Cada celebración del 12 de octubre, desde hace cosa de una década, nos trae nuevos argumentos para descreer de las redes sociales, del debate público y a ratos hasta de la humanidad. A los habituales diálogos para besugos sobre la nación española y la empresa americana este año se han unido definiciones ad hoc del patriotismo, en la línea inaugurada en su día por Errejón. Ya saben: “la patria es un hospital”, “la patria es pagar impuestos”, “la patria es la DGT”, es el aborto, la ley trans, etc. La patria, se diría, es cualquier cosa menos la Patria, y ahí está la gracia del asunto. Es una patria electiva, como comprar unos cereales u otros o pasar un rato mirando el menú de Netflix.
No obstante, fuera del mundo autoexpresivo de las redes sociales, la idea de una patria a la carta choca con la realidad de una ciudadanía que sigue necesariamente vinculada a límites, obligaciones y restricciones. De ahí el interés de la mención a los impuestos; que como su propio nombre indica, no son optativos. En la idea de que uno quiere pagar impuestos no sólo hay una exhibición de virtud, más bien cursi e inane, sino un intento, quizás inconsciente, de alzarse sobre el vínculo fuerte, irrevocable, con esa patria. O sea, de degradarla: porque un día podría no apetecerte pagarlos -como de hecho les pasaba en otros tiempos, con otros gobiernos, a muchos de los que hoy se golpean el pecho; o les sigue pasando cuando no mira nadie. También he señalado alguna vez que esta especie de Patria Tinder se parece más a los usos del capitalismo tecnológico que a un sentimiento comunitario auténtico, sea de “derechas” o “izquierdas”.
No en vano fue Rodríguez Zapatero quien eliminó patrimonio en 2008, espoleado por sus economistas, Miguel Sebastián y el añorado Taguas, que siempre consideraron inútil o contraproducente el impuesto
Las deposiciones sobre impuestos de este año se producen además en medio de un debate sobre fiscalidad animado por el gobierno central y las CCAA -también, de hecho, por algunas de las del “bloque gubernamental”-. Por un lado, el gobierno agita macguffins como el impuesto de patrimonio, un gravamen poco efectivo y residual en términos de recaudación, pero que le permite enarbolar la bandera de la lucha “contra los ricos”, en esta particular fase de populismo de opereta en que se ha metido desde hace unos meses. No en vano fue Rodríguez Zapatero quien eliminó patrimonio en 2008, espoleado por sus economistas, Miguel Sebastián y el añorado Taguas, que siempre consideraron inútil o contraproducente el impuesto; y el mismo Zapatero el que lo recuperó poco antes de abandonar el gobierno por motivos que todos ustedes recuerdan.
Por el otro, varias comunidades, con Madrid a la cabeza, están haciendo uso de sus prerrogativas legales para aligerar la carga fiscal en sus territorios cuando se acerca el año electoral. El debate se ha moralizado de manera inmediata porque nuestra industria de la opinión no sirve apenas para otra cosa. Así que parece que sólo cabe o bien ser anarcocapitalista, o bien acatar con orejas gachas todos los tributos que nos quiera imponer un timonel del Estado bueno y benéfico. A sabiendas de que no sirve para gran cosa, cabe hacer dos grandes precisiones antes de seguir enredándonos en posturas máximas que nadie se cree de verdad.
El Gobierno lo va a tener complicado para explicar que la competencia fiscal de Madrid es esencialmente insolidaria o destructora de la cohesión del Estado
Para empezar, y no es la primera vez que se suscita la cuestión durante la legislatura, el Gobierno lo va a tener complicado para explicar que la competencia fiscal de Madrid es esencialmente insolidaria o destructora de la cohesión del Estado cuando, como hemos visto, todas las CCAA participan en mayor o menor grado de la supuesta race to the bottom; y sobre todo mientras persistan las excepciones vasca y navarra, que cargan sobre el resto del Estado la sobrefinanciación de sus generosos estados de bienestar y sus peculiares regímenes fiscales. En lugar de intentar resolver el rompecabezas de la financiación autonómica, que lleva atascado desde 2009 -y cabe recordar que ERC votó a favor del vigente modelo; eran otros tiempos-, el gobierno intenta enredar entre unas CCAA y otras; pero se puede encontrar, como ahora, con que los gobiernos autonómicos no están para definiciones posmodernas del patriotismo, sino a intentar revalidar.
Respecto a la “patria es pagar impuestos”, conviene no perder de vista que la conciencia fiscal de un país no es independiente del desempeño de sus administraciones. Es decir, que los ciudadanos están más dispuestos a pagar en la medida en que valoran los servicios que se les prestan y la probidad general de la administración a la hora de gestionar el dinero de todos. Ahí, como es obvio, España tiene mucho que mejorar. Esta misma semana ha aflorado de nuevo la cuestión de la tarjeta sanitaria y el acceso a expedientes entre CCAA -soy tan viejo que recuerdo cuando hablar de esto respondía a un insoportable populismo-; fue hace mucho tiempo, en las últimas elecciones generales. Es solo un ejemplo. La administración española tiene un déficit de capacidad que lleva cada año a dejar presupuestos y fondos europeos sin ejecutar; e incluso una transferencia de renta en apariencia relativamente sencilla como el IMV se ha enfrentado a tremendos problemas de implementación. Gastamos el dinero mal y de forma poco transparente, y eso sin entrar en los evidentes desequilibrios del sistema: la absoluta desproporción entre el porcentaje que se redistribuye a mayores y clases medias frente a jóvenes o madres en riesgo de pobreza; las citadas excepciones vasca y navarra, etc.
"Subir el pan a los pobres"
En estas condiciones, la prioridad debería ser no lanzar discursos moralizantes ni reclutar a unos cuantos prescriptores privilegiados que, a favor de obra, sacan pecho de unos impuestos que a saber si realmente pagan, sino poner en orden la casa y, llegado el caso, proponer una reforma fiscal global y coherente, que vaya más allá de los parches y las periódicas jeremíadas sobre “los ricos”. Porque, de otra forma, el onus queda siempre de parte del ciudadano y las administraciones -o sea, el poder organizado- se libra de cualquier tipo de vigilancia o fiscalización; aunque ya sabemos de un tiempo a esta parte que la moda es que los ciudadanos rindan cuentas ante el poder y no al revés.
La reforma pendiente, por cierto, pasaría casi de forma inevitable por unificar tipos de IVA y subir el general para aumentar la recaudación y redistribuir, que es lo contrario de lo que vemos ahora, con todo el mundo empeñado en redistribuir a través de los tipos. Ay, recuerdo de nuevo que hubo quien propuso una reforma tal a la altura de 2015, y recuerdo también la reacción de algunos de los guerreros fiscales de ahora porque se le iba a “subir el pan a los pobres”. Vivir es ver volver, y en el debate político español eso asegura la melancolía.
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