Opinión

Pedro Sánchez y el entierro de la sardina

La última sesuión parlamentaria tuvo un aire funesto y entremesil, una muerte a lo bestia

El Parlamento español, en trance de disolverse tras el anuncio de repetición de elecciones, se reservó el último barril de pólvora para los petardos de despedida. Una defunción a lo grande. Los fuegos artificiales de una legislatura que no llegó a ser tal. Eso fue la sesión de control del pasado miércoles: un pleno extemporáneo y redundante. Una subasta a la baja, el claveteo final sobre el ataúd de la práctica política.

Los peligros del gobierno son similares tanto en quien desoye al pueblo como en quien lo escucha demasiado, advertía Calderón de la Barca en su drama histórico La hija del aire. Jamás podría atribuirse al entremesil socialista la naturaleza de diosa asiria, pero el pirómano presidente del Gobierno en funciones lleva un pellizco de la desmedida ambición. Y aunque a él no lo glosó Dante, Voltaire, Rossini o Ionesco como sí lo hicieron con ella, Sánchez piensa que se merece eso… ¡y más!

Pedro Sánchez es la versión desaventajada de Semíramis. Ni espada ni imperio, lo suyo es retocarse el carmín con la polvera de Redondo y embellecerse el perfil con el bisturí de Tezanos. Un caballo de Troya con las patas rotas, un pobre hombre con buena planta de maniquí que tuvo por fortuna estar rodeado de otros que le han permitido vencer con la Tizona de la propaganda.

Aunque la responsabilidad del fracaso de investidura recae sobre Sánchez, eso no exime al resto de su miopía ciudadana

Frente a su propio espejo, Sánchez se queda en paños menores, y aunque eso le importe poco, no lo exime de vestir la misma talla que Mariano Rajoy: poca, muy poca, para las circunstancias políticas que los colocaron en el centro de la cosa pública. La falta de pudor de Sánchez en su comparecencia ante los medios tras el anuncio del Rey lo mantiene a él, de momento, en Moncloa, a la vez que devalúa la práctica política nacional.

En lugar de hacerle frente, sus adversarios se colocaron a la altura de Sánchez: Albert Rivera, quien, aún sin destetarse de su estructura de partido poca cosa, dio el do de pecho en su cama trono; Pablo Iglesias, que de tanto ver dragones y mazmorras (Carlos Alsina dixit) perdió el norte, e incluso hasta Pablo Casado, que en su silencio parece el más fortalecido, pareció incapaz de reconducir las cosas.

Bailaron todos a su ritmo. Y aunque la responsabilidad del fracaso de investidura recae sobre Sánchez, eso no exime al resto de su miopía ciudadana. Eso fue la sesión del pasado miércoles en la carrera de San Jerónimo. Una muerte a lo bestia. El fin del carnaval. Un entierro de la sardina.

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