En La piedad peligrosa, Stefan Zweig nos cuenta las andanzas de un teniente de caballería austríaco que se compadece de Edith, la hija paralítica del noble Lajos von Kekesfalva. Debido a un malentendido, la joven cree que el teniente está enamorado de ella. Éste, por temor a herir sus sentimientos e incitado por el padre y el personal de servicio, frecuenta cada vez más el castillo, aumentando en consecuencia las esperanzas de Edith, sin que él sienta por ella nada más que piedad y lástima. Cuando descubre esto último, Edith acaba arrancándose la vida.
Algunos se apresurarán a juzgar duramente al protagonista de la historia, pero su reacción no es infrecuente en las personas que, sin sufrir ellos mismos problemas de calado, se enfrentan a los que sí los tienen. El sentimiento de incomodidad y las frases de ánimo -con frecuencia vacías- suelen ser la tónica en las personas que no están acostumbradas a tratar con enfermos, ancianos, pobres o desahuciados. Y, como en la novela de Zweig, muchas veces las ganas de ayudar encajan con la sabiduría popular que nos recuerda aquello de que, a veces, es peor el remedio que la enfermedad.
La inmigración no es una excepción en este aspecto. Las buenas intenciones vuelven en muchas ocasiones invisibles los verdaderos problemas que puede tener quien abandona con dolor su país de origen para forjarse un futuro en otro completamente distinto. El miedo al racismo y la xenofobia llega a trocarse, irónicamente, en cierto etnocentrismo: mi cuñada, que no sólo es mexicana sino que además lo parece, se le ocurrió preguntar a desconocidos por la calle, en Alemania, de dónde pensaban que era ella. La respuesta era siempre la misma: “eres alemana”. El ánimo de hacerle sentirse integrada los volvió ciegos, no sólo a sus circunstancias actuales (¿acaso podían saber si tenía la nacionalidad, si era residente o sólo turista?) sino a toda una serie de sentimientos, problemas y circunstancias que podría tener ella por el hecho de ser oriunda de otras tierras, bastante lejanas y distintas, por cierto. Ignorar la verdad, por más buenas que sean las intenciones, nunca trae nada bueno.
El colectivo de extranjeros conflictivos hace mucho ruido a través de un tipo de comportamiento delictivo al que en España no estamos acostumbrados
En España, por suerte, aún estamos a tiempo de escarmentar en cabeza ajena y no caer en los errores que han cometido nuestros vecinos europeos. Para empezar, deberíamos de tener claro que los primeros perjudicados por ignorar ciertos problemas causados por la inmigración son los propios inmigrantes. La gran mayoría de extranjeros que viene a España a vivir tiene la intención de hacerlo honradamente y por vía legal. Esto último, por cierto, no es sencillo en absoluto, frente a lo que se empieza a creer debido a ciertos casos concretos de inmigrantes a los que se procura un trato distinto. El fondo de la cuestión radica en que el colectivo de extranjeros conflictivos hace mucho ruido a través de un tipo de comportamiento delictivo al que en España no estamos acostumbrados. Que oficialmente no se quiera reconocer este problema no lo hará desaparecer, más bien lo contrario: se asociará inmigración con conflictividad y crimen, algo claramente injusto para la mayoría silenciosa de extranjeros que viene a España a ganarse honradamente la vida.
¿Qué ocurre en Europa que ni los españoles ni la gran mayoría de inmigrantes de nuestro país queremos que suceda aquí? Tenemos el famoso caso de la ciudad inglesa de Rotherham, donde clanes mafiosos pakistaníes violaron durante trece años a casi dos mil niñas. Estos delitos se perpetraron de forma tan prolongada porque las autoridades temían ser acusadas de racistas y xenófobas y no movieron un dedo. Este tipo de situaciones se ve agravado por la creciente proliferación de ciudades y barrios no go, en los que la policía no patrulla y las ambulancias entran sólo con escolta, pues en ellos la única ley que impera es la sharía islámica.
A todos nos preocupa el supremacismo blanco y el progresivo auge de movimientos populistas en el mundo occidental y, sin embargo, debido a la piedad peligrosa de la que nos habla Zweig, no somos capaces enjuiciar cuáles pueden ser los motivos que están propiciando esta situación. Debemos dejar de tratar el tema de la inmigración como una patata caliente que pasarnos unos a otros, entre otras cosas porque hay gente que estará más que encantada de hacer de este tema su bandera. Y, créanme, ni a nosotros ni a los inmigrantes nos conviene que sean ellos quien la tomen.
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