Antes de la Primera Guerra Mundial, es decir, hace poco más de cien años, a nadie le pedían pasaporte en ningún sitio. Existir ya existían desde mediados del siglo XIX, pero no eran de uso habitual. Fue la guerra la que trajo la costumbre de emplear pasaportes para cruzar fronteras. Había que evitar que entrasen espías o que los desertores tomasen un tren para escabullirse del reclutamiento forzoso. Como consecuencia, los Estados europeos empezaron a emitirlos en masa. Quien quería salir de Francia, Alemania o Italia necesitaba uno. Era una más de las muchas incomodidades de la guerra que desaparecería tan pronto como ésta terminase. O al menos eso era lo que pensaban entonces.
Tras el armisticio y la paz dejaron de tronar los cañones, pero los controles fronterizos en los que se visaba y sellaba el pasaporte permanecieron para disgusto de los viajeros de la época, que hasta antes de la guerra se habían movido por Europa sin más requisitos que el billete de tren. El primer problema que se encontraron fue que cada país había creado un modelo distinto de pasaporte. Si querían mantener aquello funcionando tenían antes que ponerse de acuerdo. Elevaron la cuestión a la recién fundada Sociedad de Naciones, que en 1920 organizó una conferencia internacional en París para estandarizar los pasaportes de los países miembros. La conferencia alumbró un librito de 32 páginas con el nombre del país en la portada y, en su interior, la filiación básica del titular del pasaporte. Algunos países se quejaron porque sus pasaportes de la guerra eran mucho más sencillos, constaban de una simple hoja mecanografiada y sellada, algo mucho más barato y rápido que el modelo de la Sociedad de Naciones, pero fue este último el que se impuso.
La única diferencia entre los pasaportes es que unos son más poderosos que otros. Con un pasaporte español podremos entrar en 190 países sin necesidad de visado, con uno de Afganistán sólo en 26
Hoy todos tenemos un pasaporte y todos los pasaportes son muy parecidos. Tienen 32 páginas en las que las autoridades estampan los sellos, dos tapas duras con el nombre oficial y el escudo del Estado emisor, y la filiación del portador con una fotografía. Desde hace unos años también incluyen un chip RFID embutido dentro de la portada para que unas máquinas especiales puedan leerlo. La única diferencia entre los pasaportes es que unos son más poderosos que otros. Con un pasaporte español podremos entrar en 190 países sin necesidad de visado, con uno de Afganistán sólo en 26.
Los pasaportes incorporan datos personales y en ocasiones biométricos como las proporciones de nuestro rostro tal y como aparecen en la fotografía, pero no van más allá. Salvo excepciones como el pasaporte alemán, que incluye el color de ojos y la estatura, no informan de nuestras particularidades físicas y, mucho menos, de nuestro estado de salud. Sería impensable, por ejemplo, que en el pasaporte pusiese que padecemos diabetes. La información médica es delicada y por eso mismo está protegida por la ley. Este es el primer escollo con el que se enfrenta el pasaporte covid que algunos gobiernos están tratando de implantar.
Hasta la fecha todo lo más que han llegado es a emitir certificados de vacunación más o menos estandarizados. Con las vacunas es relativamente sencillo trazar una línea. O se está o no se está vacunado conforme a los criterios de cada Estado. Asunto diferente serían los certificados de prueba PCR, que realizan clínicas privadas y que hay que renovar continuamente porque expiran a las 48 horas. En la Unión Europea se adoptó en junio un certificado covid digital que reconocen todos los Estados miembros. En el Reino Unido se puede escoger entre el certificado que suministra el Servicio Nacional de Salud o una carta firmada por el médico. En Estados Unidos hay infinidad de certificados tanto estatales como privados. En México o Argentina sus Gobiernos han creado un certificado digital, pero no lo reconocen en Europa o EEUU porque no han autorizado vacunas como la Sputnik V o la de Sinopharm que se administran regularmente allí.
Cada país tiene su propio software de reconocimiento de códigos QR. Pero, aunque se adoptase un software único, nos encontraríamos con el problema de que esos códigos ofrecen información muy distinta
Los certificados, en definitiva, no son interoperables y eso limita su utilidad. La mayor parte de ellos, eso sí, presentan el mismo aspecto. Suelen constar de un código QR que puede mostrarse en la pantalla de un teléfono o en una hoja de papel, pero el código de nada sirve si el escáner no lo reconoce. Cada país tiene su propio software de reconocimiento de códigos QR. Pero, aunque se adoptase un software único, nos encontraríamos con el problema de que esos códigos ofrecen información muy distinta en función de los sistemas de salud de cada país o de la normativa relativa a los datos personales. El de la Unión Europea, por ejemplo, incluye el nombre, los apellidos, la fecha de nacimiento y la vacuna que se ha administrado al portador junto al número de dosis, el emisor del certificado y la fecha de vacunación. El del Reino Unido es muy similar, pero no hay unas reglas fijas. Han aparecido iniciativas como la del CommonPass, impulsado por la Fundación Rockefeller, una aplicación para teléfonos en la que se introducen los datos de vacunación proporcionados por las autoridades sanitarias o los resultados de las pruebas de contagio practicadas en las clínicas. Su idea es centralizar la información en una única aplicación, pero no es un documento oficial por lo que su uso es muy limitado.
