Opinión

Pedid lo imposible

Cuenta Jesús Bastante en su espléndida novela Cisma (publicada en 2008 por Ediciones B) que en 1521 pudo producirse una trascendental reunión en la ciudad alemana de Worms. Iban a verse dos personas. Una de ellas era Mar

Cuenta Jesús Bastante en su espléndida novela Cisma (publicada en 2008 por Ediciones B) que en 1521 pudo producirse una trascendental reunión en la ciudad alemana de Worms. Iban a verse dos personas. Una de ellas era Martín Lutero, monje agustino de 47 años, de carácter muy difícil y orgulloso. El otro era apenas un muchacho de 21: Carlos de Habsburgo, pero era el rey de España y el año anterior, 1520, había sido elegido emperador del Sacro Imperio Romano Germánico con el nombre de Carlos V. A esa edad, Carlos ya había dejado de ser el cretino presuntuoso que pisó España por primera vez a los 17 años y era un joven mucho más maduro de lo que podría esperarse por su edad.

El objetivo de aquella reunión era detener la reforma protestante, un cisma que había de destruir la unidad del cristianismo en Europa… y también la unidad del imperio. Al menos eso era lo que pretendían los seguidores de Lutero, aquel hombre que se creía iluminado por Dios.

Querían la guerra. ¿Para vencer al protestantismo? No, para acabar con el poder de los príncipes protestantes. También se trataba de política y de dinero

Lo curioso es que, según Jesús Bastante, ambos estaban de acuerdo en lo fundamental. Aquello se podría haber parado si los partidarios de uno y de otro les hubiesen hecho caso. Pero no fue así. Los príncipes alemanes que seguían (o decían seguir) a Lutero estaban determinados a librarse de Roma y de la obediencia al emperador, dijera Lutero lo que dijese. Se trataba de una cuestión política y económica mucho más que religiosa. Y los partidarios del emperador, que podríamos simbolizar en el tremendo Mercurino Gattinara, querían la guerra. ¿Para vencer al protestantismo? No, para acabar con el poder de los príncipes protestantes. También se trataba de política y de dinero.

Si aquella reunión llegó a producirse, está claro que fracasó. No por la voluntad de los dos líderes, que seguramente querían llegar a un entendimiento, sino por la irresistible presión de los partidarios de cada uno de los dos. El acuerdo era, sencillamente, imposible. Hubo cisma y hubo guerra.

Quizá ahora estemos viviendo una situación parecida. El resultado de las últimas elecciones parece diseñado no por el voto de los ciudadanos (aunque sea así) sino por Roland Emmerich, un director de Hollywood especializado en cine de catástrofes. Hace falta ser muy perverso para imaginar un empate técnico entre los dos hipotéticos bloques. La derecha y la extrema derecha no podrían gobernar más que con el apoyo de viejos e irreductibles enemigos secesionistas, apoyo que no se producirá. A la izquierda le pasa lo mismo: Pedro Sánchez y Yolanda Díaz necesitan el apoyo explícito de todos los demás, que son los variopintos y, en no pocos casos, también inflamados secesionistas.

Singularmente uno de ellos: el fugado Puigdemont, que es el Lutero de esta historia: un hombre atrabiliario que no soporta que le lleven la contraria, que vive atemorizado porque los suyos le sustituyan y porque sus “enemigos” logren llevarlo a España, donde sería inmediatamente detenido. Un iluminado que ha olvidado que su liderazgo fue, por lo menos al principio, prestado: Artur Mas le puso ahí con el encargo de que le guardase el sitio por un tiempo, hasta que los ultras indepes de la CUP le retirasen el veto. Y le puso porque sabía que, de entre todos los candidatos posibles, Puigdemont no era ni mucho menos el más listo.

Puigdemont, un hombre que disfruta experimentando ese vértigo casi erótico de comprobar que todo el mundo está pendiente de él, se prepara para una de las cosas que más le gustan: hacer historia

La diferencia con la reunión de Worms es evidente: Pedro Sánchez no quiere llegar a un acuerdo con Puigdemont porque considere que eso sea bueno para España. Quiere llegar a un acuerdo para conservar el poder, no solo para él sino para sus numerosos partidarios, que forman un entramado muy sólido y provechoso. Y Puigdemont, un hombre que súbitamente vuelve a sentirse vivo, que disfruta experimentando ese vértigo casi erótico de comprobar que todo el mundo está pendiente de él, se prepara para una de las cosas que más le gustan: hacer historia, como lo llama él. Pasar a los libros (imagina) como el héroe romántico que liberó a su patria del colonialismo, la opresión, la ocupación militar, el sojuzgamiento, la peste y el hambre.

