Fue su primer gesto de crueldad como presidente. Apenas puso el pie en su despacho de la Moncloa, Pedro Sánchez le espetó a bocajarro a Juan Manuel Serrano, su hombre de confianza, consejero especial, mano derecha, compañero del alma con quien había efectuado la famosa gira por carretera que le llevó a la victoria en las primarias: "Mira Juan, aquí no te quedas, no puedes ser mi jefe de Gabinete porque no hablas inglés". Y nombró a Iván Redondo. Este Serrano se quedó catatónico y no salió de su pasmo hasta encontrarse sentadito en el mullido sillón de la sede de Correos, donde su amigo le había colocado con el cargo de presidente de la entidad. Ni rechistó, naturalmente. Se informó del montante de la nómina, casi 150.000, se calzó los galones de jefe de los carteros y quizás sonrió.
Sánchez, sabido es, los elimina pero no los fulmina. Redondo sin embargo, aún no ha aterrizado en poltrona alguna. Quizás sea la excepción. No terminaron bien. Más bien, muy mal. Los visitadores de la Moncloa le levantaron el puesto al pequeño tamborilero donostiarra. En la próxima presentación de su hagiografía, octubre, el que fuera todopoderoso gurú quizás desvele algún secretillo.
Sanchez está inmerso en el desesperado proceso de pasar página, borrar rastros, de alejarse de la etapa podemita, de la era pandemia, de los muertos escamoteados, del Palacio de Hielo que nunca visitó, del Zendal que hasta boicoteó, de las chapuzas sanitarias, los sabotajes, las compras truchas y las adquisiciones delictivas...Hasta al pobre don Simón, personaje maldito de todo este proceso, se le ha privado su acceso a los micrófonos.
En apenas tres años, ha sepultado a los enemigos, incluidas poderosas figuras como González y Guerra, y ha sentenciado a colaboradores y amigos
Pretende ahora el presidente aterrizar en la nueva pantalla, menos turbulenta, más plácida. Ha fumigado a la gente que le llevó en volandas al poder, y que allí le sostuvo, como José Luis Ábalos, Carmen Calvo, el propio Redondo. Ha humillado a quienes hicieron trabajos poco edificantes, como el exministro Juan Carlos Campo, el trilero de los indultos, un magistrado con la toga enlodada. Se ha quitado de en medio a algunos corifeos inútiles como ese Franco de la delegación de Gobierno de Madrid, el mamporrero del 8-M contaminador, aquel Gabilondo soso-necio y ahora, para rematar la faena, acaba de consumar la decapitación política de Adriana Lastra, posiblemente el personaje más leal, entregado, servil y hasta fascinado hacia Su Persona de cuantos pululan por ese nido de gandules semovientes sito en la calle Ferraz. De propina, y en la misma jugada, se ha apiolado a un Hernández, que se hacía llamar 'Pepu' y que ocupaba plaza en el grupo municipal de Madrid sin que se haya adivinado hasta ahora cuál era exactamente su función.
Sánchez el exterminador orienta el pulgar hacia abajo sin pestañear. Sin alcanzar las cotas del emperador Maximino, un sádico de antología, el grado desmedido de su inclemencia forma ya parte de la leyenda en este PSOE destartalado. En apenas tres años, ha sepultado a los enemigos, incluidas poderosas figuras como González y Guerra, y ha sentenciado a colaboradores y amigos. Del núcleo duro del sanchismo ya solo queda él. Quien se vuelve sensible y sutil, se resquebraja, advirtió Petrarca.
Lastra ha sido pieza inesperada en esta escabechina de fieles. Persona de escaso currículum y mínima formación, ganó sus galones, sus sillones y sus talones gracias al noble y sincero desempeño en su papel de presidenta del club de fans de Sánchez. Se sumó desde el principio a la campaña del secretario general degradado, sin vacilaciones ni titubeos. Se entregó a fondo, luchó como nadie y así se lo pagan, dicen los propios. "Llegó a portavoz, no podía esperar más", responden las voces frías de la Moncloa, para justificar la desalmada ejecución.
Había mordido, arañado, emponzoñado, mentido, insultado, escupido, lanzado espumarajos dialécticos en defensa del PSOE, del Gobierno y de su gran líder, al que aún adora, dicen
Tras la lapidación de Ábalos, Lastra ejercía de hecho el papel de número tres del partido con ingenuas esperanzas de consolidar el cargo. Para conseguirlo, había mordido, arañado, emponzoñado, mentido, insultado, escupido, lanzado espumarajos dialécticos en defensa del PSOE, del Gobierno y de su gran líder, al que aún adora, dicen. No cabe pedir mayor entrega, sólo comparable a la de los héroes sacrificados por aquel teniente coronel soberbio e imbécil encarnado por Henry Fonda en Fort Apache. La dejarán, de momento, como encargada de las fotocopias en el 40 congreso y luego, la enviarán posiblemente a algún pasillo por las Cortes para que conserve el escaño y la nómina. Adiós pequeño juguete roto con cazadora vaquera y falditas imposibles. Fue útil mientras duró.
Las batallas culturales
Otra mujer, quizás de más valía, ha ocupado espacios en la actualidad de la semana. La presidenta madrileña anunció la supresión de todos los impuestos autonómicos en cumplimiento de las promesas de campaña. Su enfervorizada masa de odiadores, una piara algo macilenta y sostenida y jaleada desde la Moncloa, ha logrado al fin un argumento para relanzar sus venablos, algo alicaídos. Díaz Ayuso es objetivo predilecto de las cacatúas oficialistas, ahora enrabietadas y furibundas ante semejante ofensa. Bajar impuestos y, lo que es peor, borrarlos del mapa, no es asunto que encaje en su concepción ni de la economía ni, por supuesto, de la gestión política. Decía Marco Antonio, citado hasta el hartazgo, que la grandeza de Roma no se demostraba tanto por lo que cogía como por lo que daba. Moncloa y Sol, visto es, no comparten esta perspectiva.
Busca ahora Ayuso su confirmación al frente del PP regional, ambición lógica que encuentra algún reparo en las cabezas rectoras de Génova. No se sabe bien por qué. O quizás, sí. La presidenta madrileña se ha consagrado ya como la legítima heredera de aquella España de los balcones surgida tras el golpe de Estado en Cataluña. Hace frente, sin balbuceos ni moñadas, a la izquierda y la xenofobia, a la progresía reaccionaria y al racismo separatista. El estandarte de los balcones pudo ser de Vox, que ni lo intentó. Pudo ser de Casado, que titubeó. Es Ayuso quien ha asido con decisión esa antorcha prometeica que hace cuatro años, tras el mensaje del Rey, animó y guió a aquel millón de almas que desbordó el corazón de Barcelona en histórica defensa de la Constitución.
Ayuso lo ha sabido captar. Da todas las batallas, combate en todos los frentes, desde el territorial al ideológico, del cultural al económico, que agobia y angustia tanto a las clases medias (incluida la del voto socialista) como al océano de jóvenes sin empleo ni futuro, a los mayores de cincuenta años sin más horizonte que la desesperación, a los autónomos asfixiados por los impuestos, a los hosteleros que se suicidan ante la inminente quiebra y a todos los ciudadanos encabritados por la burla feroz del Gobierno y su recibo de la luz. Ayuso dinamita impuestos y por ahí algunos rabian. Madrid da gusto y se lo da. Y Ayuso, claro. Ahora más. Estas dos cabalgan juntas.
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