Dicen los que saben de pensiones, que son cuatro pero muy sabios, que el problema, que algunos elevan a la categoría de drama, de nuestro sistema es la generosidad de las prestaciones (como pone de manifiesto que la pensión media de jubilación sea ya 100 euros superior al sueldo medio, que en España es de 24.395 euros, o que con apenas 15 años cotizados se tenga derecho a recibir el 60% de la misma, cosa que no ocurre en ningún país de la UE) y la pirámide poblacional, la demografía, es decir, el envejecimiento de la población, y que ambos daños solo se arreglan aumentando la edad de jubilación y aumentando también la contribución al sistema. Asunto este capital y que tiene que ver con el número de años de cotización necesario para el cálculo de la base reguladora, la auténtica madre del cordero del asunto. En España son 25 años de vida laboral, cifra que contrasta con los 35 de media en la UE y desde luego con la vida laboral del común de los mortales, que no suele bajar de los 40 años.
Acuciado por las exigencias de Bruselas para soltar los dineros, los 72.000 millones gratis total con los que nuestro presi pintón piensa alicatar su carrera política hasta el techo de su senectud mediante la compra general de voluntades en un país muy dado a dejarse sobornar, el señor Sánchez ha propiciado esta semana un arreglito de las pensiones (la primera parte, dicen), que en el mejor de los casos, el más caritativo, es un parche, un apaño, un darle hilo a la cometa de un problema que exigiría un gran acuerdo nacional de esos que son posibles en países con otro material humano distinto al nuestro. El remiendo ha consistido fundamentalmente en revalorizar las pensiones de acuerdo con el IPC anual, y en transferir una parte significativa del déficit de la Seguridad Social a los Presupuestos Generales del Estado (PGE), de acuerdo con la mejor técnica del trilero presto a cambiar la bolita de cubilete para despistar incautos.
El Gobierno ha cedido a las presiones del socio comunista de Sánchez y a los mantras sindicales ligando pensiones e IPC
Indexar la subida de las pensiones al IPC es una auténtica barbaridad sobre la que vienen advirtiendo economistas de distinto signo desde hace tiempo, en tanto en cuanto consolida anualmente esos incrementos en el gasto del sistema. Pero se trataba de desmontar la reforma llevada a cabo en 2013 por el PP, la obsesión de este Gobierno tan ideologizado como negado para la gestión. La reforma emprendida por el Gobierno Rajoy había establecido un denominado “factor de sostenibilidad” y un “índice de revalorización” ahora suspendidos. De la mano de un ministro que es de lo más salvable que se sienta en el banco azul, el Gobierno ha cedido a las presiones del socio comunista de Sánchez y a los mantras sindicales ligando pensiones e IPC, lo que no deja de ser una bola de nieve que irá creciendo, una bomba de relojería que terminará por explotar un día no lejano.
Y transferir esos casi 22.000 millones de la Seguridad Social a los PGE es hacerse trampas en el solitario. Es engordar deuda, la montaña que no deja de crecer y que más pronto que tarde acabará ahogando las expectativas de futuro de los españoles. España incrementó su gasto público (523.441 millones de 2019) en casi 63.000 millones a lo largo de 2021 para atender las urgencias derivadas de la pandemia, y en una cifra menor, pero importante también, a lo largo de 2022, de modo que no sería arriesgado suponer que el incremento de gasto se comerá de largo los 72.000 millones que Sánchez espera conseguir gratis total del Fondo de Reestructuración y Resiliencias Varias de la UE. El resultado de tan desbocada apetencia al gasto es que la Deuda se ha situado ya en el 125,3% sobre PIB al cierre del primer trimestre, último dato divulgado por el Banco de España.
