Buscando rescatarlo del maletero en el que el golpista Puigdemont se fugó de España merced a comprar sus siete votos para ser presidente a cambio de amnistiarlo y de granjearle impunidad, Pedro Sánchez ha quedado atrapado en el portaequipajes de quien se comprometió a poner a recaudo de una Justicia de la que se carcajea. Lo hace cargando con la atiborrada mochila de corrupción de los agios y untos del Covid-19, de cuyos “lodos -como en su “lapsus linguae” del otro día- vienen estos polvos” que enturbian su futuro como una tormenta de arena. En su “juego del gallina” con Puigdemont, Sánchez evoca al rival de James Dean en Rebelde sin causa en su desafío de la carrera automovilística rumbo a un precipicio en el que el primero que salte del vehículo en marcha es un gallina. El divertimento suicida deriva en tragedia al enganchársele la cazadora y precipitarlo por el acantilado impelido por el coche como hoy acontece con Sánchez.
Al anticipar el presidente catalán Aragonès las elecciones autonómicas, Sánchez está “descangayado, fané” como en el tango de Gardel coincidiendo con estos “Idus de marzo” tan traicioneros desde el asesinato de Julio César al desoír éste los avisos del adivino que le previno sobre el peligro que le amenazaba en cita tan señalada. Tras encarrilar la ley de autoamnistía redactada por los golpistas con la receta de Juan Palomo y su “yo me lo guiso, yo me lo como”, Sánchez se ha quedado compuesto y sin esos Presupuestos del Estado sobre los que se había hecho el cálculo -como la lechera del cuento- de que le despejarían la legislatura.
Ahora, como le espetó a Rajoy en 2018, posee un utilitario sin gasolina. Claro que, dada su afición a gobernar por decreto-ley y de que los secesionistas querrán cobrarse sin demora sus compromisos de pago, este gato de siete vidas volverá a subvertir los procederes democráticos como en el estado de alarma por la pandemia. Sin reparos, esta vez, del Tribunal Constitucional dado que dispone al mando del mismo a Conde-Pumpido para que, como es vicio en él desde que fuera Fiscal General del Estado con Zapatero, le justifique en Derecho sus tropelías.
Dada la tortuosa personalidad de Sáncheztein y de Putindemong, su intercambio de roles evoca el guion, sin salir de la sala de cine, de otro gran título del séptimo arte: El sirviente, del director británico Joseph Losey. Curiosamente, hace tres años, en una sesión de control al Gobierno menos bronca que la de este miércoles, uno de sus mil asesores le arrimó esta referencia cinéfila para que le diera réplica al otrora jefe de la oposición, Pablo Casado. En aquel rifirrafe, un petulante Sánchez le encomió que viera El sirviente. “Trata -le explicó condescendiente- de un aristócrata tradicional que contrata a un sirviente y del que, en principio, está contento porque le arregla todos los problemas de la casa. ¿Cuál es el resultado? Que al final, acaba (…) siendo el que manda y el señor, el que obedece”. Con ello, perseguía aleccionarle para que hiciera una oposición constructiva alejada de Vox y del “camino de la perdición que le enseñaron en Cataluña por su complejo con la ultraderecha”.
Dos aventureros cortados por el mismo patrón de su desaforada ambición y a los que les obsesiona cómo pasarán a la Historia sin reparar en los desatinos que causan a su paso como los huracanes
Como habitúa, Sánchez se mostró con la insolencia y descaro que Jonathan Swift aconsejaba en sus Instrucciones a los sirvientes cuando fueran pillados en falta dado que, para ser presidente, ya se había rendido al soberanismo y, desde el 23-J, se somete a quien lo domina aprovechándose de sus debilidades. Si el señor y el criado en la implacable radiografía cinematográfica sobre la condición humana de Losey, aparentan ser antagónicos cuando son caras de la misma moneda -un “bon vivant” y un medrador con vocación parasitaria-, otro tanto acaece entre el evadido del Estado de Derecho Sánchez y el fugitivo Puigdemont. Dos aventureros cortados por el mismo patrón de su desaforada ambición y a los que les obsesiona cómo pasarán a la Historia sin reparar en los desatinos que causan a su paso como los huracanes.
Así, persiguiendo el primero su perpetuación en el poder y el segundo, la ruptura de España, se aúnan en la demolición del orden constitucional y franquean un cambio de régimen en el que el pretérito imperfecto es el futuro que aguarda a los españoles. Por eso, la connivente autoamnistía ni favorece la convivencia ni frena a quienes no conocen estación término. Hechos a tejer y destejer la Historia como el manto de Penélope, se echa en saco roto lecciones como la que impartió Alcalá Zamora, primer presidente de la II República, quien anotó que las amnistías impuestas, como advierte la Comisión de Venecia, “no significan la consolidación de la paz espiritual (…) y sí el envalentonamiento anunciador de nuevas revueltas”.
De hecho, nada más aprobar el Congreso la ley de impunidad, ya festejan el referéndum de autodeterminación, a la par que esquilman a España como una colonia a la que saquear sin miramiento abundando en una depredación que ya era palmaria en 1838 para el turista Stendhal. “Los catalanes -escribía- piden que todo español que hace uso de telas de algodón pague 4 francos al año, por el solo hecho de existir Cataluña. (…) Los catalanes son liberales como el poeta Alfieri, que era conde y detestaba los reyes, si bien consideraba sagrados los privilegios de la nobleza.”
