El 13 de septiembre de 1993 fue un día grande en Washington. Aquel día Bill Clinton ejercía de maestro de ceremonias en el jardín de la Casa Blanca para que Yasir Arafat e Isaac Rabin, presidente de la OLP el primero y primer ministro de Israel el segundo, se diesen un apretón de manos ante fotógrafos llegados de todo el mundo para sellar así lo acordado en los meses precedentes en la ciudad de Oslo. Clinton estaba exultante. Llevaba unos pocos meses en el poder y cerraba así su primera gran intermediación internacional. Nada menos que el punto final para un conflicto aparentemente irresoluble que sumaba ya varias décadas. Lo cierto era que Clinton personalmente había intervenido poco, pero mucho el Gobierno estadounidense. Durante el mandato de George Bush, en marzo de 1991, se había celebrado en Madrid una gran conferencia de paz en Oriente próximo auspiciada por Estados Unidos y la Unión Soviética a la que fueron invitados los líderes palestinos e israelíes junto a los de países vecinos como Jordania, Siria y el Líbano.
Tras aquella magnífica puesta en escena en el salón de columnas del Palacio Real de Madrid, le siguieron más de dos años de negociaciones a puerta cerrada en Oslo. De esas negociaciones apadrinadas primero por Bush y luego por Clinton salieron los acuerdos de Oslo que se firmaron de forma simbólica en Washington aquel día. Parecía en aquel momento que todo iba a ir sobre raíles, que ambas partes cumplirían lo acordado y que este asunto se olvidaría antes de terminar el siglo XX ya que palestinos e israelíes se daban cinco años para rematar los flecos y poner en marcha el objetivo final de los acuerdos, que no era otro que la creación de un Estado palestino que conviviese en paz junto al israelí.
Aquello nunca sucedió. Las negociaciones se mantuvieron durante varios años más en torno a temas espinosos como el estatus de Jerusalén o la cuestión de los asentamientos israelíes en Cisjordania, pero el acuerdo final se resistía a llegar. Finalmente, en el año 2000, en una cumbre que tuvo lugar en Camp David, se trató de poner fin al proceso dándole el último empujón. Isaac Rabin ya no estaba porque había sido asesinado en 1995 por un extremista que se oponía a los acuerdos de Oslo. A Clinton le quedaban apenas unos meses de su segundo mandato y Yasir Arafat estaba siendo muy cuestionado como presidente de la Autoridad Nacional Palestina. El ambiente no era en absoluto constructivo, por lo que se emplazaron para otra reunión en la ciudad de Taba, en Egipto, en enero de 2001, pero tampoco se llegó a ningún sitio. Ehud Barak hizo una oferta muy generosa, pero fue rechazada por Arafat. Para entonces había estallado ya la segunda intifada y en Israel se produjo un vuelco político. A partir de ese punto todas las vías para reanimar el proceso de paz quedaron cegadas.
Desde entonces muchos son los que se han acordado de Oslo y se preguntan por qué se abandonó ese camino cuando estaba tan avanzado. De aquello han pasado ya más de veinte años, pero si hubiera voluntad por ambas partes se podría retomarlo. Los acuerdos de Oslo eran muy razonables. Preveían que los israelíes fueran abandonando el territorio ocupado en 1967 para entregárselo a la Autoridad Nacional Palestina que iría poco a poco configurando un nuevo Estado. Sobre el papel pintaba bien, pero sobre el terreno no tanto. Los palestinos contaban con recuperar parte de Jerusalén, algo a lo que los israelíes se negaban. Algo previsible en tanto habían convertido a aquella ciudad en su capital poco después de ganársela a los jordanos en la guerra de los seis días. La Autoridad Nacional Palestina aspiraba a lo mismo, de hecho, ubicó su capital en Ramala, una pequeña ciudad de Cisjordania a sólo 20 kilómetros al norte de Jerusalén. Ese escollo ralentizó el proceso. Los dos sabían perfectamente adonde se dirigían, pero las ambiciones de ambos eran incompatibles en ese punto.
Los israelíes, empezando por el propio Isaac Rabin, no estaban en principio demasiado interesados en arreglo alguno con los palestinos. Para ellos era prioritario resolver antes sus problemas con Siria, el Líbano y Jordania
Entretanto, los plazos que se habían fijado en Oslo no se cumplían y reaparecía el terrorismo de un lado y los asentamientos del otro. Tanto el primero como los segundos se intensificaron a partir de 1997. En el año 2000 se intentó reconducir la situación. Clinton se involucró al máximo en el tema porque consideraba que conseguir la paz entre israelíes y palestinos sería su mayor legado en materia internacional, pero volvieron a chocar por lo mismo.
Cabe preguntarse por qué se metieron en esto a sabiendas de que había una serie de líneas rojas que no iban a estar dispuestos a pasar bajo ningún concepto. Los israelíes, empezando por el propio Isaac Rabin, no estaban en principio demasiado interesados en arreglo alguno con los palestinos. Para ellos era prioritario resolver antes sus problemas con Siria, el Líbano y Jordania, algo que les urgía mucho más para estabilizar sus fronteras repitiendo la operación que permitió firmar la paz con Egipto en 1979. Les hicieron ver que todo iba en el mismo paquete. Con Jordania se llegó a un acuerdo en 1994, con el Líbano y Siria, no. Fue en ese momento cuando Rabin tuvo que atender la cuestión palestina como paso intermedio para asegurarse la frontera del norte.