Este país, ningún país, puede seguir pensando en vivir de un dinero público ilimitado y gratuito, vivir a costa de una deuda que los españoles no tendrán que devolver jamás
Un deterioro de las finanzas públicas sin precedentes en tiempos de paz, que no parece preocupar –ni la menor reseña al asunto entre las toneladas de propaganda que diariamente emite el entramado ideológico-empresarial del sanchismo- a este Gobierno irresponsable, escudado en el mantra de que en todas partes cuecen habas –lo de Italia, por ejemplo, es peor, aunque allí tienen a un buen cirujano al frente del Gobierno- y en que el BCE está dispuesto a seguir financiando déficits de forma ilimitada, lo cual tampoco es cierto. En todo caso, aducen, se trata de un fenómeno coyuntural provocado por la covid. Falso de toda falsedad: el virus solo ha acelerado los males de un modelo económico y social insostenible, basado en la acumulación de deuda. Si el 2020 se cerró con un déficit del 10,09% sobre PIB (11,3% si se le añade el efecto Sareb), el guarismo al cierre del primer trimestre de este año ha escalado ya al 3,5%, amenazando la estimación oficial que lo sitúa en el 8,4% (entre el 9,2% y el 9,4% en Francia) para el conjunto del año. Este país, ningún país, puede seguir pensando en vivir de un dinero público ilimitado y gratuito, vivir a costa de una deuda que los españoles no tendrán que devolver jamás, porque eso no pasa de ser otra más de las mentiras que soportan el embeleco sobre el que nuestro pequeño sátrapa pretende construir su imperio de cartón piedra con ayuda de lo peor de cada casa.
La dura realidad es que España, como Francia, ha perdido el control de sus finanzas y depende en exclusiva de la buena voluntad del BCE para seguir comprando toda la deuda neta que emite nuestro tesoro público. Pero la situación no puede demorarse indefinidamente. La inflación está ya llamando a la puerta (cerca del 3% este año en Estados Unidos), y la señora Lagarde tendrá que mover ficha en algún momento, por muchas que sean ahora las presiones de Macron y del propio Draghi para prolongar el éxtasis de esta borrachera de dinero fácil. La respuesta vendrá de Alemania y llegará tan pronto como se celebren las generales alemanas previstas para el 26 de septiembre. Armin Laschet, candidato por la coalición CDU/CSU para sustituir a Angela Merkel, está convencido de la necesidad de equilibrar el Presupuesto cuanto antes tras la crisis del coronavirus. El déficit cero es casi un dogma de fe para los conservadores alemanes, de modo que resulta inevitable pensar que Berlín impondrá orden muy pronto en las disparatadas finanzas de los países del sur de la Unión.
Las esperanzas puestas en el maná de los fondos europeos no hacen sino poner de manifiesto las falsas expectativas de un país que lo fía todo a soluciones milagrosas
Es verdad que en los próximos trimestres la economía española va a experimentar el “efecto champán” de un crecimiento tan llamativo como ilusorio, en tanto en cuanto partimos de unos niveles de deterioro de la actividad muy pronunciados, pero que no logrará ni de lejos revertir la situación de nuestras grandes variables macro. Las esperanzas puestas en el maná de los fondos europeos no hacen sino poner de manifiesto las falsas expectativas de un país que lo fía todo a soluciones milagrosas pero cuyo ADN parece reñido con el trabajo serio y continuado, la disciplina presupuestaria y el imperio de la ley. Una puerta abierta a innumerables historias de despilfarro y corrupción. Como esos casi 6.000 millones que el Gobierno, que se ha reservado la gestión directa de la “pedrea”, prevé destinar a rehabilitación energética de viviendas, es decir, a cambiar ventanas. Gasto público y transferencias sociales, en lugar de emplear el dinero en innovación e infraestructuras productivas, como hoy hacen Estados Unidos y China.
