Hace días que lo esperábamos y por fin este lunes, nonagésimo tercera jornada del estado de alarma, Pedro Sánchez estuvo en nuestra casa. Vino a arreglar una persiana del salón y las luces fluorescentes de la cocina. Trabajó bien y con una rapidez inusitada. Fue muy amable y conversamos amistosamente sobre varias cosas. Todo quedó listo, como estaba antes de un confinamiento accidentado y, ahora sí, en nuestro hogar ha vuelto la normalidad perdida.
Lo peor de la ansiada visita es que fue justo después de comer. Cuando el niño se despertó de la siesta y se enteró de que su querido Pedro Sánchez había estado en casa pero no él lo había visto porque no lo despertamos a tiempo, desató su ira y sus lágrimas. No se si nos lo perdonará. Lo hicimos por no molestarle y para que descansase más, pero quizás fue un error mayúsculo. Porque no se tiene la oportunidad de ver en persona a su adorado Pedro Sánchez todos los días.
El hombre que sacó de la oscuridad nuestra cocina sólo se llama Pedro pero nuestro pequeño lo rebautizó como "Pedro Sánchez" hace un par de semanas. También llamó así en su día a un vecino de en frente que tiene el mismo nombre de pila y que siempre salía a aplaudir. El pequeño ya asocia a cualquier "Pedro" con el presidente del Gobierno. La razón, sospecho, es que el enano lo ha visto demasiado durante estas semanas de confinamiento, "desescalada" y vuelta a la normalidad. O quizás es que me escucha mencionarlo demasiadas veces.
El pequeño ya asocia a cualquier "Pedro" con el presidente del Gobierno. La razón, sospecho, es que el enano lo ha visto en la tele durante estas semanas. O quizás me escucha mencionarlo demasiadas veces
La visita de "Pedro Sánchez" y el posterior disgusto del pequeño me obligaron a pensar otra vez en ellos, en los niños, grandes olvidados del confinamiento y de la "desescalada". No voy a insistir en lo vergonzoso y vergonzante que es que sigan sin poder rozar un columpio en el parque mientras sus mayores podemos abarrotar las playas y los restaurantes y todo lo que haga falta.
Tampoco esta vez quiero envenenarme y envenenarles repitiendo cómo en el resto de países europeos no se confinó a los menores como aquí. Y menos aún quiero pensar en el desastroso curso que se avecina para los pequeños, con un sistema educativo que no está preparado ni va a estarlo para este reto. Aunque, eso sí, les voy a recomendar dos artículos, uno de mi compadre Jorge Sainz aquí mismo y otro de Olga Pereda en El Periódico donde se habla de la hostilidad social y política a los menores.
De pronto su mundo cambia pero, al contrario que para los mayores, no hay argumentos o explicaciones comprensibles. No pueden salir, no pueden columpiarse, no pueden ver a sus abuelos o no pueden tocar a otros "por el coronavirus"
Lo que quiero contar o, más bien, imaginar es cómo habrán vivido ellos, sobre todo los más pequeños, estos meses alarmistas. Pongámonos por un momento, o intentémoslo, en sus mentes inocentes. De pronto su mundo cambia pero, al contrario que para los mayores, no hay argumentos o explicaciones comprensibles, sino que todo son imposiciones. No pueden salir, no pueden columpiarse, no pueden ver a sus abuelos o no pueden tocar a otros "por el coronavirus".
Todavía dentro de sus pequeñas cabezas, creo que lo mejor de estos meses ha sido que han pasado más tiempo que nunca con sus padres y han vivido con menos prisas, cosas que no son baladíes, pero lo peor es que han acabado más enganchados que nunca a las pantallas y, sobre todo, a los temores. Porque "el coronavirus" es su nuevo "lobo feroz" o su nuevo "monstruo de las galletas", pero ahora este bicho tiene mucho más poder (más real y más destructivo para ellos) que esos bichos imaginarios.
No tengo ni idea, como padre, de cómo vamos a combatir todos los miedos derivados de esta anormal normalidad en la que nos estamos adentrando. Pero al menos en casa, si se rompe algo, siempre tendremos a Pedro Sánchez.
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