En lo que tienen que ponerse de acuerdo es en el precio. Qué está dispuesto a vender Sánchez para conseguir el apoyo de ese visionario. Qué puede atreverse a pedir el visionario que Sánchez no le pueda negar, aunque sepa que debería. ¿El famoso referéndum de autodeterminación, contrario a la ley y que acabaría con la legitimidad de la nación, aunque los indepes perdiesen?

Me pregunto qué se le ocurriría a Roland Emmerich para solucionar esta absoluta locura. Pero este hombre resuelve todos los problemas a base de tornados, terremotos, volcanes y tsunamis, así que la suya quizá no sea la mejor solución.

Quizá recuerden que hace casi 90 años, el 6 de octubre de 1934, el presidente de la Generalitat de Cataluña, Lluís Companys, decidió proclamar el “Estat català” independiente dentro de la “República Federal española”. Aquello se resolvió a tiros en unas cuantas horas, pero es fama que el propio Companys (aunque hay quien atribuye la frase a un periodista) dijo lo que sigue:

“Esto es, ni más ni menos, una declaración de guerra. ¡Y una declaración de guerra —que equivale a jugárselo todo, audazmente, temerariamente— en el preciso instante en que Cataluña, tras siglos de sumisión, había logrado sin riesgo alguno, gracias a la República y a la Autonomía, una posición incomparable dentro de España, hasta erigirse en su verdadero árbitro, hasta el punto de poder jugar con sus gobiernos como le daba la gana!”.

Lo imposible, ahora mismo, no es que Puigdemont y Sánchez lleguen a un acuerdo: solo tienen que pactar el precio, por alto y peligroso que sea. Pero es posible

Ninguno de ustedes negará que esa actitud (no la situación, porque tiros no hay y ha pasado casi un siglo) se parece extraordinariamente a la que estamos viviendo.

Uno de los eslóganes de aquella revuelta idealista, poética e históricamente inútil que fue el mayo de 1968 en París ha pasado a la historia por su paradójica belleza: “Sed realistas, pedid lo imposible”. Lo imposible, ahora mismo, no es que Puigdemont y Sánchez lleguen a un acuerdo: solo tienen que pactar el precio, por alto y peligroso que sea. Pero es posible.

Lo imposible es, como tantas veces en nuestra historia, la sensatez y el sentido común. Ante una aritmética parlamentaria sencillamente diabólica, más perversa que nunca antes en nuestra democracia, cualquier estudiante de bachillerato que lea este pasaje de la historia española dentro de cuarenta o cincuenta años se hará la pregunta inevitable: ¿Y por qué no se pusieron de acuerdo los dos grandes partidos constitucionales y formaron gobierno juntos?

Con nuestra clase política, envenenada como está por el encono personal, los intereses clientelares y el populismo, lo realista –el gobierno de coalición de los dos partidos grandes– es imposible

La extrema derecha, ya venturosamente vapuleada el 23-J, quedaría reducida a la irrelevancia, la lona en la fachada y el pasacalle festivo para hacer ruido; poco más. A los partidos nacionalistas y/o secesionistas les ocurriría tres cuartos de lo mismo: ya agriamente divididos entre sí, recelosos unos de otros, se quedarían dándose de capones en mitad del campo, sin que eso le importase ya a nadie sino a ellos. Y los dos grandes partidos comprobarían que ninguno de los dos podría llevar a cabo todo su programa, pero que es perfectamente posible ponerse de acuerdo en cuestiones esenciales, tanto de orden interno como europeas, tanto sociales como económicas. Y España recuperaría una estabilidad que le hace más falta que el aire para respirar. Si eso saliese bien, como suele, dentro de cuatro años, cuando hubiese nuevas elecciones, el mapa político habría cambiado por completo. Y muy probablemente a mejor.

Pero es verdad, se trata de un imposible. Con nuestra clase política, envenenada como está por el encono personal, los intereses clientelares y el populismo, lo realista –el gobierno de coalición de los dos partidos grandes– es imposible. Ni Lutero y el emperador Carlos fueron tan cerriles. Y eso que a ellos les salió mal.

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