Al otorgar la amnistía que siempre negó y quedarse sin presupuestos, Sánchez revela la frustración del perro de la fábula de Esopo. Cuando se las prometía felices con un sabroso pedazo de carne entre sus dientes, se asomó al río y, viendo su reflejo en el agua, creyó que se correspondía con otro can que llevaba un trozo mayor. Al abrir la boca para adueñarse del cacho ajeno, perdió el suyo corriente abajo sin pillar lo que era sólo un reflejo. De ahí que se explique la rabia y frustración de votar en favor de la ley que negó que promulgaría el día siguiente que, con el adelanto de los comicios catalanes, volaban los Presupuestos del Estado. Los ladridos del perro de Esopo y el clamoroso silencio de Pedro Sánchez sin derecho a queja son tan entendibles como justo castigo a sus despropósitos.
De un lado, por vía orgánica, al ser directos colaboradores los concernidos por el cobro de mordidas a cuenta del material sanitario defectuoso adquirido con el Covid-19; de otro, por vía marital ante el posible tráfico de influencias de su esposa, Begoña Gómez
Al fin y al cabo, se puede regresar de cualquier parte menos del ridículo. Por eso, los políticos de talla, a diferencia de los maniquíes de la misma, disciernen que, en el Gobierno, cabe cualquier cosa salvo el ridículo. Como siempre ponderó Josep Tarradellas, quien vaticinó la jornada misma en la que tomó posesión Pujol el devenir que aguardaba a los catalanes entre sí, y a estos con el resto de los españoles. Lejos de servir de precaución la carta-testamento que, ya curado de los excesos de juventud, le remitió al director de La Vanguardia Española, Horacio Sáenz Guerrero, es la crónica de una muerte anunciada, cuya esquela es el articulado de ese artefacto explosivo envuelto, como si fuera celofán, que es la “autoamnistía” del envés de Tarradellas.
Perdido el “Boccato di cardinale” de los Presupuestos y trastabillada la legislatura a los cien días de iniciarse, al aguardo del carrusel de urnas en marcha -vascas, catalanas y europeas, con las primeras confrontando a sus socios-, Sáncheztein se enfrenta además al voraz incendio que asola al sanchismo y le compromete doblemente. De un lado, por vía orgánica, al ser directos colaboradores los concernidos por el cobro de mordidas a cuenta del material sanitario defectuoso adquirido con el Covid-19; de otro, por vía marital ante el posible tráfico de influencias de su esposa, Begoña Gómez, cuyas actividades patrocinaron empresas rescatadas por el Gobierno, amén de captar fondos públicos siendo mujer del César.
Es evidente que los derechos de un ciudadano, novio de Ayuso, como antes los de su padre, su madre, su exmarido, su hermano y toda su parentela, se han quebrantado para desviar la atención sobre la pudrición que anega al sanchismo
Hallándose entre la espada y la pared, se comenta por sí misma la intempestiva reacción de acorralado que exhibió en la sesión de control del miércoles con sus bufidos contra Feijóo y Ayuso. Al líder del PP, restregándole por enésima vez su foto de hace 30 años en el barco del entonces contrabandista de tabaco, Marcial Dorado. Y a la presidenta madrileña los problemas con Hacienda de su novio sin reparar en que así comprometía aún más a su compañera de lecho que, a diferencia de Alberto González Amador, si ha trajinado con fondos administrados por su consorte. En su escalada verbal, que puede remover contra él los negocios y los beneficios de las saunas de su suegro, donde el ex comisario Villarejo tenía uno de los centros de grabación para los chantajes de los que luego presumía ante el exjuez Garzón y la fiscal Dolores Delgado, luego ministra con Sánchez, el jefe de filas socialista fue más allá de aquel “¿Quieren catarsis? Pues habrá catarsis para toos” de Alfonso Guerra tras el escándalo de su hermano en la Delegación del Gobierno en Andalucía.
En su todo vale contra Ayuso, instrumentaliza la Agencia Tributaria -la propia ministra de Hacienda ha filtrado datos sin que la Fiscalía actúe de oficio- y al Ministerio Público contra sus respectivos estatutos sobre confidencialidad y autonomía. Como en política no hay casualidades, sino causalidades, es evidente que los derechos de un ciudadano, novio de Ayuso, como antes los de su padre, su madre, su exmarido, su hermano y toda su parentela, se han quebrantado para desviar la atención sobre la pudrición que anega al sanchismo. De no ser por su vínculo sentimental con Ayuso, el ciudadano González Amador habría dirimido sus desavenencias fiscales como cualquiera del común y habría sucedido lo que fuera menester, pero sirve para entintar a quien Sánchez se empecina en destruir como si rigieran las “las tres P” (“Plata para los amigos, Palo para los indiferentes y Plomo para los enemigos”) de las satrapías latinoamericanas.
Se normaliza el crimen y se criminaliza la normalidad ciudadana
Si en las democracias, los gobiernos temen a los ciudadanos frente a las dictaduras en las que son estos los que temen a sus gobernantes, no es lo mismo que les interpele el Tío Sam -como el célebre afiche instando a los ciudadanos a cumplir con su nación- a que lo haga el “Gran Hermano” Sánchez privatizando en su provecho el Estado, no para defender a la nación y a sus ciudadanos, sino para actuar contra ellos. En suma, se normaliza el crimen y se criminaliza la normalidad ciudadana.
Pero, a lo que se ve, Sánchez está dispuesto a morir políticamente arrastrando con él a todos los filisteos. Por desgracia, España no es Portugal, a la vez tan cerca en lo geográfico, como alejada en lo democrático. Por contra, España carece de un Jefe de Estado con atributos como para, cuando se plantean sobornos como la compraventa de una investidura o correntías de agios, llamar a capítulo a Sánchez, como Rebelo de Sousa a Antonio Costa, y le obligue a dimitir y convocar elecciones para que los ciudadanos resuelvan. Si albergaba dudas de como pasaría a la historia, Sánchez ya no debiera tenerlas, si es que, como el perro de Esopo, no se extasía mirando su reflejo en el río de los Narcisos.
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