Rabin sabía que en Israel muchos consideraban los territorios ocupados como un botín de guerra, un área de expansión para un país densamente poblado. Eso le hizo comprometerse a no desmantelar ningún asentamiento, lo que ocasionó que hubiera que hacer auténticos malabarismos para dar cabida a esas colonias en las negociaciones. Los asentamientos siempre han sido un dolor de cabeza para los Gobiernos israelíes y, especialmente, para su ejército, ya que hay que protegerlos con soldados y eso acarrea un coste elevado y un desgaste continuo. Pero para buena parte de la opinión pública israelí los asentamientos son intocables, creen que no deben ceder ahí y son varios los partidos que no sólo reclaman eso mismo, sino que piden que haya aún más asentamientos que vayan “israelizando” los territorios ocupados.
En la parte palestina Arafat buscaba reconocimiento para él mismo y para su organización como único portavoz legítimo de los palestinos, algo que consiguió con los acuerdos de Oslo. A cambio de eso tuvo que reconocer a Israel sin que ese reconocimiento trajese aparejado el Estado palestino con capital en Jerusalén, el fin de los asentamientos y el retorno de los refugiados. Eso le ocasionó infinidad de críticas y que apareciesen multitud de facciones disidentes dentro de Cisjordania y Gaza. Una de esas facciones es la organización Hamás que había surgido durante la primera intifada en 1987, pero que fue ganando voluntades con el tiempo. Tras la muerte de Arafat en 2004 se convirtieron en la fuerza predominante y se impusieron en las elecciones de 2006 sacándole 29 escaños a Fatah, el partido político en el que se había reconvertido la OLP tras los acuerdos de Oslo. Tras ello sobrevino un enfrentamiento civil entre los palestinos y la secesión de la franja de Gaza, donde los candidatos de Hamas habían arrasado.
Los cálculos políticos a corto plazo han tenido una importancia capital en el modo en el que encallaron las negociaciones tras la conferencia de Taba de 2001
Todo esto ya lo había visto venir Arafat antes de morir. Se sabía sitiado entre los israelíes y sus propios adversarios dentro de la ANP. No estaba por lo tanto dispuesto a ceder ni un milímetro más porque si lo hacía podía despedirse del poder. Sobre Arafat operaron las mismas fuerzas que sobre Ehud Barak y posteriormente Ariel Sharon. Cualquier concesión al otro se percibiría como debilidad y la debilidad les costaría el cargo. En resumen, que los cálculos políticos a corto plazo han tenido una importancia capital en el modo en el que encallaron las negociaciones tras la conferencia de Taba de 2001.
Así las cosas, desde ese momento todo iban a ser desencuentros en un conflicto en el que existe una asimetría muy pronunciada. Israel tiene la sartén por el mango porque son ellos los que ocupan. Es llamativo que, sabiéndose fuertes, accediesen a ir soltando territorio y facilitando que fuesen creando instituciones palestinas. Querían cerrar este asunto y concentrarse en otros de mayor enjundia sin que pareciese que se estaban rindiendo ni poniendo en cuestión la victoria de 1967. A los líderes palestinos les quedaba el terrorismo como herramienta que muchos de ellos seguían teniendo como algo perfectamente válido y legítimo, algo así como el recurso de los oprimidos frente a un Goliat todopoderoso que les había arrebatado su tierra y ocupaba Jerusalén.
Esto es algo que nunca han entendido en Israel. Veían que su Gobierno reconocía su existencia y negociaba de igual a igual, les entregaba territorio y colaboraba para establecer las instituciones propias de un Estado, pero el terrorismo seguía allí e incluso iba a más como sucedió durante la segunda intifada. Para frenar el terrorismo, el Gobierno israelí ordenó que se construyese un muro entre los territorios de la ANP y el Estado de Israel, algo desconcertante para los visitantes extranjeros, pero que ha demostrado su utilidad haciendo descender de forma drástica el número de atentados y de víctimas. Israel se ha blindado y eso ha provocado un sentimiento de impotencia y rabia en el lado palestino que ha ido alimentando a los más radicales.
La olla a presión terminó por reventar este mismo mes cuando unos comandos de Hamas consiguieron superar las barreras, pillar por sorpresa a los guardias fronterizos (y a la propia inteligencia israelí) y perpetrar una matanza de civiles en varias localidades del sur del país. Tras ello una nueva guerra era inevitable, esta vez dirigida a erradicar a Hamas de la franja de Gaza, un propósito loable pero muy difícil de llevar a cabo en tanto que la franja es completamente independiente desde hace 18 años. Hoy unos acuerdos como los de Oslo son directamente impensables, pero esta situación no tiene por qué ser eterna.
Nuevos líderes
Si el ejército de Israel consigue su objetivo de limpiar de terroristas la franja de Gaza es posible que se abra una nueva ventana de oportunidad que no deberían desaprovechar porque nunca antes el conflicto había llegado tan lejos. Para ello seguramente sean necesarios otros líderes. En el lado palestino Mahmoud Abbas está mayor y muy desautorizado, en el israelí sucede algo similar con Netanyahu. Que emerjan nuevos liderazgos es algo imprescindible si se quiere poner fin a esto de una vez. También lo es que haya generosidad por ambas partes y que se aprendan las razones por las que todo lo acordado en Oslo naufragó en los años siguientes. El punto de partida ya lo tienen, a partir de ahí ambos tendrán que ceder, cosa que hicieron en su momento, pero no se atrevieron a llevar sus cesiones hasta las últimas consecuencias.
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