Todas las medidas propuestas en materia de política económica tienen el denominador común de la coacción a la libertad empresarial, de los palos en la rueda al funcionamiento de las empresas
Pero ahí sigue el gran trilero, encantado de haberse conocido, convencido de que su sabiduría de fatuo perfumado ha resuelto de un plumazo el problema de las pensiones. Feliz, dice su boletín oficial, de haber firmado ya “hasta 10 grandes acuerdos con los agentes sociales en esta legislatura”, es decir, con unos sindicatos aferrados como nunca a la teta del Presupuesto y una patronal dispuesta a participar a tope en idéntica mamandurria. El gran Garamendi, ese chico bien de Guecho que fue capaz de llorar de emoción ante el aplauso que le propinaron los empleados de Diego de León 50, es decir, sus empleados, porque en aquel auditorio no había un solo empresario, ha salido esta semana por peteneras acusando de “marxista” al proyecto de reforma laboral presentado por la ministra de Trabajo, la comunista Yolanda Díaz, ¿y qué esperabas, Antonio? A los enemigos de la libertad nunca les interesó crear empleo, nunca construir una sociedad de ciudadanos libres, responsables de sus actos y capaces de labrarse un futuro con su solo esfuerzo. Su horizonte no está en crear riqueza para después repartirla sino en extender la pobreza, porque en otro caso tendrían que cerrar el negocio por falta de clientela.
Porque el problema no es Garamendi, sino los antes citados que obligan a Garamendi, voz de su amo, a decir y firmar lo que el sujeto dice y firma cada dos por tres
Aquejada por el intervencionismo consustancial a todo Gobierno social comunista que se precie, la pandemia se ha traducido en España en un fortalecimiento del control del Estado sobre la economía y la sociedad. Todas las medidas propuestas en materia de política económica tienen el denominador común de la coacción a la libertad empresarial, de los palos en la rueda al funcionamiento de las empresas. Obstruir la iniciativa privada y coartar las libertades individuales. Como ese terrorífico invento que ayer mismo publicaba el boletín oficial referido a una ley que prepara el Ejecutivo según la cual “todas las personas mayores de edad podrán ser obligadas a aportar prestaciones personales cuando se declare un estado de crisis. El Gobierno podrá intervenir empresas, requisar bienes o suspender actividades”. Un estado de alarma a lo bestia, al más puro estilo chavista. Y todo con la anuencia de unos medios de comunicación mayoritariamente amaestrados y unas elites empresariales –Ana Botín, José María Pallete, Ignacio Sánchez Galán, Isidro Fainé et altri- que guardan silencio en espera de recibir el maná de unos fondos que les ayuden a resolver sus problemas, y cuya responsabilidad ante la España liberal y de progreso no deja de crecer día tras día.
Porque el problema no es Garamendi, sino los antes citados que obligan a Garamendi, voz de su amo, a decir y firmar lo que el sujeto dice y firma cada dos por tres. Y ahí va el bello Sánchez, dispuesto a seguir gastando a manos llenas el dinero del contribuyente y el de las generaciones venideras. Gastar para ampliar su base electoral, sociedad clientelar, cara a las generales de 2023. Cuentan que, entrevistado al final de una de sus conferencias sobre estrategia para salir del hoyo, Keynes aconsejó que “lo primero que hay que hacer es dejar de excavar”. Sánchez está dispuesto a seguir ahondando el hoyo, la sima más profunda de nuestra reciente historia, en el que España acabará enterrada si no le quitamos pronto la pala. Un individuo capaz de soportar humillaciones como las que le propinan sus socios separatistas en el Congreso sin que se le mueva una ceja, –véase Rufián y su “denos tiempo”- es capaz de todo. De todo lo peor. La conclusión no puede ser más preocupante: España se encamina a hacia una crisis de deuda casi inevitable, una situación peor que la registrada en 2011 cuando la CE impuso a Zapatero un drástico ajuste de las cuentas públicas. Una España atrapada en un grave deterioro institucional, un estancamiento de la actividad y un desempleo estructural cuyo lado más lacerante es el paro juvenil. Imaginar la herencia que podría recibir un Gobierno de otro signo político causa pavor.
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