Si con el caso del proceso independentista -antes, durante y después de la vista oral en el Tribunal Supremo- España se dividió entre los partidarios de la sedición y los de la rebelión, ahora la fractura se ha producido tras la sentencia del Tribunal Constitucional que, a toro pasado, delimita lo que se puede hacer o en una crisis como la pandemia. Por un lado, están los de la camiseta del estado de alarma y por el otro los del estado de excepción. Ambas partes discuten a la española sin escuchar al otro e incluso un magistrado del Constitucional, Conde-Pumpido, ha tenido que rectificar y pedir disculpas a sus compañeros por los insultos vertidos en un voto particular filtrado antes de la publicación oficial del texto de la sentencia.
Como en una taberna de Tezanos, el ex Fiscal General del Estado, manchaba su propia toga con el barro del camino convirtiendo el papel de garante de los derechos constitucionales en un ejemplar tosco al servicio del Gobierno. Lejos de responder con elegancia y altura intelectual, el señor Conde-Pumpido, ha sacado la faca para rebanar los pescuezos de aquellos magistrados que han osado tumbar la manera en la que el presidente Sánchez se quedó con el poder absoluto para hacer frente a una emergencia nacional. El Gobierno tiene dentro del Tribunal Constitucional no solo un abogado particular sino también una especie de vigilante de seguridad de ocio nocturno adiestrado para ventilar a empellones cualquier disputa.
Sánchez dejó al Congreso sin funciones algo que en el Londres bombardeado por Hitler no se produjo
La discusión entre alarma y excepción no es “una elucubración doctrinal” sino la necesaria jurisprudencia que los jueces precisan consultar para escribir sus autos y sentencias. Con el ruido organizado pasa a un segundo plano, con intención deliberada, que la sentencia firmada por el magistrado González Trevijano no entra en la idoneidad de las medidas contra la pandemia, sino en la manera de hacerlo por lo que supone una suspensión de los derechos fundamentales como son circulación, reunión y residencia. Se prohibió salir de casa salvo excepciones, que no limitaciones.
En cualquier caso, dichas suspensiones hubieran sido exactamente igual con el estado de excepción que con la alarma salvo la decisiva diferencia de la autorización previa del parlamento, cogollo del meollo de la sentencia. Sánchez dejó al Congreso sin funciones algo que en el Londres bombardeado por Hitler no se produjo. El Gobierno británico tomó las decisiones en el Parlamento e incluso fue censurado un primer ministro con los nazis preparando una invasión de la isla. Lo que dice el Constitucional, y continuará en próximas sentencias, es que no se puede hurtar al legislativo de la deliberación y aprobación de medidas que suponen convertir la democracia liberal en un limbo excepcional durante una crisis como la de marzo de 2020. Hasta el entonces vicepresidente Pablo Iglesias se dio cuenta en aquel Consejo de Ministros del 14 de marzo de la posibilidad que se le presentaba con un decreto para asaltar el cielo y todos sus alrededores.
Solo un Gobierno de gran coalición entre el PSOE y el PP, por supuesto sin Iglesias, podría dar la estabilidad, ante una crisis nacional
No se ha desarmado al Estado sino al Gobierno de Sánchez. Los partidarios de la alarma utilizan como argumento el escándalo que se hubiera organizado si Sánchez pide al Parlamento el estado de excepción. Nada más lejos de la realidad porque el PP (Vox depende de la táctica del día) hubiera apoyado al Gobierno como lo hizo en los primeros 45 días de confinamiento. Llegados a ese punto, solo un Gobierno de gran coalición entre el PSOE y el PP, por supuesto sin Iglesias, podría dar la estabilidad, ante una crisis nacional, que hubieran negado todos los independentistas porque de facto se terminaba con el estado de las autonomías hasta nuevo orden, tal y como ocurrió con la alarma y el mando único. Pero claro, la excepción constitucional les suena a algunos a franquista y hasta ahí podíamos llegar cuando la política es el relato.
El paseo por Nueva York
El problema de fondo no se encuentra en la sentencia del Constitucional sino en el intento de cambiar las reglas del juego por parte de un Gobierno que solo tiene el obstáculo del Poder Judicial en su obsesión por quitar “las piedras en el camino” que dijo el todopoderoso Ábalos, caído en desgracia tras ser exprimido por el jefe. Los jueces siguen evitando que las líneas del área se difuminen. El Gobierno de Sánchez ha recibido un par de avisos de la Unión Europea: los jueces deben elegir a sus representan sin injerencias de otros poderes.
Desde Bruselas ya ven problemas tanto en Hungría y Polonia -con purgas de jueces, acusados de comunistas- como en España, donde no faltan las alusiones al franquismo, a la ultraderecha judicial; la otra cara de la moneda que utilizan polacos y húngaros contra sus jueces por ser presuntos comunistas. Tanto en los países del Este como en España hay un enfrentamiento entre el Gobierno y los jueces, en defensa de su independencia, que salta a la vista en la Unión Europea. En nuestro patio particular, un entremés indigesto, antes de los fondos europeos que algunos gobiernos europeos (Holanda, léase a Gabriel Sanz hace dos días Vozpópuli ya cuestionan para España, antes de llegar los primeros 9.000 millones por la ausencia de reformas de verdad que, por lo menos frenen, el impresionante y desbocado crecimiento del gasto público en España. Una herencia que ni siquiera Sánchez podrá asumir sin tomar las decisiones más dolorosas. Mientras tanto, se trata de vivir al día con un paseo por Nueva York, lejos de la España asustada por el virus, perpleja por el desdén de la fantasmal co-gobernanza y esperando que el otoño no pase una factura económica tan inesperada como preocupante. La realidad nos deja una España alarmada sin excepción.
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