-Estado, y no recuerdo desacuerdo alguno en los planteamientos que le hice. Ya al final, y como quiera que me dijera que lo que estábamos hablando era algo que cerraría su sucesor pues su retirada estaba próxima, comentó que había vivido periodos de larga responsabilidad no siempre deseados.
-Ahora, joven periodista, me toca la jubilación, la retirada.
-Bien don Marcelo, pero no se deja de ser cardenal nunca, le sugerí.
-No, desde luego. Incluso puede que uno pase a un mejor estado. Es cierto que un cardenal pierde poder, pero ¿sabe qué?, gana en influencia, me dijo mientras esbozaba una sonrisa vaticana más cerca de la astucia que de la dulzura evangélica.
Después de tanto tiempo no creo que el prelado pretendiera darme una lección, pero lo cierto es que me la dio. Y desde entonces siempre he apreciado más la fortaleza de la influencia en las cosas y las personas que el poder sobre ellas. Claro, la influencia es también una forma de poder, quién lo va a negar, pero su desarrollo y escenificación se mueven por caminos bastante más certeros y refinados que el poder y la ansiedad por conseguirlo.
La noticia será pésima para la extrema derecha y la extrema izquierda, que perderían poder e influencia al mismo tiempo. Y seria letal para los nacionalismos
Poder versus influencia. Es la lección de un purpurado al final de su magisterio la que me hace ver la necesidad perentoria del nacimiento de un nuevo partido capaz de reunir a aquellos que han dejado de considerar al PSOE el partido integrador y respetuoso con la ley que fue. A aquellos también que, sin ser de centro derecha, han terminado votando al PP, después de pasar por los partidos que lideraron Rosa Díez y Albert Rivera. ¡Que vaya calvario, señores! Aunque el sanchismo no lo crea, son millares los españoles que han votado la mayor parte de su vida al PSOE; millares los que dejaron de hacerlo en el último mandato de Zapatero -soezmente revindicado por el chabacano sanchismo desplegado el fin de semana-; millares los que entonces votaron a UPyD; millares los que terminaron haciendo lo mismo en Ciudadanos para terminar -oh, qué gran traición-, al PP. Hoy, esos millares de ciudadanos son tildados por el socialismo sanchista de fascistas al servicio de la ultraderecha. Ellos sabrán.
La llegada de un nuevo partido netamente constitucionalista, algo que va a suceder más pronto que tarde, es una muy mala noticia para el PSOE y para el PP, dos fuerzas que van tirando con una buena maleta de votos prestados. La noticia será pésima para la extrema derecha y la extrema izquierda, que perderían poder e influencia al mismo tiempo. Y seria letal para los nacionalismos, que dejarían de chantajear a todos los españoles con sus ridículos porcentajes electorales obtenidos en las pasadas elecciones. Y en todas las que hemos vivido, por cierto.
Ese partido de corte social liberal puede tener la llave, que aquí aún no hemos encontrado, para abrir una puerta en la que los españoles no seamos vapuleados, despreciados y relegados por ideologías fantasmas
Ese partido, que sin duda veremos, debe tener algunas cosas claras, pocas, pero importantes. La Constitución encima de la mesa siempre, y evito señalar todo lo que conlleva tenerla presente siempre y en todo lugar, desde la separación de poderes del Estado hasta la igualdad de todos los españoles o el respeto a la monarquía parlamentaria. Ese partido debe aspirar a tener influencia y, con la misma fuerza, desdeñar todo tipo de poder en la manera en que lo persiguieron Rosa Díez y de forma especial Albert Rivera. ¿Recuerdan? Cuando se aspiró a sustituir a unos de los dos grandes partidos se acabó el invento. Ese partido de corte social liberal puede tener la llave, que aquí aún no hemos encontrado, para abrir una puerta en la que los españoles no seamos vapuleados, despreciados y relegados por ideologías fantasmas que representan los intereses de castas políticas asalariadas más que de capas ciudadanas desconcertadas. Y desde luego, ese partido no puede nacer para pactar con el nacionalismo. No se dejen engañar, el nacionalismo no es una consecuencia de algo, es simplemente un peligro y un mal para la convivencia.
No sé decirles si la nueva formación llegará de la mano de El jacobino, una plataforma de izquierdas cada vez mejor organizada y rabiosamente refractaria a los pactos del PSOE con Sumar y los nacionalismos; no sé si será con los estimables restos que quedaron de UPyD y Cs. Quizá alrededor de nombres con Redondo Terreros y los incansable Savater, Trapiello, Ovejero y otros muchos intelectuales seriamente comprometidos con su país.
El sanchismo ha terminado abrazando a Zapatero, como hemos visto este fin de semana. He aquí la señal que faltaba: ese partido ya no tiene remedio. No será una patología, pero si una devoción cierta por el ridículo y la desmemoria. Pedro Sánchez tiene el poder, nadie se lo va a discutir. Y tiene toda la legitimidad que emana de nuestras Cortes, aunque parece que es Sánchez el que duda tenerla de tanto insistir en ella. Otra cosa es la influencia. ¿Influencia para qué? Para, fuera de la perversa órbita nacionalista, decidir quién gobierna este país, ¿les parece poco poder?
Eso es la que uno espera que llegue con un nuevo partido. Y si fuera para las elecciones europeas del próximo año, mejor. No está de más que les recuerde que votaremos el 9 de junio del próximo año. Cuando le regalen la agenda de marras, ponga esa fecha en rojo y bien subrayada, que esto no ha hecho más que empezar.
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