El hecho es que los certificados y las pruebas PCR se piden continuamente, especialmente en aeropuertos. A pesar de que el tráfico aéreo ha disminuido, tomar un avión en el último año se ha convertido en una carrera de obstáculos. En el acceso a la terminal, en el mostrador de facturación, en los arcos de seguridad, en la puerta de embarque o en la cinta de recogida de equipaje pueden solicitar el certificado. Ahí empiezan los problemas porque lo que vale en un país no vale en otro. Haber recibido la vacuna Pfizer sirve en Europa o América, pero no en Rusia o China, a la inversa sucede con la Sputnik o la CoronaVac. Los pasaportes covid tal y como hoy los entendemos son realmente pasaportes a ningún sitio o a muy pocos sitios. Con los test el problema es aún mayor porque cada país fija sus propios requisitos y además son fácilmente falsificables.
Un pasaporte covid abre la puerta a que se incluyan en él otras vacunas o cualquier tipo de tratamiento médico. Eso es ilegal en muchos países y lo deseable es que siga siendo ilegal
Parece claro que, como sucedió hace un siglo con los pasaportes en la Sociedad de Naciones, ha llegado el momento de estandarizar los documentos. Pero hacer algo así con un certificado médico es mucho más complicado que hacerlo con un documento de identificación personal. Un pasaporte revela nuestro nombre, nuestra edad, nuestro lugar de residencia y poco más. Un pasaporte covid abre la puerta a que se incluyan en él otras vacunas o cualquier tipo de tratamiento médico. Eso es ilegal en muchos países y lo deseable es que siga siendo ilegal.
Aún así parece que la mayor parte de la gente está de acuerdo. Sondeos realizados en distintas partes del mundo revelan que si mañana quisiesen implantar el pasaporte covid mundial, la iniciativa tendría el apoyo de la mayoría. Hace unos meses la empresa Ipsos realizó una macroencuesta en 28 países y los resultados no dejan lugar a dudas. En Australia el 86% de los encuestados están a favor de implantarlo, el 84% en el Reino Unido, el 79% en Italia, el 77% en España, el 73% en Alemania, el 71% en EEUU y el 70% en Francia. Los países más reacios son Polonia y Hungría, donde sólo el 58% y el 52% respectivamente de los consultados se muestra partidario de los pasaportes covid. En Hispanoamérica el apoyo es también masivo. En Perú un 90% y en México un 86%.
Ahora bien, estos pasaportes digitales compuestos por un código se pueden falsificar con relativa facilidad. Hay todo un mercado negro de pasaportes covid. Y no hablo de documentos emitidos en países del tercer mundo, sino del certificado digital de la UE, cuyas claves privadas se han filtrado y circulan por internet. En octubre unos hackers italianos emitieron un certificado covid con su código QR totalmente válido a nombre de Adolf Hitler. Su autor quería mostrar el agujero de seguridad que presenta el sistema de certificación europeo. Otros no son tan benevolentes y han hecho de esto un negocio. Por entre 100 y 200 euros se puede adquirir una pauta completa administrada en cualquier país de la Unión Europea.
Habría, por lo tanto, que crear un sistema unificado para verificar las firmas digitales de las autoridades sanitarias. Crear un repositorio de todas las firmas aceptadas seria muy costoso y políticamente complicado
Cuando en un aeropuerto se escanean los códigos de estos certificados el personal cruza el código QR del certificado con el pasaporte y comprueba que la información proviene de un emisor de confianza mediante la firma digital. Eso es lo que han conseguido hackear comprometiendo de paso la credibilidad de todos los certificados covid emitidos hasta la fecha. Habría, por lo tanto, que crear un sistema unificado para verificar las firmas digitales de las autoridades sanitarias. Crear un repositorio de todas las firmas aceptadas seria muy costoso y políticamente complicado. En el Reino Unido sólo puede emitir el certificado el NHS, pero en España cada comunidad autónoma emite el suyo porque la sanidad está descentralizada. En EEUU sería todavía más difícil porque son centenares las entidades autorizadas a emitir el certificado ya que lo pueden hacer los Estados y muchos hospitales. En el tercer mundo mejor no entrar, ¿alguien cree que en Yemen o en Afganistán están en condiciones de emitir certificados digitales?
Parece que la tecnología nos ha jugado una mala pasada haciéndonos olvidar que ya existía un certificado internacional de vacunación, la denominada tarjeta amarilla de la OMS, un documento creado en los años 30 y que actúa como pasaporte sanitario reconocido en todo el mundo. La tarjeta amarilla es un librito similar al pasaporte en el que constan las vacunas que han administrado a su titular con su correspondiente sello. Para viajar a países del África ecuatorial es imprescindible hacerse con uno y tenerlo al día porque vacunas como la de la fiebre amarilla son obligatorias antes de entrar en países como el Congo, Camerún o Nigeria. Estas tarjetas amarillas también se pueden falsificar, pero, al tratarse de documentos físicos, es más complicado y caro que hacerlo con un simple código QR.
Es posible que tras la pandemia esta tarjeta amarilla que tiene 85 años a sus espaldas pase a formar parte de nuestros documentos de viaje, ya sea en forma física o digital una vez hayan resuelto los problemas relativos a su seguridad. En lo que eso llega, si es que llega, deberíamos tener claro que los pasaportes no van a contener el avance de la enfermedad, eso sólo puede hacerlo las vacunas. Ahí si que queda mucho trabajo por hacer. En el primer mundo las tasas de vacunación se sitúan en el 70% o por encima. En lugares como Chad o Burkina Faso no llegan al 2%. Ese es el desafío real, conseguir que las diferentes vacunas estén disponibles en todo el mundo. Sólo a partir de ahí podremos empezar a respirar tranquilos.
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