En la tabla de valores de la esencia política, la hipocresía jamás ha contado como un defecto sino tan solo como un mero inconveniente e incluso como una acerada virtud. La desoladora actitud de lo que llamamos Occidente ante las pavorosas escenas registradas en estos días en Afganistán no dejan de ser la descarnada ratificación de esa realidad. Los golpes de pecho se confunden ahora con las improvisadas justificaciones en una danza macabra que mueve a la náusea. Las descomunales pifias se entreveran de autoafirmaciones tan gallardas como hediondas. Nadie ha incurrido en error alguno, nadie la ha pifiado, nadie ha metido lacerantemente la pata, en definitiva, y todo el mundo tiene sus razones y por lo tanto, todo cuanto ha ocurrido en aquella torturada región no es más que el capítulo previsto e inevitable en el devenir natural de la geopolítica.
Es este momento absurdo de buscar culpables, de señalar a quienes han colaborado para que el brazo del mal se haya impuesto sin apenas dificultad, vuelan también las innobles excusas, las indiscriminadas acusaciones y hasta las más arteras zancadillas. Es lo que se conoce como pragmatismo diplomático, que en algunos parámetros traducen pomposamente por realpolitik. El balance final de la catástrofe se puede resumir con todo tipo de explicaciones de carril, argumentarios de ocasión, pura teórica de baratillo. Desde la mitología heroica basada en la indomable estirpe de los combatientes afganos a los que ningún otro país ha logrado doblegar, hasta la incoherencia occidental, fundamentada específicamente en la interminable sucesión de derrotas de los Estados Unidos cuando actúa en territorio ajeno, ajeno a todo tipo de cantar de gesta y de epopeya épica.
La prédica oficial de Washington es que se les preparó, ayudó, armó y financió para organizar un Estado democrático y no han sabido ni querido llevarlo a efecto
Hay, también, nombres propios que no deberían a estas horas escapar al vilipendio. Especialmente destacados aparecen, en forma inevitable, los dos líderes norteamericanos a quienes les tocó echar el cierre del desaguisado. Donald Trump con su acuerdo falsario con la horda de los talibanes, una insaciable tribu feroz y criminal, en nombre de sus dictados religiosos, que jamás ha sido capaz de asumir un pacto ni respetar la palabra dada porque, sencillamente, su reino es el de la mentira y la sangre. Y Joe Biden, el recién llegado, que precipitó una fuga vergonzante seguido de un discurso lacerante para con las buenas gentes que colaboraron con las fuerzas norteamericanas a lo largo de estos veinte años. Biden se lo encontró, cierto. Washington desprecia ya el papel de gendarme del planeta, cierto también. Pero hay formas y formas.
Ahora, en el momento en el que la mayor de las tragedias asoma su espantoso rostro, los afganos que se alinearon del lado correcto ni siquiera merecieron un comentario de solidaridad o recuerdo por parte de quien algo les debía. La prédica oficial de Washington es que se les preparó, ayudó, armó y financió para organizar un Estado democrático y no han sabido ni querido llevarlo a efecto. Por lo tanto, lavado general de manos, todos somos Pilatos.
Una colosal chapuza
Occidente ha ofrecido estos días su faz más lastimosa y cobarde con la consumación de este descomunal fracaso. La respuesta de algunos de su más notorios líderes, como Emmanuel Macron, invocando a una reacción de unidad por parte de determinados gobiernos europeos, con referencia especial a Londres y Moscú, suena realmente a miserable sarcasmo. Dice el presidente francés que ahora debe ejecutarse un esfuerzo supremo para que los radicales islamistas no consumen sus planes del terror y no se conviertan en un elemento desestabilizador tanto en aquella vital zona como en el resto del mundo. Vana jaculatoria tramposa de quien intenta camuflar su bochornosa actitud con la verborragia propia del personaje. ¿A estas alturas, Macron? La intervención en Afganistán fue un acuerdo mayoritario de los regímenes democráticos en defensa de unos principios y unos ideales que separan la civilización de la barbarie. El experimento no ha podido salir peor. Lo razonable ahora sería no sacar de paseo la grandeur y sumergirse en un proceso de humilde reflexión.
La pifia española
En este escenario de esperpento, el Gobierno español ha empañado los largos años de sacrificio y esfuerzo por parte de nuestras Fuerzas Armadas desplazadas a la zona del conflicto, con una chapucera y penosa operación de rescate de aquellos elementos que trabajaron junto a los militares españoles desplegados en el lugar. Se ha hecho tarde y mal. Los gobiernos de nuestro entorno europeo llevaban preparando este momento con tiempo de antelación. En la España oficial, desconchada y sin pulso, que se mueve en el ferragosto al ritmo con el que se mece la hamaca de Pedro Sánchez en la Mareta, no se ha podido redondear una iniciativa más descoordinada y peor diseñada.
El presidente emergió mansamente de su siesta y emitió un nuevo tuit (el tercero de la serie, esfuerzo hercúleo) sobre lo bien que lo están haciendo su Gobierno y su persona en estas horas de dramatismo y desesperanza en Kabul. Saquemos pecho ya que no podemos sacar a los nuestros de ese infierno, parecía decir este apoteósico ejercicio de hipocresía tan norma de la casa. Por su parte, las ministras del Ejecutivo más feminista de la Historia no han tenido a bien pronunciar una sola palabra de aliento, solidaridad, apoyo y defensa en pro de ese inmenso océano de mujeres que se dispone a sumirse en la era de la humillación, la vejación, el maltrato, la degradación que les espera bajo el califato de los fundamentalistas. Ni una mención siquiera sobre el infamante burka. O sobre esas miles de niñas que, desde ahora, serán criadas para el sacrificio. Las ministras feministas permanecen silentes, muditas y de perfil. Alguna, todo lo más, se acuerda de Aznar o del Yak. Estas ridículas damiselas andan más bien entre Pilatos y pilates.
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