La única manera que tiene Pedro Sánchez para agotar la legislatura es seguir debilitando al Estado. No hay otro modo. Al presidente se lo han dicho sus socios por activa, por pasiva y por perifrástica. Esto no ha hecho más que empezar. Puigdemont, tras aprobar el Congreso de los Diputados la Ley de Amnistía: “No es el final. Es la respuesta a una etapa de represión judicial”. La claque socialista aplaudió entusiasta.
Puertos, aeropuertos, embajadas, agencia tributaria propia, supresión de la Alta Inspección de Educación, tribunales al margen del control del Supremo… Y la guinda del pastel: referéndum (inconstitucional) de autodeterminación. La independencia por la vía de los hechos. Camino libre a la unilateralidad. El reconocimiento internacional caerá como fruta madura. Eso piensan. Ese es el precio de la estabilidad. Y lo asombroso es que a estas alturas casi nadie duda de que Sánchez ya está pensando en cómo pagarlo.
Tras cinco años de poder absoluto, de obscena ocupación de organismos públicos e instituciones, Sánchez parece más el jefe de una secta que el líder de un partido crucial para la gobernación del país
Pero Sánchez tiene un problema. Y es que con la amnistía ha sobrepasado demasiado pronto el punto de no retorno. Ha cerrado la puerta a cualquier salida honrosa, y solo le quedan la huida hacia adelante o el deslucido paso atrás. Cualquier giro brusco en la estrategia no será creíble. Pero en algún momento tendrá que optar entre subir la apuesta y seguir emponzoñando la vida política o buscar un acuerdo de no agresión. Probablemente, será después de las elecciones europeas, dependiendo del resultado en Cataluña.
Estando Sánchez de por medio no hay que descartar nada. Puede seguir abrasando a sus ministros, degradando las instituciones, aireando miserias de particulares y poniendo en riesgo la integridad (penal) de altos funcionarios. Su osadía no parece tener límites, pero no es un suicida. Y aunque aún no se perciba con claridad, estamos cerca de ese momento crucial en el que un individuo, da igual cuál sea su condición, tiene que decidir entre un prudente repliegue o morir matando.
Sus huidas, sus silencios, sus gestos cada vez más crispados, reflejan la creciente debilidad de una figura sin grandeza rodeada de mediocridades que, un minuto antes de que llegue el momento inevitable, desertarán
Tengo pocas dudas de que si Sánchez fuera el Pedro del Peugeot elegiría la segunda opción. Pero ya no queda ni un átomo de aquel Pedro. Tras cinco años de poder absoluto, de obscena ocupación de organismos públicos e instituciones, Sánchez parece más el jefe de una secta que el líder de un partido crucial para la gobernación del país. Por eso todo es posible. Incluso un Jonestown del PSOE, en el caso no improbable de mantener la temeraria alianza con el independentismo.
El caso Koldo, Ábalos, las actividades privadas de Begoña Gómez -cuando menos imprudentes-, Marruecos, fondos europeos… Sánchez ya no es el héroe de la militancia, sino un rehén de sus propias arbitrariedades. Un rehén que todavía hoy parece sostenerse, pero que se verá sorprendido por una dolorosa soledad cuando le caiga encima la primera espada de Damocles. Quizá todavía no lo sepa, pero Sánchez ya ha dejado de ser el personaje temible que nos han pintado. Sus huidas, sus silencios, sus gestos cada vez más crispados, reflejan la creciente debilidad de una figura sin grandeza rodeada de mediocridades que, un minuto antes de que llegue el inevitable momento, desertarán.
Esta semana se han confirmado dos sospechas. La primera es que la única esperanza de supervivencia del actual gobierno pasa por la destrucción de la alternativa. La segunda, que la agenda que busca imponer el secesionismo es inviable. Lo saben los independentistas y lo sabe Sánchez. Aunque va a ser el histérico calendario electoral el factor que retrase la decisión más relevante que queda por tomar en esta legislatura imposible: la fecha anticipada de las nuevas elecciones generales. Y si Sánchez quiere limitar daños, políticos y personales, bien haría en empezar a pensar, en lugar de cómo destruirle, en qué momento le plantea a Alberto Núñez Feijóo un acuerdo al respecto. Antes de que este año nos comamos el turrón. Y hasta aquí puedo leer.
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