Nuestra Constitución se elaboró siguiendo los parámetros del “parlamentarismo racionalizado”, aquella expresión creada por el jurista Mirkine-Guetzévitch en 1930 para definir los mecanismos que evitan la inestabilidad gubernamental provocada por el multipartidismo. Recogimos normas, como la moción de censura constructiva, cuyo objetivo era preservar la gobernabilidad. En realidad, era uno de los pilares mudos del sistema. Ahora todo ese entramado no vale nada, y su violación nos ha metido en un bucle de crisis parlamentaria y electoral de graves consecuencias.
Pedro Sánchez rompió esa racionalidad. Lo hizo con esa mezcla de ambición desmedida, venganza insatisfecha, ego patológico e irresponsabilidad, animada por un despechado gurú, y quebró una norma constitucional que, mal que bien, daba seguridad. Aquella moción de censura destructiva de 2018, ajena al espíritu del 78, opuesta al sentido garantista de la Constitución, fue el pecado original de la penitencia actual.
Nunca debió ser presidente del Gobierno un candidato sin programa ni apoyos constitucionalistas. Fue legal, claro, como tantas maniobras en regímenes que, como ya contó Linz en “La quiebra de las democracias”, acabaron por destruir las bases de la convivencia. Sin embargo, esa victoria numérica, personal, hueca, para echar al “corrupto PP”, no ha dado ningún fruto viable.
La responsabilidad no es solo de Sánchez, aunque sea el principal culpable, y se excuse, como un vendedor de humo, en que la gente equivocó su voto, que no supieron ver la suerte que asiste a España por contar con una maravilla como él. Hay más.
Maniobra antes del Rey
Los partidos de la nueva política han fracasado estrepitosamente, no menos que los tradicionales. La propuesta de Albert Rivera a última hora no fue por sentido de Estado, ni por responsabilidad, ni para asegurar la gobernabilidad. Ni siquiera por patriotismo. La ocurrencia del líder de Ciudadanos tenía un único objetivo: dejar en mala posición a Sánchez justo antes de su audiencia con el Rey.
Rivera solo buscaba el efecto inmediato, y no debió pensar mucho en sus consecuencias: abre una posibilidad de pacto con el antes “malvado sanchismo”, le obliga a volver a su posición de “centro” y, por tanto, a olvidar su obsesión por sustituir a Casado. Es más; ¿qué pasa con los que “dejaron” Ciudadanos por la negativa a pactar con Sánchez? El desconcierto ha sido tal que el propio Rivera ha dicho ahora que el gobierno de Chivite es admisible si “aparta el nacionalismo”, al tiempo que dice que Sánchez se ha ido del bando constitucional.
El previsible resultado del 10-N no hará presidente a Rivera, ni aunque repase la serie “Borgen”, ni le otorgará más escaños. La pregunta es si le dará tiempo a cambiar su discurso, como ya hizo en 2015 y 2016, y ver en Sánchez o en Casado lo que vio en Rajoy: una oportunidad de volver al “parlamentarismo racionalizado”. No lo hará porque ese tipo de estabilidad, como señalaba Mirkine-Guetzévitch, comienza en la campaña electoral: uniendo fuerzas constitucionalistas.
Si en verdad el sanchismo es el culpable de la crisis política, que lo es como ya indiqué arriba, y su partido, el PSOE, ha iniciado una fase hegemónica, solo cabe una solución: sumar antes para que la aritmética parlamentaria dé después la victoria. Las mayorías racionalizadas en multipartidismo se construyen de cara a las urnas. Es una cuestión de madurez política y de respeto a la ciudadanía, que debe saber con antelación a quién vota y para qué.
Los podemitas contribuyeron al pecado original del laberinto político en el que estamos inmersos, a esa moción de censura destructiva
Tampoco olvidemos a otro partido de la nueva política: Unidas Podemos, en guerra civil permanente, resquebrajado por la autonomía que van cobrando los comunistas de IU, la creciente protesta de En Comú Podem y Adelante Andalucía, y el fantasma del errejonismo. El viejo compañero universitario de Iglesias va a dar el salto a la política nacional y podría tener grupo propio uniéndose a los críticos, como los valencianos, andaluces y catalanes.
Todo ese ruido ha convertido de momento a Unidas Podemos en un partido inútil para sus propósitos declarados de formar un Ejecutivo de izquierdas. Y aquí tiene razón Sánchez: han impedido un gobierno socialista en cuatro ocasiones. A ver cómo convencen ahora a su electorado de lo contrario. Los podemitas contribuyeron al pecado original del laberinto político en el que estamos inmersos, a esa moción de censura destructiva, y no ofrecieron ninguna solución real.
Entre unos y otros destruyeron la racionalidad del parlamentarismo, enturbiaron el funcionamiento del Congreso, despreciaron al Senado, intentaron usar al Rey, jugaron a desestabilizar, a subir la temperatura ambiental porque, como dijo el vacuo Errejón, entienden la política como una “tensión permanente”. La radicalidad de los discursos de estos chicos de la nueva política ha acabado por convertirse en su única forma de ser, en un pozo sin fondo, hambriento, que siempre pide más trazo grueso, más protagonismo, más telegenia, más postureo, más eslóganes.
Ahora vamos otra vez a elecciones. Bravo. Es cierto que son preferibles a un mal gobierno, pero mucho han de cambiar las cosas, las mentalidades, las actitudes, el comportamiento de la élite política, para que regresemos a la racionalidad, a esa forma tranquila y madura de gobernarnos, y obviemos el pecado original de Sánchez.
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